Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Los misterios de Coyoacán

Una casa en este barrio de la capital mexicana envolvió a fines de la década de 1930 a cuatro figuras únicas: tres pintores y un político

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Coyoacán es un barrio en el Distrito Federal mexicano, de esos que le ponen pantalones largos a cualquier ciudad. Tiene calles anchas y limpias flanqueadas por hileras de casas elegantes, que semejan a veces pequeños castillos medievales, a veces promontorios brotados del fondo del mar. Y tiene los mejores tianguis, los mejores helados y los coyotes más altaneros de toda la república mexicana.

Hace un siglo, Coyoacán era una hacienda que se dice pertenecía a la esposa de Porfirio Díaz, quien a su vez era de facto el dueño del resto del país. Luego fue un poblado bohemio periurbano. Pero según la ciudad fue creciendo, fue engullendo a Coyoacán, que permaneció como una suerte de enclave irrepetible. No cedió a la tentación de los supermercados y los centros comerciales, y por eso pudo conservar sus arboledas llenas de tristes palomitas grises. Y sobre todo, pudo conservar sus historias. Porque Coyoacán es más que casas bonitas, buenas calles y palomitas nostálgicas. Es sobre todo historias.

Una de ellas envolvió a fines de la década de 1930 a cuatro figuras únicas: tres pintores y un político. La historia comenzó con este último, uno de los exiliados más prominentes de todos los tiempos, el ruso León Trotsky. Acosado por Stalin, Trotsky se vio obligado a exiliarse dando tumbos de país en país hasta que otro grande, el entonces presidente mexicano Lázaro Cárdenas, le concedió asilo político. Llegó a México en 1937 de la mano de dos muy talentosos pintores ―Diego Rivera y Frida Kahlo― y alquiló una casa en Coyoacán, casi justo donde hoy confluyen la tumultuosa avenida Río Churubusco y la bucólica Calle Viena.

Diego y Frida habían logrado una de las parejas más dispareja y sonora de todos los tiempos. Diego ―gordo, grande y con cara de batracio cansado― era un mujeriego empedernido y sin escrúpulos. Pero abrumadoramente exitoso, lo que lo llevó a frecuentar los corazones y las camas de artistas, cortesanas, amas de casa, transeúntes, y de la propia hermana de Frida Kahlo. Pero Frida no sólo atesoraba un talento superior y la elegante belleza de la mujer mexicana sino también todo el fragor de las soldaderas de la revolución, por lo que decidió hacer un uso más distendido de sus pasiones e invitó a Trotsky a su nido de amor, ese pedazo de cielo en la tierra conocido como La Casa Azul.

Fue un romance fugaz, me dijo un entendido, pero imagino que suficientemente feliz como para que el ruso llegara a creer que en la mirada cejijunta de la mexicana estaba toda la energía necesaria para su revolución permanente. Pero no así Diego, quien, como el perro del hortelano, ni comía ni dejaba comer, y no podía olvidar a Frida, a cuyo regazo retornó poco tiempo después. En consecuencia, el affaire se sumó a las discrepancias del gran pintor con el gran político y a una ruptura definitiva entre ambos.

El tercer pintor de la historia fue David Siqueiros, junto a Rivera y Orozco un protagonista del muralismo mexicano. Pero Siqueiros era otra cosa. Era la más terrible contradicción entre el gran talento de un artista de incuestionable sensibilidad social y valentía política y su mezquina militancia en el estalinismo. Puesto al servicio incondicional de Stalin, Siqueiros organizó un grupo que entró en la casa de Trotsky acribillando a balazos todo lo que tenía por delante. Trotsky y su inseparable Natalia salvaron la vida milagrosamente. También la salvó el único descendiente directo que pudo escapar de la furia de Stalin y del tormento del exilio, su nieto Esteban, quien ha hecho su vida mexicana recordando siempre su herencia familiar.

Natalia vivió hasta los años 60. Pero el creador del Ejército Rojo fue asesinado de un picoletazo en el cráneo solo unos meses después, en agosto de 1940, hace justo en estos días 70 años. El golpe se lo dio un español de apellido Mercader, un personaje tan oscuro que nadie hubiera nunca sospechado de él, cuando lo veían rindiendo pleitesía al veterano revolucionario en la modesta casa de Coyoacán. Hoy nadie recuerda al asesino, cuya patética existencia se extinguió en Cuba, amparado por un régimen que entonces vivía de “la indestructible amistad con la Unión Soviética”. Pero todos, amigos y enemigos, recuerdan a Trotsky.

Entre quienes lo recuerdan está Moisés, un tico devenido cuentero mayor de Coyoacán, quien jura que Lev Davidovich Bronstein ―su verdadero nombre― es su vecino, y que a ratos se asoma sobre las almenas mal construidas de su casa a medio fortificar. El no lo ha dicho, pero me imagino que Moisés disfruta viendo pasar a Frida con sus vestidos multicolores que Diego le sugirió un día, y a Natalia, rezongando de puros celos. Y a Diego, persiguiendo a Frida, ese “amor divinizado que se acerca y que se va”. Y a Siqueiros, con su ceño adusto, tratando de adivinar la causa de su fracaso homicida.

Y tampoco lo ha dicho, pero estoy seguro que ha visto a John Dewey, un íntegro filósofo liberal que un día encabezó un juicio político a Trotsky para contrarrestar los juicios llevados a cabo por Stalin en Moscú y donde fue aniquilada toda una generación de líderes revolucionarios rusos. Lo vio aquel anochecer durante la primavera de 1937, en que tras una encendida exposición argumental de Trotsky, Dewey se negó a hacer ninguna otra conclusión:

―Cualquier cosa que diga —afirmó suavemente— está de más.

Afuera, las sombras cubrían el patio de la casa, justo donde hoy yacen las cenizas de Trotsky y de Natalia.

Un lugar a donde hay que ir alguna vez cuando creemos que necesitamos un futuro mejor.


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