Actualizado: 27/03/2024 22:30
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La victoria pírrica del Comandante

Castro ganó la batalla a Estados Unidos, pero es casi seguro que perderá la guerra por el futuro de Cuba.

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Fidel Castro ha sobrevivido a diez presidentes de Estados Unidos. A lo largo de décadas, el mayor logro de la política estadounidense ha sido reforzar su baluarte principal: la defensa de la soberanía de Cuba.

Al final, la salud postró a Fidel, y su era se está apagando. El pasado 31 de julio, Raúl Castro y otros siete dirigentes asumieron interinamente los cargos que desempeñaba Castro. Desde entonces, la vida en Cuba ha seguido su curso normal y es improbable que el régimen se venga abajo luego de la despedida final al Comandante en Jefe. La sucesión ya está en marcha.

Desde el traspaso de poderes, en dos ocasiones Raúl Castro ha planteado la posibilidad de un diálogo con Estados Unidos. La administración Bush simplemente reiteró su política actual, es decir, la abstención hasta que La Habana se comprometa con una transición a la democracia.

Desde el siglo XIX, la estabilidad de Cuba ha estado en la mirilla estadounidense y es evidente que una sucesión ordenada sería hoy su mejor garante. Además, la sucesión podría ser la antesala de una Cuba democrática. Si bien seguirán vigentes las consideraciones electorales, es hora de que las razones de Estado también dicten la política de Estados Unidos hacia la Isla.

Con todo, Cuba no es una mera víctima de la prepotencia estadounidense. En especial después del fin de la Guerra Fría, el Comandante pudo haber facilitado una distensión con Estados Unidos mediante la plena aplicación de las reformas propuestas desde la propia élite cubana. Después de todo, Vietnam emprendió sus reformas a mediados de los años ochenta, cuando aún padecía el ostracismo internacional por la invasión de Camboya. Hacia principios de los noventa, Europa, Canadá e, incluso, Estados Unidos ya habían normalizado relaciones con Vietnam.

El mejoramiento de las relaciones entre Washington y La Habana no sólo depende de que Estados Unidos modere sus pretensiones, sino también de que Cuba tienda un poco la mano a Washington.

Cuba post-Guerra Fría

¿Qué duda cabe de que Fidel Castro ganó la batalla a Estados Unidos? No sólo ningún mandatario estadounidense logró derrocarlo, sino que se irá a sabiendas de que su legado será, por largo rato, el "faro" del antiimperialismo latinoamericano. Sin embargo, es casi seguro que el Comandante perderá la batalla por el futuro de Cuba.

La historia de los regímenes comunistas arroja dos modelos: uno movilizador, ejercido por Stalin, Mao y Fidel, y otro institucional, que primó en la ex Unión Soviética y la antigua Europa del Este después de 1956 y, sobre todo, en China y Vietnam a partir de finales de los setenta y mediados de los ochenta, respectivamente.

El segundo modelo entraña una apertura económica —radical en los casos asiáticos— y una institucionalidad atenta a las necesidades materiales de los ciudadanos. El primero —proclive a las batallas ideológicas y los horizontes utópicos— fue enterrado con Stalin y Mao. La versión cubana (tampoco debe haber duda) correrá la misma suerte.

Los presupuestos políticos de los partidos comunistas, en uno y otro modelo, son muy distintos. Siempre y cuando la ciudadanía no entre en política, el segundo —por la prioridad concedida a la economía— tiende a una represión menos aguda. El primero valora la historia por encima de los seres humanos y produce horrores, ampliamente conocidos en los casos de Stalin y Mao, no tan divulgados en el caso de Fidel Castro, aunque los de Cuba no registren la misma magnitud que los de la ex Unión Soviética con Stalin y la China maoísta.

En Cuba, el primer modelo predominó en los años sesenta y el segundo entre 1976 y 1986. A mediados de los ochenta, cuando Gorbachov lanzaba la Perestroika y la Glassnot en la Unión Soviética, el Comandante cerró el ciclo reformista, aunque no retrocedió del todo al modelo movilizador de los sesenta.

Sólo el desplome económico de los noventa lo llevó a poner en marcha un modesto programa de reformas que, así y todo, se quedó corto, dado el conjunto de propuestas que entonces se discutieron. A saber: la legalización de las pequeñas y medianas empresas (pymes) nacionales, la separación de funciones —no de poderes, por cierto— con el nombramiento de diferentes funcionarios en la Presidencia y la Secretaría General del Partido Comunista, así como la creación del cargo de primer ministro, la integración de algunos opositores a la Asamblea Nacional del Poder Popular y el cambio de nombre del PCC al de Partido de la Nación Cubana.

Reformas y contrarreformas

La aplicación de reformas más amplias probablemente hubiera propiciado un ambiente internacional menos tenso y de mayor beneficio para Cuba. Eso fue lo que plantearon sectores del propio gobierno, así como la España de Felipe González y las primeras Cumbres Iberoamericanas. Una Cuba que hubiera dado indicios de apertura real, habría dificultado —quizás no impedido— a Estados Unidos el reforzamiento empecinado del embargo a través de las leyes Torricelli (1992) y Helms-Burton (1996).

Por ejemplo, las pymes y la inclusión de opositores en la Asamblea Nacional podrían haber posibilitado la política de "pasos calibrados" —una suerte de engagement— que nunca cobró vida en el primer mandato de Bill Clinton.

No se trata de desestimar las reformas que se aplicaron. El uso del dólar estadounidense, el trabajo por cuenta propia, las cooperativas agrícolas y los mercados campesinos y artesanales representaron cambios reales. En 1995, sin embargo, el Comandante los detuvo: "Toda apertura nos ha traído riesgos. Si hay que hacer más aperturas y reformas, las haremos. Por el momento, no son necesarias".

A partir del año 2000, la marcha atrás se aceleró. La "batalla de ideas", nuevo frenesí movilizador, la Mesa Redonda todas las tardes-noches y las brigadas de vigilancia revolucionaria sentaron nuevas pautas políticas. Decretos fiscales, regulaciones estrictas y métodos policíacos acotaron las reformas de los noventa.

En 2004, por ejemplo, unos 40 oficios —entre ellos, los de payasos, magos, masajistas, vendedores de jabón, y fabricación de ratoneras y coronas fúnebres— se eliminaron de la lista de trabajos autorizados por cuenta propia, lo que dio a entender que el Estado estaba en condiciones de proveer al público mejores payasos y ratoneras.


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