Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Pan y la Constitución de 1940

De cara al futuro, una guía para un justo equilibrio entre el Estado y el mercado.

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Nosotros vemos que la "defunción del mercado", elogiada por Francisco de Oráa en un conocido poema de 1970, es una verdadera catástrofe, no sólo porque implica una traumática ruptura con la tradición, sino también porque determina una rigurosa clausura del mundo. El mundo de los cubanos de la Isla es efectivamente más pequeño que el de un mexicano o un español, pues de su horizonte real han sido retiradas las peras y las uvas.

La lección de la Cambodia comunista indica claramente que la eliminación total del mercado no conduce sino a la dictadura más espantosa y la miseria más atroz. Si el mercado, como afirma Alba, destruye la "idea misma de un colectivo en el tiempo" y de un "colectivo en el espacio" —idea que, vale apuntar, no es otra cosa que la Gemeinschaft que desde los tiempos de Tönies, Chesterton y Pound centra la nostalgia reaccionaria de quienes consideran inauténtico el mundo moderno—, su defunción implica la muerte de la sociedad (Gessellchaft), en tanto colectivo abierto e individualista, determinado por una "lógica de la participación" y no por una "lógica de la pertenencia", para decirlo en los términos de Fernando Savater.

La acidez de los plátanos y los discursos de Fidel

Alba afirma que "existe una relación orgánica entre la fealdad cultural del capitalismo (el deslumbramiento por lo nuevo, el entusiasmo por el cachivache, el uniforme de la distinción) y su destructiva inmoralidad material; y, al contrario, entre la alegría austera de la sociedad cubana y su superioridad ética y democrática".

Podemos afirmar que hay una relación orgánica entre la decadencia del Mercado Único y la absoluta falta de libertades fundamentales de aquellos que allí compran; entre la ineficiencia económica del régimen de La Habana y el kitsch de la "batalla de ideas"; entre la acidez de los plátanos y los discursos de cinco horas de Fidel Castro.

La cartilla de racionamiento, en la que Carlos Fernández Liria ve la cifra del triunfo de Cuba como único baluarte de la Ilustración en el mundo de hoy, refleja justo lo contrario: una miseria que va más allá de la escasez material, alcanzando todas las dimensiones de una vida profundamente dañada. Esta relación define la doble reivindicación —política y económica— de lo que, con Agnes Heller, cabe llamar la "revolución antitotalitaria", que ojalá sea también en nuestro caso "de terciopelo".

Cuando se cumplen treinta años de una Constitución que establece que es el Partido Comunista el que debe "organizar, dirigir y controlar la actividad económica nacional" y condiciona la libertad de expresión "a los fines de la sociedad socialista", no es desacertado proponer la Constitución de 1940 como un punto de partida para convocar a una nueva asamblea constituyente en la que participen todas las fuerzas políticas del país.

"Toute restauration est révolution", reza el aforismo francés. Volver a la Constitución de 1940 implicaría no una imposible e impensable restauración del statu quo anterior, sino más bien una reconexión simbólica con una tradición democrática de cuya ruptura violenta, el 10 de marzo de 1952, la dictadura de Castro es la peor de las consecuencias.

El fuerte contenido social de esa Constitución, que recogió en parte las reivindicaciones de la Revolución del 30, puede ser una guía para conseguir un justo equilibrio entre el Estado y el mercado en un país que tendrá como herencia de la dictadura comunista una gran vulnerabilidad hacia las nefastas tentaciones del neoliberalismo.

Castro prometió en 1959 "pan y libertad para todos". No dio ni uno ni mucho menos la otra. Recordando a aquellos sans-culottes que invadieron la Convención el 12 de Germinal y el 1 de Pradial del año III al grito de "Pan y la Constitución de 1793", cabe resumir el disentimiento de la emergente sociedad civil cubana en una doble exigencia: "Pan y la Constitución de 1940".


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