Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Si los cubanos de mañana no desean que la nueva república se repita como tragedia o como farsa, deberán adquirir la noción de sus propios derechos.

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Había una vez un programa de la televisión cubana que se llamaba San Nicolás del Peladero. Era la caricatura de la república prerrevolucionaria que duró medio siglo. En él constaban un alcalde, Plutarco Tuero, que se las arreglaba para ser reelegido for ever, y la primera dama, Remigia, cargada de joyas y blasonando continuamente de la cultura de la que adolecía. Aparecían el jefe de la Guardia Rural, un Mario Limonta en sus mejores tiempos, y el inolvidable Éufrates del Valle, representado por Germán Pinelli, director de El Imparcial, diario que de ninguna manera hacía honores a su nombre, dado que se rendía a los pies del mejor postor, casi siempre el partido en el poder, es decir, Plutarco Tuero. También había oposición: Montelongo Cañón, un personaje ridículo y presuntamente tan nefasto como Plutarco, pero que siempre perdía, por lo que a los ojos de la mitología popular cubana era peor que el mafioso pero simpático alcalde —hijoeputa y perdedor—. El colmo de los colmos.

En sus mejores tiempos, el programa era una especie de teatro bufo en pretérito pluscuamperfecto, amenizado con música de otros tiempos, es decir, de siempre. Por entonces, a pocos cubanos se les ocurría pensar que al apagar la tele estaban asistiendo en absoluto directo al revival de aquel San Nicolás del Peladero, ni siquiera cuando el programa dejó de emitirse, quizás porque los paralelos con la realidad eran demasiado evidentes.

Pero lo impensable ha ocurrido: San Nicolás del Peladero se retransmite, pero no en la pantalla chica, sino en la pantalla grande de la realidad. Plutarco Tuero es capaz de cualquier truquimaraña para mantenerse en el poder. Las nuevas Remigia salen a la luz ataviadas con modelitos exclusivos. Murió la primera, aquella Primera Cuñada de la República que durante una visita a Estados Unidos fue entrevistada en el aeropuerto por un periodista y, al ver el giro que tomaba la conversación, apeló a sus instintos habituales y conminó a los periodistas a que le entregaran la cinta de inmediato. El reportero cubano de una cadena de Miami tuvo que recordarle que en Estados Unidos debería reprimir su instinto de alcaldesa, porque existe ese raro producto que es la libertad. Ahora tenemos a la Primera Sobrina de la República, encargada de incorporar "al proceso" a la disidencia sexual, siempre que sea amaestrable. El relajito que sea con orden. Nada de gays por cuenta propia.

El San Nicolás del Peladero real se ajusta mejor al nombre que su homólogo televisivo. Basta una visita a los mercados para corroborarlo. Dado que la realidad imita a la ficción, la oposición también es escarnecida, cuando no apaleada y encarcelada, de lo cual no da noticias, desde luego, El Imparcial parcial parcial (perdón, hay eco). Desgraciadamente, su director convence menos en escena que Pinelli.

Pero no es el único caso en que una obra de ficción destinada a ridiculizar al ancient regimen ha terminado convirtiéndose en un producto subversivo. El cuento "Estatuas sepultadas", de Antonio Benítez Rojo, fue incluido por su autor en el libro Tute de Reyes (1967), y sirvió de argumento a Tomás Gutiérrez Alea para la película Los sobrevivientes (1979). Una familia de la alta burguesía habanera tradujo su oposición al nuevo gobierno en encastillamiento tras los altos muros de su villa. Acumuló víveres en grandes cantidades y suprimió todo contacto con el exterior. A medida que transcurrían los años, mientras el mundo exterior presuntamente avanzaba, intramuros la familia iba retrocediendo en la escala histórica, hasta llegar a la esclavitud y el canibalismo. A partir del Período Especial, el país completo se convirtió en un castillo rodeado de altos muros y poblado por famélicos sobrevivientes. El propio Titón me confesó en 1993 que mientras creía filmar una comedia negra, jamás pudo suponer que se trataba de una profecía.

