Actualizado: 15/04/2024 23:17
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Debate intelectual, Intelectuales, Cuba

Parábola de la mujer y el borracho

En la medida en que Cuba comience a ser más libre, el escritor disidente u oficialista verá una disminución de su importancia extra literaria

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Fue ya hace algo más de dos décadas. Al cruzar la frontera entre Estados Unidos y Canadá, el agente de inmigración canadiense ni siquiera nos pidió los documentos a los que íbamos en el auto. Se limitó a las dos preguntas formales: si teníamos armas y drogas. Con aún menor entusiasmo se interesó por nuestras profesiones. Fue al yo responder que era escritor y periodista, cuando mostró cierto interés.

“¿Cuál es su nombre?”, dijo entonces. Tras mi respuesta, se limitó a un comentario lacónico: “Nunca lo había oído”.

Mordí el anzuelo y repliqué como un estúpido: “Eso le pasa por no saber español”.

El agente se encogió de hombros y pasamos la frontera.

Ya a estas alturas es posible dedicar unas palabras a lo que se ha reducido la problemática del escritor en Cuba y a lo que espera una vez que los hermanos Castro desaparezcan de la escena. Porque primero Fidel Castro y en mucha menor medida ahora su hermano constituyen el eje noticioso que alienta a la prensa mundial a situar a la nación caribeña entre las seis columnas reglamentarias.

No quiere decir que al poco tiempo de que ese fin ocurra desaparecerán las noticias acerca del caso cubano, pero salvo en situaciones extremas bajarán de categoría. Y el debate sobre el intelectual y la sociedad no tiene sentido alejado de la prensa.

Con menos pompa y circunstancia, la discusión quedará reducida en gran parte a una existencia que se justifica en base al éxito. Las leyes del mercado como una forma de censura.

Pienso en el programa de televisión del fallecido escritor ruso Alexandr Solzhenitsin, cancelado en Moscú debido a la carencia de televidentes; en el diario de Bujarin (¿o era de Zinoviev?) sin imprimir por el temor a la falta de lectores y la poca importancia que tienen las opiniones de los escritores norteamericanos para la opinión pública de esta nación, donde unos años atrás se comentaban más las canciones de las Dixie Chicks que las declaraciones de Norman Mailer, o en esa superficialidad creciente de la prensa —convertida cada vez más en otro amplificador frívolo de la farándula y el espectáculo que en el órgano por excelencia de información y opiniones. Veo con desconsuelo —y por qué no, cierta envidia— como los periódicos consumen su espacio o las cadenas de televisión pierden su tiempo preguntándole a un tal Dr. Phil —presentador de un programa tonto en una televisión aún más tonta en sus contenidos— qué piensa de la propuesta del aspirante presidencial Bernie Sanders sobre la enseñanza universitaria pública gratuita o lo que cree cualquiera con un programa de televisión idiota respecto a la visita del presidente Obama a Cuba. Y todo porque son “TV Personalities” y ello garantiza audiencia.

Junto al hecho de que en Estados Unidos se puede expresar libremente cualquier opinión, esté o no en desacuerdo con el gobierno de turno, hay otra verdad fundamental: los políticos saben que cualquier declaración o denuncia de los intelectuales tiene los días contados, si es que llega a los diarios. Aquí el público vive sumiso a una variedad que no admite la prolongación de cualquier acto, salvo que ser multiplique y repita en variaciones torpes, contadas de la forma más sosa: la vida como una historia contada por un idiota, todo la furia reducida a ruido. Por ello la contienda por la presidencia que vivimos en estos momentos resulta tan exitosa para la televisión y la prensa en general.

En la medida en que Cuba comience a ser más libre, el escritor disidente u oficialista verá una disminución de su importancia extra literaria.

Solo en las sociedades cerradas, no tienen cabida oficial el cinismo y la superficialidad como sustitutos de un afán intelectual —casi siempre inútil— por mejorar la sociedad. Pero más que hablar de una ventaja en estos casos, la situación puede resumirse en una culpa mayor: la imposición de la parodia disfrazada de alegato político, medidas pueriles y represión sin límites elevadas a la categoría de decretos de Estado.

Lo que ocurre en una sociedad democrática es que la necesaria libertad intelectual viene por lo general asociada a un menor interés de los centros de poder —y en última instancia de toda la sociedad— en las obras literarias y artísticas.

Este hecho no ocurre de igual forma en todos los países, pero en general se puede hablar de un proceso de parcelación cultural y social.

Como parte de ese proceso, las universidades y diversas instituciones asumen los valores de determinados grupos o consideran necesaria su divulgación, y facilitan la creación y publicación de obras literarias y artísticas, con el objetivo de distribuirlas en un circuito más o menos reducido.

Actúan como contrapartida al rechazo y desconocimiento de la cultura, en un mundo donde la lectura y la participación en actividades culturales ocupa cada vez más un lugar secundario.

Todo ello lleva a la existencia de una censura invisible: la creencia de que no vale la pena publicar una obra cuando no existen posibilidades de divulgarla y discutirla. No hay mejor imagen del infierno que el cuento del borracho con la botella sin fondo y el amante que tiene sentada en sus piernas a una mujer sin vagina: la necesidad perenne y no satisfecha: eso es el infierno. Así el castigo convierte a los condenados en algo peor: un borracho que sigue siendo borracho aunque llegó a olvidar el sabor de la bebida y un amante dedicado a un gesto estéril mientras en su memoria se pierde la sensación de humedad y tibieza femenina.

La represión gubernamental y esta censura invisible son dos problemas diferentes a los que se enfrenta cualquier creador. Pero una diferencia entre ellos es que mientras el primero a veces alcanza a los titulares de los periódicos, el segundo permanece como una carga constante —anónima e implacable— que hay que enfrentar a diario.


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