Nuestra banalización del mal
Argumentar la comisión de un acto de injusticia criminal, por la necesidad de proteger una causa mayor, no trasciende sino rebaja. El fin nunca debe justificar a los medios
Cuando un escritor reconocido como Leonardo Padura coteja festinadamente la UMAP con los campos de concentración nazis diciendo que, en comparación, las UMAP eran como un campamento de verano, le hace un flaco favor a ambas tragedias y en cierta medida, banaliza ambas. Cada dolor es personal. No es lo mismo el incendio devastador que ocasiona una erupción volcánica que la casa que se quema completa por un accidente con una vela, pero la pérdida y el dolor de quienes la padecen es la misma. Se requiere insensibilidad para ignorar una desgracia porque a gran escala, palidece ante otra. O el interés de maquillar y justificar un pasado y una posición ante los hechos.
Lo mismo sucede cuando un crítico musical como Guille Vilar trata de excusar y explicar el hostigamiento a los roqueros y la censura de su música en la Cuba de los sesenta, aludiendo a la explosión del barco La Coubre. O cuando Luis Pavón o Jorge Serguera explicaban su participación en el quinquenio gris diciendo que solamente cumplían órdenes y era la norma del momento, añadiendo que todo se hacía para defender la utopía. Argumentar la comisión de un acto de injusticia criminal, por la necesidad de proteger una causa mayor no trasciende, sino rebaja. El fin nunca debe justificar a los medios. No es un simple problema ético.
Lo que Hannah Arendt en su trabajo Eichman en Jerusalén definió como la banalización del mal, no era que Eichman se presentaba como una mera pieza en el engranaje del nazismo, una pieza intercambiable, sino su total simbiosis con el mundo nazi, su ideología, sus normas racistas, que por muy inmorales que fueran, eran legales y legítimas en el mundo nazi y contaban con el apoyo de la mayoría. Eso era lo que ella percibía como el horror que se materializaba en un individuo cualquiera, sin características distinguibles. No se estaba refiriendo, como muchos interpretan equivocadamente, al pequeño nazi o al pequeño Fidel que todos llevamos dentro.
Esa banalidad se expresa en Cuba en las manifestaciones multitudinarias a las cuales los ciudadanos acuden bajo presión, pero sin obligación, legitimando así al Gobierno y sus proclamas. Como bien señala Angel Velázquez en su Totalitarismo, Cuba, Castrismo cultural y el último hombre, un libro que merece leerse con cuidado, ya que es una invitación a la reflexión seria, el castrismo utiliza el espacio donde se reúnen las masas para hacer “efectivas las victorias del pueblo y la omnipresencia del jefe”. Ese espacio reúne toda la gama social y convierte a todo participante en cómplice.
Hay una tendencia creciente en la historiografía cubana oficial, cuya aceptación crece a diario en círculos académicos europeos y americanos, en presentar los abusos del totalitarismo como algo justificado por su época y sus circunstancias. Por hacer creer que fueron errores que se cometieron por el celo de quienes luchaban por la consecución de un ideal, que peligraba ante el acecho de un enemigo cercano. O como actos extremos de jóvenes apasionados guiados por buenas intenciones.
De hecho, se está vendiendo una nostalgia por ese pasado, comparándolo con la situación actual cuyos males se achacan al surgimiento de un capitalismo incipiente que corrompe la pureza original del proyecto. Se habla de muchos culpables sin mencionar ninguno por nombre y apellido y, por supuesto, sin mencionar a los culpables mayores del cataclismo social. Los amanuenses oficialistas quieren vender confusión ante la realidad. No se explican cómo y cuándo fue que degeneró ese magnífico proyecto que fue la revolución cubana. No aceptan su complicidad y al evitar hurgar en su conciencia, venden una imagen de inocencia para simplificar las respuestas. Los viejos leones, ya sin dientes ni uñas, quieren hacer ver que padecen el mismo dolor que los corderos
Nuestra banalización del mal consiste en una victimización colectiva que no tiene victimario definido. Según estas nuevas tendencias, todos somos los inmolados de una confusión. Es la expresión de la mala fe sartreana o de la evasión de la libertad de Fromm. Pero es algo que no se debe dejar correr sin que se llame la atención sobre el fenómeno. Es el nuevo disfraz de los juglares de la corte.
Este artículo también aparece en el blog de Madigral: Diletante sin causa.
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