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Cuba, EEUU, Trump

Por el boulevard de los sueños rotos

Desde el punto de vista social, político y económico pocos imaginan en Cuba una vuelta al país que en ese sector del exilio, actualmente en extinción. aún se añora a diario

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Ya son 58 años transcurridos y no han logrado nada. Bueno, al menos en lo que dicen todos los días: el fin del régimen de La Habana. Porque en otros aspectos no se pueden negar sus éxitos. Pero esa repetición diaria de conceptos caducos solo encuentra cabida en un sector cada vez más reducido del exilio cubano de Miami.

Aunque no se puede negar su importancia como desahogo emocional. Hay que destacar esa capacidad inmutable para alimentar una ilusión.

Con los años, esa ilusión fue alejándose de su fuente de origen y adquiriendo una fisonomía propia. Desde el punto de vista social, político y económico pocos imaginan en Cuba una vuelta al país que en ese sector del exilio —actualmente en extinción— aún se añora a diario. Ese futuro en forma de pasado, que podría fulgurar sin la presencia de los hermanos Castro. Lo triste del caso es que ese pasado ya ha regresado a Cuba. Es al menos lo que se ve en sus calles. Pero no en el esplendor de los años 50 sino en la pobreza de esos mismos años.

Esta ilusión que provoca escepticismo en Washington, bromas en Madrid y una sacudida de hombros en Berlín todavía entretiene a algunos exiliados, que por otra parte no dejan, en lo personal, de garantizar su hoy y mañana: pagar impuestos e hipotecas, luchar por mantener sus trabajos y educar a sus hijos.

Son los que hablan a diario sobre el futuro de Cuba, pero pocos se arriesgan a definir el suyo de acuerdo al destino de la Isla. Ello los descalifica para participar en cualquier decisión al respecto, pero no es lo único que se los impide.

Resulta patético escucharlos aún, en las tribunas que todavía dominan. Esta última visita del presidente Donald Trump a Miami —el mismo día que reconoció que está siendo investigado— es una triste reafirmación de que, en esa algarabía que encuentra eco en la radio y televisión de la ciudad, en su cara más visible y estereotipada una parte de la comunidad exiliada sigue prisionera de la arcadia del pasado —batistiana y reaccionaria— y se limitada a las mismas justificaciones cansadas y perennes. Aunque todo ello no impide reconocerles el valor de su obsesión, y en algunos casos incluso la justeza de sus propósitos y la razón de esas apuestas que siempre han terminado perdiendo.

Tampoco hay que dejar de saludar los beneficios terapéuticos —también desde el punto de vista emocional— que para dicho grupo anquilosado representa ese renacimiento tardío que les ha proporcionado Trump a cambio de unos cuantos votos. Precio no demasiado elevado en cuanto al panorama político nacional estadounidense —la noticia del discurso de Trump apenas mencionada en la prensa que de verdad importa, opacada por los líos en crecimiento continuo de la Casa Blanca— y acompañada de figurantes intrascendentes para el futuro de Cuba.

Durante décadas también, las características del proceso electoral norteamericano les brindó la posibilidad de incidir en un futuro en que, en lo personal no se jugaban nada.

Sin embargo, a los efectos de importancia para lograr la democracia en Cuba, Trump ni siquiera decepcionó. Simplemente añadió otro apéndice inútil a un resultado anunciado. Durante mucho tiempo la política de Estados Unidos hacia el Gobierno de La Habana no se juzgó por su efectividad sino por su complacencia emocional hacia un sector de esa comunidad con derecho a voto. La paradoja era que existía un grupo numeroso de cubanos que, en cierto sentido, habían renunciado a serlo, pero no a proclamarlo: adquirido la capacidad de votar como estadounidenses, pero no de acuerdo a lo que resultaba mejor o peor para su país de adopción, sino a partir de lo que ellos creían era lo más conveniente para la nación de origen. Se convirtieron en extranjeros por conveniencia o por ideales sinceros, pero no por ello renunciaron a tratar de influir en el futuro de la patria que dejaron atrás.

Planteado en estos términos, la ecuación no resultaba por sí misma reprobable, pero no así en cuanto al desarrollo práctico.

Lo no tan meritorio ocurrió cuando esa influencia no logró guiarse por criterios espontáneos y efectivos, sino quedó en mano de vocingleros, demagogos y aprovechados, que en algunos casos incluso se valieron de la inmadurez política —la frustración y el desencanto de quienes aspiraban, pero no podían influir en los destinos de su país— para escalar posiciones políticas.

Cuando llegó un inquilino a la Casa Blanca que no respondía a los intereses estrechos de quienes no votaron por él llegó la hora del pataleo. Ese pataleo ha reverdecido con el presidente actual, que dice abrazarlos cuando en realidad ni siquiera es capaz de colocar la política hacia Cuba al mismo nivel en que la dejó el expresidente George W. Bush, y que impunemente se proclama “dialoguero” y negociador, en medio del regocijo de ese exilio que por décadas se había proclamado “intransigente”. Bush y no Castro es el gran perdedor del discurso de Trump el viernes en Miami. Un presidente que entre vítores se apropia y repite lo establecido en una ley —la Helms-Burton— que en ningún momento ha dejado de estar vigente. Pero lo más asombroso es que tanto Trump como el senador Marco Rubio y el legislador Mario Díaz Balart incorporen en su retórica la estrategia de Obama de emponderar el sector productivo privado y lo disfracen con una ampulosidad “empresarial” que la práctica es imposible de llevar a cabo.

Así que esa vuelta a la retórica de línea dura no es solo una vuelta al pasado sino una continuación del empeño demostrado por décadas, tanto por gobiernos demócratas como republicanos, de cambiar algo para todo siga igual. Ahora al menos, la definición entre lo útil y lo inútil es más clara que nunca.


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