Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Tierra, Civilización, Colonización

Más allá de la burbuja de libertad negativa

La Humanidad vive amontonada en un espacio cada vez más limitado

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Ningún otro proyecto individual será tan impresionante para la humanidad ni más importante
que los viajes de largo alcance al espacio; y ninguno será tan difícil y costoso de conseguir
John F. Kennedy.

Mientras más reducido es el espacio en que se vive, mientras mayor es el amontonamiento humano, más inevitable resulta el establecer un cada vez mayor número de regulaciones que ayuden a mantener la convivencia y a su vez a preservar vivible el medio compartido. El hombre que habita junto a otras diez personas en un apartamento de cincuenta metros cuadrados no disfruta de la misma libertad que aquel que vive solo, en un château en medio de la campiña. En el primer caso la promiscuidad obliga a establecer un enorme número de reglas de convivencia; en el segundo esas reglas son mínimas, si acaso las que debe mantener en su trato ocasional con el repartidor del periódico, con la señora que limpia una vez a la semana, o con los vecinos de las distantes propiedades que circundan la suya.

La Humanidad vive amontonada en un espacio cada vez más limitado: la Tierra. Un espacio, o más bien una superficie, en la cual los recursos son cada vez más escasos, y en que incluso pequeñas acciones pueden alterar el precario equilibrio entre los humanos, la biosfera, la atmósfera, el suelo y los océanos. Es por ello que las regulaciones se multiplican, sobre todo aquellas dirigidas a limitar lo que puede hacer el propietario con lo poseído. Lo cual es completamente paradójico, porque resulta que nuestro sistema económico mercantil no puede vivir sin crecer, y en nuestro actual encierro planetario no hemos encontrado otro remedio a esa necesidad de crecimiento, que al promover el consumo compulsivo por el individuo desde pequeñas burbujas de libertad negativa.

O sea, por un lado estamos obligados a limitar esos espacios de libertad negativa, sobre todo para establecer un control de los recursos cada vez más escasos, y por el otro a estimularlos, sobre todo para que desde ellos los individuos impulsen el crecimiento económico.

No obstante, la solución no es tan obvia como los enemigos acérrimos del mercado suponen. Es cierto que el sistema económico mercantil no puede vivir sin crecer, más no nos apuremos en indignarnos contra el crecimiento y clamar por un bucólico desarrollo sostenible. En primer lugar, el Segundo Principio de la Termodinámica impide de manera enfática ese imposible tan imposible como el perpetuum mobile: ningún desarrollo será jamás sostenible, “amigable” con el medio en que se produce; en segundo, la necesidad de crecimiento del sistema mercantil responde en última instancia a una necesidad humana más profunda: la Humanidad no puede vivir sin crecer constantemente en todos los sentidos. Intensiva y extensivamente.

Es indiscutible que en la Tierra se requiere ya, de manera urgente, abandonar al sistema mercantil como el dominante en nuestra economía, y a la vez establecer un gobierno mundial único. Pero se requiere para suplir dos necesidades del momento, circunstanciales: Para controlar de manera estricta nuestra interacción con un medio cada vez más frágil; y para privilegiar el destino de nuestros recursos hacia la preparación del gran salto fuera de los límites de este planeta.

Lo segundo es incomparablemente más importante que lo primero, y esa prioridad explica, en un final, la circunstancialidad del abandono, o del establecimiento, mencionados en la primera oración del párrafo de arriba.

Incluso si alcanzáramos a establecer a tiempo un gobierno mundial fuerte, y aun si este fuera realmente democrático, inclusivo de todos los humanos, con condiciones de acceso al poder de decisión lo más igualitarias posibles lo mismo para un indio, un camerunés, que para un americano, la sociedad humana encerrada por límites, sobre todo los que le marca la planificación económica, no puede más que languidecer, rápido o poco a poco, hasta regresar a estadios sociales que por sí mismos se ocuparán de rebajar la población mundial, o su capacidad de consumo, hasta números que volverán a estar muy lejos de los límites terráqueos.

Ya ha ocurrido con las primeras sociedades del neolítico, asentadas en los márgenes de los grandes ríos. Contrario al criterio general del público, dichas sociedades al permanecer aisladas por una u otra razón caían tarde o temprano en una decadencia de las que solo las salvaba la llegada de algún pueblo nómada. Constreñidas a sus pequeños espacios dichas sociedades se cargaban de regulaciones y estratificaciones que las debilitaban al punto que cualquier pequeña catástrofe, o minúscula banda de extranjeros libres, las hacían caer rendidas.

