Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Pinochet, Castro y la crisis de la imaginación

Aparte de las intenciones de cada uno, ¿han empobrecido o fortalecido moralmente a sus pueblos?

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Más de una vez se han comparado las dictaduras de Fidel Castro y Augusto Pinochet, este último fallecido en diciembre pasado. Generalmente, los autores cotejan procesos de represión, colocan distinciones o las saltan, según la confesión política que se profese.

Pocos, sin embargo, observan ambos procesos desde un particular ángulo ético, que acaso permitiría responder a la siguiente pregunta: ¿terminaron por empobrecer o fortalecer moralmente a sus pueblos, con independencia de las intenciones de cada uno? Vayamos por partes.

Pinochet

Este general adquiere el poder matando a un presidente legalmente electo y, desde ese mismo instante, se gana la ojeriza de fuerzas que hasta entonces no hallaban su órbita y que a veces forcejeaban entre ellas. Con la asonada, la izquierda extrema, aunque con métodos diferentes, se unió en la lucha con los socialistas menos radicales, a la que se sumarían democristianos y socialdemócratas. A medida que se extendía el mandato militar, incluso gente sensata en la derecha resintió, aun en su fuero íntimo, la prolongación del cuartelazo.

En este sentido, Pinochet cohesionó a gran porción del país, que en batallar contra su pertinacia descubrió, en numerosos casos, el verdadero sentido de su vida. Entre ellos pronto se contarían exiliados, desaparecidos, asesinados y quienes, con el correr de los años, arribarían al poder.

La Iglesia Católica escribió, por su parte, páginas de resistencia que nadie podrá borrar de la historia de Chile. Y no sólo curas de barrio estamparon su rúbrica en aquella pelea, sino personeros de la jerarquía como el cardenal Raúl Silva Henríquez. Contingentes de pobres —como siempre— marcharon al frente de la conquista de sus derechos.

Sin duda, resulta difícil corroborar, como en una fórmula matemática, el fortalecimiento de un pueblo en el terreno ético y moral. Tal vez podríamos, sin embargo, acercarnos.

Una prueba de tal enriquecimiento sólo se entrevé con el paso del tiempo. Para allegar una idea bastaría preguntar hoy a cualquier chileno, rico o pobre, que viva en su país o en Australia, Suecia o Estados Unidos, si está orgulloso de haber combatido a Pinochet. La respuesta será invariablemente —y perdonen la rotundidad— "sí".

El golpe propició la floración moral de masas de chilenos. Fueron éstas las que, con su batalla, con su abnegación, con el poner sus vidas a disposición de un ideal, y también con su muerte, levantaron las enormes oleadas de solidaridad internacional, a las que al cabo se sumó Estados Unidos, que culminó con James Carter sancionando económicamente al aliado norteamericano de otrora.

Pero esta solidaridad arriba únicamente cuando, como en Chile, se le demuestra al usurpador que tiene oposición, que no es menuda y está dispuesta a todo. Pinochet la tuvo desde el 11 de septiembre de 1973 y concluyó cuando el nieto del general Carlos Prats le escupió el ataúd.

Recuérdense los fundamentos de sangre en que cuajó la solidaridad, de casi todo el planeta, con el pueblo sudafricano. Lamentablemente, las grandes solidaridades se han edificado siempre sobre ríos de sangre.

Castro

Si Pinochet prolongó el cuartelazo, Castro prolongaría su triunfo como suceso sin acabamiento. Sus redes de dominio policíaco y psicológico, sus cárceles y paredones fueron silenciando a los pocos que después de los primeros años se atrevieron contra su omnipotencia.

Castro logró lo que jamás imaginó Pinochet: convirtió el sentido de la libertad y la democracia en viejos cacharros, en espectros de otro mundo. La democracia representativa de nada vale —clama de antaño su política—, y hasta una orquesta popular le hizo, como a todo en Cuba, su guaracha.

Mientras con cada tropelía la dictadura de Pinochet alimentaba el fervor emancipador, Castro campeaba sobre un mar de cabezas inclinadas y continuaría campeando cuando ya esas cabezas descreen del héroe de 1959.

Quizá por la vergüenza de haberlo apoyado alguna vez, quizá por no querer verse como alguien que cambia de idea, y muchísimas veces no por temor a la represalia directa, sino a aquella semiencubierta que termina transformando a la víctima en no persona, miles de cubanos claudicaron y dejaron al tiempo —tan voluble como el azar— la solución de sus problemas.

Después del acoso y la expulsión, la Iglesia Católica en la Isla bajó también la cabeza, empezando por su jerarquía casi en pleno. No ha habido en Cuba un Silva Henríquez, a quien Pinochet tuvo siempre encima como un tábano.

Defensor inclaudicable de los derechos humanos, su efigie se alza hoy frente a la Catedral santiaguina y aparece también en una de las monedas del país, donde sólo habitan los próceres más señalados. A Cuba le faltó y le falta la voz directora, ese horcón de la nación moral que debe ser la Iglesia.


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