Actualizado: 23/04/2024 20:43
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| Opinión

Cardenal Jaime Ortega, Iglesia Católica

Los crímenes del Obispo

No se trata aquí de la novela de S. S. Van Dine, sino de las críticas al cardenal Ortega

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En nuestra temporada cubana de huracanes políticos, que se extiende desde el primero de enero hasta el 31 de diciembre de cada año, se han desatado una vez más las pasiones alrededor de la figura del cardenal Jaime Ortega, y los calificativos van desde considerarlo casi Dios en La Tierra hasta llamarle “compañero”, “cederista” o “coronel”.

Como es lo más normal del mundo en situaciones de este tipo, ninguna de las posiciones extremas tiene toda la razón, y cada una tiene una parte de razón: ni el cardenal es Jesucristo ni tampoco Jefe de la Seguridad del Estado cubana. Y en un ambiente caldeado con la debatida visita del Papa a Cuba, la sobrevalorada de la inútil Mariela Castro a EEUU, y la inadvertida pero sutil de Eusebio Leal al mismo país y al mismo tiempo, la controvertida posición de la Iglesia cubana hace actuar a muchos en la oposición interna y el exilio como si el enemigo principal fuera el Cardenal y no el totalitarismo.

No es querer decir que la posición de la Iglesia ha sido receptiva o inclusiva de todos los pensamientos que no coincidan con ella, pero en honor a la verdad tampoco muchas posiciones de la oposición interna o el exilio han sido receptivas o inclusivas hacia la Iglesia en Cuba. Por lo tanto, achacarle a la otra parte la misma falla que padece la propia resulta, en el mejor de los casos, ingenuo, y en el peor, maligno. Y, sobre todo, desgastarse en esos enfrentamientos mientras el régimen totalitario se deleita y se aprovecha viendo tales choques no parece ser lo más inteligente.

Pueden ahorrarse los argumentos de que no discutir posiciones y permitir que “otra parte” imponga criterios termina dañando “nuestra causa” y favoreciendo al “enemigo”. Y pueden ahorrarse porque, además de absurdo, es lo mismo que viene repitiendo La Habana desde 1959 para aplastar la libertad de expresión y la independencia de actuación.

No fue agradable que la excarcelación de prisioneros políticos demorara tanto en materializarse después de anunciada, ni que más del 90 % de los excarcelados hayan partido al destierro. Pero, a pesar de eso, es mucho más que lo que se había logrado hasta el momento de la negociación de la Iglesia con el régimen, que era nada.

Muchos saltan indignados alegando que el Cardenal “ofendió la memoria” del recientemente fallecido Agustín Román, ex obispo auxiliar de Miami, al hacer referencia en Harvard a una conversación entre ambos en los años ochenta, alegando que monseñor Román ya no puede aclarar la situación. Pero llama la atención que el superior del obispo en Miami, Cardenal Thomas Wenski, no haya desmentido al cardenal Jaime Ortega y no haya salido a “limpiar” la imagen del obispo auxiliar: ¿estaría dejando pasar una injusticia evidente, es también cómplice de algo el cardenal Wenski, o es que los matices de esas palabras se han tomado con más emoción que razón?

Hay disidentes y exiliados que alegan sentirse excluidos de las negociaciones por parte de la Iglesia. Pero en términos de realpolitik habría que preguntarse: ¿por qué la Iglesia debería incluirlos, si lamentablemente no tienen todavía ni la fuerza suficiente ni la capacidad de convocatoria necesaria? Dirán que por razones morales. Disculpen, hablamos de realpolitik, no de razones morales: una cosa no tiene que ver con la otra.

Y aunque moralmente se esté 100 % al lado de (casi todos) los que se oponen a la tiranía, no es fácil entender por qué la Iglesia debería compartir su espacio y su momento en la primera oportunidad que tiene en medio siglo de sentarse a dialogar con la dictadura totalitaria, arriesgando lo poco que hubiera podido lograr hasta ese momento y la perspectiva de lo que pudiera lograr posteriormente.

Además, y recuerden que no hay que matar al mensajero, si la Iglesia considerara imprescindible dar participación a “la disidencia” y “el exilio” en esas conversaciones, ¿a quién debería invitar? ¿quién o quiénes deberían participar, y quién o quiénes no serían invitados? ¿qué personas u organizaciones deberían estar presentes o no?

¿Dónde están los Lech Walesa o Václav Havel dentro de Cuba, en qué exilio buscar a los Mario Soares o incluso a los Juan Domingo Perón? No es que no existan o no puedan existir, sino que no han aparecido todavía o, al menos, yo no los conozco. Los que quieran soñar que lo hagan, pero es probable que habría demasiadas pujas y broncas en la “cola” por los primeros lugares para lograr la participación junto a la Iglesia.

No hay que defender a outrance la actuación del Cardenal Ortega, pero hay que preguntarse si él debería haber arriesgado la visita papal a Cuba —un logro estratégico mayúsculo por segunda vez en catorce años— porque había iglesias ocupadas por disidentes y no se sabía en qué podría derivar aquella situación. A la vez, debe condenarse totalmente que haya tachado a tales ocupantes con similares epítetos a los que utiliza el régimen frente a los opositores.

Llegamos a una encrucijada: los disidentes, el exilio y la Iglesia en Cuba pueden gritar “destrucción” y soltar los perros de la guerra entre ellos, mientras el régimen “actualiza el modelo” y se mantiene en el poder a costa del sufrimiento y la falta de libertades de los cubanos, o a esas partes de la ecuación anti-totalitaria no les queda más remedio que conversar para ver cómo logran entenderse entre ellos y acuerdan mínimas posiciones comunes para actuar frente a la dictadura.

No es “negociar” con una dictadura que solamente está dispuesta a hacerlo desde posiciones de fuerza, sino “negociar” entre todos los que se enfrenten a esa dictadura, desde el disenso, la oposición, el exilio o las iglesias, independientemente de las estrategias de cada quien, porque al fin y al cabo, hasta ahora, lo único que ha quedado claro es que ningún grupo por sí solo ha tenido la razón.

Y ya van 53 años.


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