Otro buen ejemplo es el caso soviético. La URSS creció, es cierto, pero por el estímulo externo que representaba la necesidad de competir y defenderse del Mundo Libre. De haber el Ejército Rojo conseguido seguir más allá de Varsovia en 1920, hasta dejar a todo el mundo convertido al “socialismo” soviético antes de 1925, no caben dudas: el Sputnik nunca se hubiera elevado más allá de la atmosfera terrestre.

Un cúmulo de razones conducen a esa Humanidad, encerrada de manera definitiva en el planeta Tierra, a esa inevitable involución. Solo señalaré aquí dos:

  1. La propia naturaleza creciente de los controles necesarios para mantener la convivencia amontonada. Existe un momento crítico en que tanto control necesariamente se comienza a retroalimentar a sí mismo, incluso más allá de las verdaderas necesidades de control del momento, para degenerar en el inevitable estado totalitario. El equilibrio de orden y libertad es muy precario en las sociedades humanas, y solo se evita la recaída en la estructura totalitaria y estratificada con la existencia de zonas que escapan a cualquier control, donde el individuo puede ser libre, y darle el ejemplo de esa libertad incluso a aquellos que al hallarse en el centro mismo de la sociedad no pueden vivir más que de manera muy limitada la libertad. Sin esas áreas de libertad periféricas, como ocurrirá necesariamente en una Humanidad encerrada en la Tierra, la abundancia de normas terminará por empoderar hasta al infinito al gobierno mundial único en detrimento de los individuos; y esta involución es inevitable por más democrático que haya sido ese gobierno en sus inicios.
  2. En un mundo humano que se asemeja más a una prisión panóptica que a ese hogar desde cuya ventana observamos de niños el anchuroso e ilimitado mundo que se abre ante nuestras ilusiones, la ausencia de horizontes a los que dirigir la imaginación terminará por anquilosarla. De hecho, es lo que ya ocurre hoy, en este mundo en que la falta de reales expectativas para los individuos imaginativos han ido creando este establo actual, en que consumimos desde cubículos cada vez más y más pequeños, y en que el crecimiento y el desarrollo no son el resultado de la ocupación de nuevos espacios extensivos, sino por el intensivismo de economías minuciosas, más preocupadas de detalles superfluos que de verdaderas cuestiones humanas. Un mundo en que la fantasía, moribunda, no hace más que reciclar una y otra vez los productos de generaciones muy anteriores. Aquellas últimas en que ese epítome del hombre individual, el explorador, pudo enfrentarse solo valido de sus habilidades a las maravillas que siempre habitan más allá del horizonte opresivo que encierra al hombre social, ese demasiado amontonado en el centro de su sociedad.

Hoy la imaginación ha llegado a ser ese estado mecánico en que los niños repiten una y otra vez las mismas operaciones en sus juegos virtuales, a salvo en sus burbujas de seguridad; no el recurso supremo que es en verdad para enfrentar lo inesperado, para no aterrarse ante lo maravilloso.

El desarrollo solo sirve para permitirnos suplir nuestra principal necesidad: hacernos más libres, más libres no en cuanto al número de caminos abiertos ante nuestros pies, sino en cuanto a los recursos para saltar sobre lo que hoy nos constriñe, y dejar así a quienes nos siguen en la próxima generación sus propias constricciones. Es una perversión creer que consiste en hacernos cada vez más y más confortable este limitado corral de libertad negativa, que por demás cada día se nos hace más y más pequeño, en un piso en que miles de millones compartimos hacinados unos pocos metros cuadrados de superficie.

La sociedad humana siempre debe tener una última frontera. Entre límites externos estrictos, que a su vez multiplican hasta el infinito las regulaciones interhumanas, los humanos nos ahogaremos de claustrofobia; pero sobre todo por la limitación de nuestra naturaleza creadora y nuestra insaciable ansia de libertad. Por no decir que es iluso esperar que una autoridad como la que estamos obligados a establecer no se convierta con el tiempo en la peor y más totalitaria dictadura que alguna vez haya vivido la Humanidad. No en balde a un tan conspicuo amante de los totalitarismos como Fidel Castro le parecía tan imposible que alguna vez consiguiéramos dejar la Tierra: en realidad no es que no lo creyera, sino que la alternativa le resultaba tan apetecible que rechazaba con repugnancia la posibilidad de abandonar una caldera a presión en que se podría moldear la Humanidad tan al gusto de individuos como él.

Sobre la imposibilidad de los viajes a larga distancia en el espacio extraterrestre es bueno traer a colación una conocida anécdota: En sus últimos años una de las mentes más brillantes del diecinueve, William Thomson, Lord Kelvin, afirmaba que era imposible que el hombre volara algún día en una máquina de mayor densidad que la del aire. Solo un par de años, por cierto, antes de que los hermanos Wright demostraran plenamente lo contrario.

