Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Historia

Los próceres imaginados

Los próceres han devenido tan fríos y lejanos como sus estatuas, a pie o a caballo, pero siempre mirando hacia el futuro

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Nuestras sociedades han requerido siempre de los próceres. Pero curiosamente han requerido más de ellos como construcciones ideológicas, como figuras imaginadas a partir de una serie de virtudes, que como personas reales, concretas.

Estoy seguro de que si los próceres volvieran a la vida se molestarían muchísimo por la manera como los describimos, imaginamos y supuestamente queremos. Hace mucho tiempo dejaron de ser seres reales. Nos los describen —y así los aprehendemos— como depositarios de los monacales valores judeocristianos del estoicismo, la austeridad, la valentía y la tendencia a la auto-inmolación. No podemos imaginarlos riendo, subidos de tragos, enamorando a alguien, haciendo algún ridículo o simplemente hablando alguna tontería, cosa esta última que todos necesitamos hacer en algún momento, aunque en verdad algunos más que otros.

Y es que los próceres han devenido tan fríos y lejanos como sus estatuas, a pie o a caballo, pero siempre mirando hacia el futuro y posiblemente apuntando con un dedo hacia el horizonte.

Han devenido meras construcciones ideológicas. Por eso, de paso menciono, son todos hombres y la inmensa mayoría blancos.

Y en ocasiones son puras invenciones. Los costarricenses, que han tenido una historia afortunadamente alejada de las guerras, se han inventado un prócer con estatuas que nadie sabe cómo era, y ni siquiera están seguros de cómo murió. Según la leyenda, Juan Santamaría, un campesino pobre alistado en la campaña contra el gringo William Walker, incendió e hizo estallar un polvorín de los invasores. Se dice que murió en la explosión, lo que parece más heroico, pero también que sobrevivió y murió de cólera, lo que no es oficialmente aceptado. Con su nombre han sido bautizados parques, calles, escuelas y el propio aeropuerto de San José, el aeropuerto menos amable que he conocido.

Pero me interesa destacar un punto. Por fuerza o por gusto, o por ambas razones, los próceres han sido viajeros impenitentes y han parado poco en los países que adoran sus proceratos.

José de San Martín, el libertador de buena parte del cono sur es venerado en Argentina, pero en verdad pasó muy poco tiempo de su vida en la patria del tango, ni siquiera cuando era un virreinato español. Hizo su vida en Europa y regresó a ella cuando se decepcionó de sus recién inaugurados compatriotas.

San Martín fue un militar genial y audaz que hubiera seguido su campaña militar hasta el mismo Caribe de no haberse encontrado en Perú con otro prócer más terco que él, Simón Bolívar. A favor de este último habría que decir que fue más lugareño, pero aun así pasó más de un tercio de su vida merodeando por Europa y el Caribe.

En nuestras islas no nos salvamos de este desamparo.

- José Martí solo vivió fijo en Cuba hasta los 16 años. Desde entonces vivió en el extranjero salvo breves incursiones en la Isla, la última de las cuales fue en 1895, cuando murió en su primer combate.

- Eugenio María de Hostos, un prócer de la independencia frustrada de Puerto Rico, prácticamente dejó su Borinquen querido cuando tenía 13 años y solo regresó brevemente en 1898.

- Ramón Emeterio Betances, otro prócer, nació en 1827, luego estudió en Europa, luego fue desterrado varias veces entre 1858 y 1869, hasta que en este último año se radicó en Francia donde murió en 1898. Tenía 71 años, de los que solo vivió en Puerto Rico unos 32, infancia incluida.

- El caso de Juan pablo Duarte no es más alentador: el prócer dominicano solo estuvo en la media isla menos de la mitad de su vida. Fue desterrado tras la independencia de Haití y regresó en 1863, cuando una nueva generación de patriotas hacía la guerra a España. Imagino que muy pocos lo conocían y se preguntaron qué podían hacer con un anciano soñador en medio de una terrible contienda que duró tres años. Lo devolvieron a Venezuela con un cargo ficticio, donde murió años más tarde administrando una fábrica de velas.

Posiblemente es por eso que los próceres pudieron imaginar una sociedad nueva y renovada, que casi nadie más entendió y que finalmente resultó inaplicable, como una suerte de tarea inconclusa que cada día los escolares de nuestros países declaran van a dar por terminada en algún momento, y así por décadas.

Nunca olvido una de las piezas ensayísticas más vibrantes de José Martí: “Vindicación de Cuba”. Es un alegato encendido acerca de la confraternidad de las razas en Cuba, y la idea de que los cubanos estaban por encima de todo tipo de racismo y división étnica. Cuando Martí lo escribió hacía menos de una década que la esclavitud había sido abolida en la Isla. Y veinte años más tarde, se desató una guerra racista que costó la vida a varios millares de cubanos negros. Aún hoy, con varias revoluciones antirracistas por el medio, la sociedad cubana es seriamente racista. Y creo justo y alentador que muchas personas se hayan planteado superar la invitación martiana de ser cubanos antes que blancos o negros, por otra en la que somos cubanos y al mismo tiempo blancos y negros. Y sobre todo negros, pues sucede que en estas juergas unitarias siempre pierde el que está abajo.

Hay otra cualidad importante que debe asumir un prócer: no llegar seriamente al poder. El poder obliga a reprimir, a subordinar, a probar las ideas. Y es entonces cuando los proceratos se manchan, decepcionan, se caen y hay que ponerles un pie de página. Los mejores próceres, los inmaculados, han muerto jóvenes.

En resumen, los próceres pudieron imaginar el mundo desde la levedad de la extraterritorialidad y la atalaya de la utopía.

Aun así fueron grandes, admirables, realmente inspiradores y revolucionarios. Nosotros no lo somos cuando los imaginamos aburridos, montados en caballos, con gestos grandilocuentes.

Y sobre todo cuando queremos que los niños se parezcan a ellos, que los imiten.

A veces tengo el temor de que las estatuas de Juan Santamaría, Bolívar, San Martín, Betances, Hostos, Duarte y Martí echen a andar, pidan una cerveza en algún bodegón, y tras la quinta ronda, en un coro estentóreo, nos recuerden lo que no hemos entendido de ellos:

— ¡Es la vida, idiotas!


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