No es tan raro que la realidad imite a la ficción. Un joven de Indiana mató a su hermano de diez años y se confesó admirador de Dexter, ese "héroe" macarra y encantador de la serie televisiva. Otro joven, esta vez español, imitó a sus personajes predilectos de los videojuegos y, armado con una katana, asesinó a su madre, a su padre y a su hermana. Casi todos los desquiciados de este mundo tienen sus modelos en la televisión, el cine o la literatura. Algunos se creen hombres-lobos, vampiros, reencarnaciones de Napoleón o extraterrestres de vacaciones en la Tierra.

El propio Fidel Castro se ha creído, sucesivamente, Benito Mussolini, Pepe Stalin y Dios. También se ha creído demócrata, estratega militar, estadista, veterinario, economista, médico, ingeniero agrónomo, civil, eléctrico y nuclear. Sin embargo, jamás ha blasonado de ser un actor excepcional, un talento que nadie le discute. Es una lástima para la industria que Birán no quedara en California. Ahora la realidad lo ha castigado suplantándolo con un doble que él debe tratar con el desprecio displicente que se concede a una caricatura. Un Fidelito bonsái al que debe soplar al oído cada palabra, y que se comporta como un eco con faltas de ortografía. Su desempeño como presidente de repuesto resulta semejante al de aquellos muñecos de hojalata a los que era necesario darles cuerda durante cinco minutos para que caminaran tres o cuatro pasos. Y ya se sabe que el encargado de la cuerda se distrae, se dedica a escribir sobre antiguas batallitas y futuros de diseño, y se le olvida.

Es bien conocida la frase de Karl Marx según la cual la historia se repite dos veces, una como tragedia y otra como farsa. Dudo que los cubanos que habitan en la Isla este Período Especial que bien podría llamarse la Era Good Bye Lenin, consideren que es el remake en tiempo de guarachita de aquella Era del Entusiasmo, los años sesenta. El único indicio de que se trata de una farsa es que nadie se la cree, aunque estén obligados a aplaudir durante toda la función. La puesta en escena, en cambio, oscila entre la sordidez y el drama.

Revisar hoy los discursos de décadas pasadas es un acto subversivo. Comparar la felicidad prometida con la miseria real es un ejercicio pavoroso. Incluso el documento fundacional, La historia me absolverá, se ha convertido en material clasificado. En él se habla de democracia, elecciones pluripartidistas, libertades de empresa, expresión, prensa y reunión. Y lo más inquietante: se reivindica el derecho de los ciudadanos a derrocar una tiranía. La historia me absolverá no consta en los catálogos de ninguna librería de La Habana. Su distribución es tan peligrosa como la de la Declaración de los Derechos Humanos. Ambos inducen la temeraria noción de que a los ciudadanos nos asisten diferentes derechos, y ni siquiera se menciona el derecho a la resignación.

No he leído aún la letra del año, pero ya hay vaticinios en circulación de que este 2010 será el del cambio. Y ojalá que así sea, siempre que cambiemos a mejor. Yo no me atrevería a adelantar una profecía, pero creo imprescindible tomar precauciones contra un remake inevitable: el de la vieja república que entre 1902 y 1958 combinó en dosis variables la epopeya, la tragedia y la farsa. Si los cubanos de mañana no desean que la nueva república se repita como tragedia o como farsa, ni siquiera como epopeya, si aspiran a un país próspero y estable donde vivir no sea un sobresalto cotidiano, deberán adquirir la noción de sus propios derechos, y de que el poder es apenas un gracioso préstamo que conceden los ciudadanos a los políticos. La noción de que la ley es igual para todos y que la única fuente admisible de riqueza es el trabajo, el talento, la creatividad, algo que en cualquier país próspero es un lugar común. Deberán rebasar todos los vicios inducidos por medio siglo de totalitarismo diseñado para convertir a los ciudadanos en súbditos. Sé que existe una extendida incredulidad en cuanto a la capacidad de la población cubana de cambiar los viejos hábitos y hacerse cargo de su propio destino. Yo, en cambio, soy optimista. Creo en el pragmatismo y la agilidad del cubano para reaccionar a nuevas circunstancias; creo en su reserva de laboriosidad y creatividad, en su capacidad de dejar de ser meramente cubanos para convertirse en ciudadanos.


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