La solución a nuestras necesidades del momento es el gobierno mundial establecido con un fin prioritario, y circunstancial: concentrar nuestros recursos para comenzar la conquista de los vastos espacios fuera de la superficie de la Tierra.

Ya establecidas las primeras colonias, estas, al interactuar con la superpoblada Tierra, evitarán el totalitarismo que se cierne sobre una sociedad demasiado regulada ya no solo por el estatismo sino hasta por los consumismos de corral de oro. Lo conseguirán con su reflujo constante de “exteriores”, de colonos, que por vivir en la periferia menos regulada traerán constantemente nuevos valores que eviten los procesos de descomposición terráquea en el totalitarismo (tal vez tendrán en un principio más constricciones naturales, dadas por la necesidad de llevar la atmósfera con ellos, por ejemplo, pero sin dudas estarán miles de veces más por su cuenta de lo que cualquier contemporáneo terrícola podría a su vez).

Pero aún más importantes en esta tarea serán los exploradores. Como los occidentales que recorrieron el mundo en la modernidad, los Stanley, Magallanes, o Cook, cuyo papel en la evolución europea no ha sido todavía suficientemente reconocido, los primeros exploradores serán vitales para que el mundo que quede atrás no termine convertido en eso que Marx llamaba formación despótica asiática. Serán ellos quienes hagan renacer la fantasía, no ese sucedáneo sintético, electrónico, que por tal tenemos hoy; serán ellos quienes hagan que en nuestros niños se encienda esa ansia de amplias praderas reales, más allá de todos los horizontes, que es la única verdadera escuela del amor a la libertad: la máxima aspiración humana, la que nos hace tales.

Es un simple cálculo de invertir hoy para recoger mañana: limitaremos primero libertades al presente, libertades como la de posesión, sustituiremos el modelo económico actual, basado en el crecimiento a través de la promoción del consumo por los individuos desde confortables burbujas de libertad negativa, por una economía planificada, centralizada de guerra, en el eficiente modelo anglo-americano de la última guerra mundial, con el fin de poder volver a lanzar un programa semejante al Apolo de los sesentas del pasado siglo, solo que cien, mil veces más dotado de recursos. Un programa, o un conjunto de ellos, que nos lleven a colonizar Marte, a experimentar ingeniería planetaria en Venus, a establecer grandes colonias minero-industriales más allá de la órbita de Marte… incluso a probar con nuestros medios actuales enviar misiones centenarias a las más próximas estrellas.

Todo ello nos permitirá vivir más humanamente aquí en La Tierra, entre las estrecheces y controles que ya posiblemente nunca abandonaran a los terrícolas, pero con esa libertad que siempre se obtiene de tener un área a dónde largarnos, a dónde el hombre pueda volver a desempeñar su función de explorador, de colonizador, si es que ya el confortable corral lo ahoga.

Para ello se requiere que al menos en las tres grandes potencias globales: EEUU, Rusia y China, abandonen definitivamente el poder esas clases políticas del otro siglo, de los tiempos de la Guerra Fría. Es por sobre todo necesario que la futura clase política americana comprenda que los tiempos en que su país generaba la mitad del PIB mundial ya han pasado definitivamente, y que ya ellos solos no se bastan para los ingentes desafíos del futuro.

En cuanto a la clase empresarial, y a esa Internacional de las Transnacionales que forman muchos intelectuales relacionadas a ella desde sus “tanques pensantes”, es imprescindible que acaben de entender que si se quiere volver en algún momento futuro a disfrutar de la plena libertad de posesión, y a un libre mercado que suelen elevar a la ridícula categoría de verdad ontológica, se hace necesario abandonar por el momento ciertos derechos humanos, y volver a los crecimientos que reclaman los tiempos: los extensivos.

En cuanto al público, que es un disparate esperar la absoluta seguridad. No existe algo así como un derecho a la vida, tal derecho es un constructo humano, resultado de nuestra capacidad de transformar el medio en que vivimos y depende de la disposición de ciertas mujeres y hombres de poner en riesgo su vida por el bien general. Poner mujeres y hombres en el espacio siempre será un riesgo considerable, y no una, sino muchas misiones terminarán en el fracaso y la muerte de sus integrantes. Pero ello no debe llevar a suspender proyectos, a detener pruebas. Lo que debe ser hecho costará vidas, porque así es el vivir, y esas pérdidas no deben de impactarnos tan profundamente porque en última instancia para quienes se enrolen en tales misiones la vida no es algo que se debe guardar en la seguridad de alguna burbuja, sino un bien para gastarse en lo que debe de ser hecho.

Recordemos siempre que las últimas palabras del pionero de la aviación, Otto Lilienthal, poco antes de morir producto de un accidente aéreo, fueron: “Es necesario que haya sacrificios”.


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