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La victoria pírrica del Comandante

Castro ganó la batalla a Estados Unidos, pero es casi seguro que perderá la guerra por el futuro de Cuba.

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Desde 1997, el Partido Comunista no celebra ningún congreso. Si bien sus estatutos no fijan un plazo, lo normal hubiera sido convocarlo en 2002 ó 2003. La razón principal de su tardanza ha sido la renuencia de Fidel Castro a discutir los serios problemas económicos que enfrenta Cuba y, en consecuencia, retomar las reformas de los noventa. Al mismo tiempo, su círculo político más íntimo, encabezado por su hermano, tampoco supo controlarlo, como sí lo hizo la dirigencia china con Mao a principios de la década de los setenta.

Asimismo, la alianza entre Fidel y Hugo Chávez, su alma gemela, le ha tendido una tabla de salvación económica que, desde su perspectiva, resta urgencia a las reformas. De la misma manera, la nueva oleada populista en América Latina ha reivindicado la idea de un continente unido contra Estados Unidos. La vida del Comandante se apaga, no así su sueño.

Cuba sin el Comandante

La proclama del 31 de julio de 2006 debe entenderse en el contexto de lo que venía sucediendo desde noviembre de 2005. Fue entonces cuando Fidel pronunció un larguísimo discurso en la Universidad de La Habana que quedaría como su herencia política. La "batalla de ideas", la ética revolucionaria y un socialismo construido con instrumentos propios —es decir, sin recurrir al mercado— son los móviles de su legado.

A lo largo del primer semestre del año pasado, se dieron movimientos inusuales tras los telones del poder. En particular, llamaron la atención la restauración del Secretariado del Partido Comunista, las repetidas afirmaciones sobre el Partido como el "verdadero sucesor" y el despliegue mediático, sin precedentes, que honraba a Raúl por sus 75 años.

El gobierno pasó con nota sobresaliente la prueba de los primeros seis meses sin el Comandante. Se ha asentado una dirección verdaderamente colectiva. En septiembre, La Habana auspició la Cumbre del Movimiento de los No Alineados sin percance alguno. La Central de Trabajadores de Cuba y la Federación de Estudiantes Universitarios celebraron sus congresos. Se ha emprendido una nueva lucha contra la corrupción —recurrente desde los sesenta— que es vista con buenos ojos por la población. Off the record: fuentes oficiales señalan la convocatoria del congreso partidista para finales de 2007.

El discurso oficial, por otra parte, ha bajado un tanto de tono. Raúl termina sus discursos con "¡Viva Cuba Libre!" y no "¡Patria o Muerte, Venceremos!". Con frecuencia la telenovela de turno se trasmite a la hora programada, en lugar de la extensión de la agobiante Mesa Redonda. Resultados, vigor y transparencia parecen ser las palabras favoritas de Raúl.

Afortunadamente, ni Raúl ni ningún otro sucesor es carismático y no les queda otro remedio que gobernar con miras a aliviar la penosa cotidianidad de los cubanos. Por otra parte, mantener el statu quo ante el vacío psicológico que dejará Fidel podría abocarlos al escenario nada atractivo de una explosión social.

No obstante, los sucesores aún no han pasado la prueba de fuego. Después del entierro, ¿podrán consensuar las dificilísimas decisiones que les esperan? ¿Cómo ampararían la apertura económica sin enfrentar el legado fidelista? ¿Qué harían si la población dejara de resignarse y se tornara exigente? ¿Seguirían sobre ruedas las relaciones con Venezuela? Raúl y Hugo, ciertamente, no son almas gemelas. ¿Un nuevo pragmatismo en La Habana causaría cambios en sus relaciones con el eje populista en América Latina?

Si los sucesores dieran prioridad a la economía, ¿no sería lógico que la diplomacia cubana prestara más atención a las relaciones comerciales que a los encuentros antiimperialistas?

Cuba después de Fidel

La clave de la distensión con Estados Unidos está en La Habana. Si Raúl Castro abriera la economía, aunque sólo fuera rescindiendo las múltiples trabas que han mermado el trabajo por cuenta propia, puede que Washington responda. Los demócratas controlan el Congreso y es probable que fuercen el debate sobre la política hacia Cuba que la mayoría republicana impedía.

Por otra parte, la desgracia de Irak podría despejar el horizonte para Cuba en Washington. John Negroponte —subsecretario de Estado y ex embajador en Bagdad— conoce de cerca lo sucedido en Irak y, por tanto, podría interesarse por insuflar razones de Estado a la atrincherada política hacia Cuba. Los "pasos calibrados" —el engagement que nunca caminó con Fidel Castro— podrían cobrar vida sin él.

La transición en Miami ya comenzó, si bien no es del todo evidente porque los primeros exiliados aún constituyen el grueso del registro electoral. Los que salieron a partir de 1980, sin embargo, hoy representan una mayoría de futuros electores que favorecerían un cambio gradual de la política estadounidense.

El 55%, por ejemplo, rechaza las restricciones de 2004 a los viajes y las remesas, aprobadas por el 63% de los que llegaron antes de los ochenta. En buena medida, la diferencia radica en que unos dejaron familiares en Cuba y otros no. El envío de remesas cobraría aun más relevancia de darse una apertura económica en la Isla. La sinergia de ésta con los pequeños capitales del Miami cubano arrojaría rápidamente una mejoría del consumo cotidiano en Cuba.

Según una encuesta realizada recientemente por la firma Gallup, tres de cuatro residentes en La Habana y Santiago de Cuba dijeron no estar satisfechos con su libertad para decidir qué hacer con sus vidas. A la pregunta sobre el desempeño del liderazgo, el 40% respondió que no lo aprobaba, y sólo el 42% opinó que saldrían adelante trabajando duro.

Raúl Castro y los demás sucesores deben tomar en cuenta éstos y otros resultados de la encuesta. El fidelismo —con o sin Fidel— no da pie para atender siquiera las aspiraciones económicas de los cubanos de hoy.

Una apertura económica exitosa recompensaría a los que trabajaran duro, daría mayores opciones a la ciudadanía y mejoraría la valoración del liderazgo. Si así fuera, el Comandante habría perdido su batalla principal, la de Cuba, incluso antes del momento prácticamente ineludible de la apertura política.

Una Cuba como Vietnam —por no decir, una en la que los cubanos convivamos en democracia— jamás dejaría a Fidel Castro descansar en paz.


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