Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Rauda cetrería de falacias

A raíz del escrito 'El intelectual y el poder en Cuba', publicado recientemente por el poeta Omar Pérez.

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Cuando pensamos que después de las intervenciones de Cintio Vitier y de Pablo Armando Fernández lo habíamos visto todo en lo que a colaboracionismo con la dictadura respecta, el poeta Omar Pérez viene a entregarnos, en el último número de la revista Mandorla, una nueva pieza de antología. “El intelectual y el poder en Cuba” resulta un escrito revelador justo en la medida en que, evitando plantear directamente el asunto en cuestión, oculta a golpe de falacia una política estatal basada por décadas en la represión y la cooptación de la intelligentsia.

Ya Omar Pérez nos ha acostumbrado en sus idiosincráticos ensayos a unos mejunjes intragables donde Martí puede confluir con Buda, Lezama con Luz y Caballero y Vitier con Deshimaru. Ahora la reivindicación de ese punto de confluencia, que no es otro que la iluminación poética, vuelve a reflejar una extraña simbiosis de cursilería New Age y complacencia hacia el castrismo. Cifra de una búsqueda espiritual trascendente de todos los sistemas, locus más allá de la dicotomía de la acción y la contemplación, cosmovisión opuesta a la crítica intelectual y a la política superficial, la poesía es aquí, más que nunca, una Gran Puta, una cortesana que, con más o menos refinamiento, termina cumpliendo su servicio.

Primera falacia. Omar Pérez relata un suceso ocurrido en Nueva York: al ver la identificación de escritor en su pasaporte, un agente del aeropuerto le pregunta qué escribe, y, una vez respondido, pregunta que qué tipo de poesía. “El diálogo de poesía y poder es siempre el mismo, independientemente de latitud y circunstancia. En segundo lugar, la situación de un poeta ante el poder en Cuba no es indiferente a su situación ante el poder de Estados Unidos de Norteamérica.”, deduce Pérez, olvidando al parecer que mucho mayores reservas que las de ese país han tenido las autoridades cubanas, que por décadas han reprimido y censurado a los poetas. Mientras Ferlinguetti y Ginsberg viajaron libremente a Cuba y en su momento celebraron la Revolución como una salida del odiado mundo burgués, en la Isla durante años acercarse a la cultura norteamericana, incluyendo, desde luego, la poesía de los beatneaks, fue considerado “diversionista”.

Segunda falacia. Cuando Omar Pérez afirma, más adelante, conocer “de primera mano la censura y otros recursos extremos de la terapia política”, suelta acto seguido que “No pueden disuadir al poeta que ha entregado su energía a superar un orden superior de la conciencia.” Contra semejante creencia, es preciso afirmar que la “terapia política” sí puede disuadir al poeta, acabar con él, asfixiarlo. Por cada héroe que produce, por cada mártir de la libertad o de la imaginación, ¿cuántos rapsodas abyectos, cuántas vocaciones tronchadas de raíz? No sólo el poeta, nadie es libre en un régimen totalitario; como ya advirtió oportunamente Orwell, la libertad interior que conserva quien vive bajo el comunismo no es sino una ilusión romántica.

Tercera falacia. “Siempre que regreso a Cuba, vuelvo intensamente a la condición política fundamental: la vida diaria. Percibo el imperativo de ordenar el discurso político y poético, no a partir de la crítica del poder constituido sino de la observación del modo de vida de las gentes, a comenzar por el mío. Entiendo que es esta observación lo que enaltece al humano en tanto ser y lo prepara para modificar la realidad.” Pero no se precisa de demasiadas luces para comprender que lo fundamentalmente político no se da en esa dimensión cotidiana que dice Pérez; la política se constituyó en las ciudades-estado helénicas hace 2500 años como una actividad esencialmente diferente de la oikonomia, la producción de los bienes que aseguran la subsistencia; el espacio de la política no es ni el hogar ni la calle ni el mercado, sino el ágora: la plaza pública.

Cambiar la critica por la observación, en lo que vendría a ser un paso de la tradición filosófica occidental, aquella donde se constituye propiamente el espacio de la política, a la oriental, justamente aquella donde la polis no es posible, no conduce, pues, a nada más que complacencia con los regímenes que, como el cubano, reprimen las libertades fundamentales. Forzando una etimología, Pérez afirma que “la crítica no es nada sin la crisis”, y de ahí pasa a sostener que la crisis del sistema de Occidente es lo que hace posible la poesía. El resultado de tan grosera cadena de razonamientos es, pues, equivalente a un barato número de prestidigitación: saca de escena a la crítica y pone en su lugar a la poesía como un mago sustituye un conejo negro por uno blanco.


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