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Ventana del lector

Requiem por Walpole

Una de esas personas que uno sólo descubre cuando las extraña, y que por esa razón es casi siempre demasiado tarde

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Llegó como le llegan a uno las cosas buenas. Se acercó a mí por aquella época en que el teatro era una de mis aficiones de adolescente y me propuso que me fuera con él a actuar los sábados al Parque Lenin. Y así fue que cada fin de semana, nos recogía a mí y a otros jóvenes una guagüita en su casa y la pasábamos requeté bien, actuando y entreteniendo, pero también jodiendo donde quiera que fuéramos a “trabajar”. Aquel señor, de carácter alegre y paciencia a toda prueba, se divertía y nos hacía divertir, sin que apenas sintiéramos diferencias entre su edad y la nuestra.

Yo, que para entonces metía mi nariz en todo lo que rondaba a mi alcance, descubrí un día mirando la fachada de su casa, que él también pintaba. No las paredes solamente, sino grandes óleos sobre tela de saco, que yo jamás entendí qué significaban, pero que tenían colores vivos y mezclados que llamaban mi atención. Y de nuevo me fui con él, esta vez a pintar sus óleos para una exposición que preparaba por aquellos días en la galería de veintitrés y doce, en El Vedado.

Sin talento ni responsabilidad, recuerdo que le proponía cambiar los colores que él tenía concebidos de antemano en su imaginación. Pintaba a mi gusto en aquellas telas gigantes, embarrando y embarrándome, siguiendo su idea pero con plena libertad de cambiarle el color a rosado al pico de un gallo o ponerle ojos azules a un santo africano. Él siempre accedía a mis sugerencias y, a veces, hasta yo me tomaba la licencia de no molestarlo con mis intenciones y para cuando él las descubría, se reía sin malicia. Quizá de mi ingenua manera de ver el mundo a mis catorce años, o quizás porque igual el daño ya no tenía remedio y lo mejor era celebrarlo.

Era de aquellas personas que uno ni admira ni odia porque son simples como la lluvia. De esas personas que uno sólo descubre cuando las extraña y que por esa razón es casi siempre demasiado tarde. Sólo hablaba de cosas bellas. En sus palabras había lo mismo entusiasmo, que paciencia, que una naturalidad universal. No había en ellas ni inventos ni atajos escondidos en segundas intenciones y, sin embargo, a veces notaba que tampoco iban derechas. Giraban como gira el mundo y con la gracia jorobada de un arcoiris. Un día sin embargo, llegué en medio de una reunión que él tenía en su casa con otros artistas y lo descubrí en acalorada discusión, defendiendo su idea a toda costa y su lengua parecía tener el filo de un machete. Cuando notó mi presencia se calmó instantáneamente, como quien tiene una responsabilidad con el mundo, o como quien ha cometido un pecado. Así era de grande y sencillo mi amigo.

Él, al igual que su madre, tenía facilidad para los instrumentos. A veces tocaba la guitarra y otras el acordeón o una flauta de palo. Una vez lo encontré nadando en medio de su soledad. Estaba sentado en la tarde de un domingo ante el patio vacío de una escuela y por audiencia solo tenía al viento, a quien deleitaba con un violín bien afinado. Tenía la misma suerte para las mujeres que aquellos que nunca aspiran a nada y alguna vez me confesó que sólo había tenido una que lo llenó de ilusiones, pero que para entonces ya se había marchado.

Al fin llegó el día de la exposición y yo, creyéndome artista, me aparecí diligente para mostrarles a todos los colores de mis pinturas. Recuerdo que entre los invitados estaba Nicolás Guillen, aquel poeta gordito y callado que yo sólo había visto en la televisión. Hablaba con él como quien habla con un amigo y por conveniente asociación que no podría explicar me llenaba a mí de orgullo. Recuerdo que me acerqué a Nicolás y como para saber si era cierto le pregunte, ¿Tengo?, y sin sorpresa ni aspaviento, viró la cabeza y me dijo afirmativo, Tengo.

Luego de eso mi amigo y yo nos dejamos de ver. Mi curiosidad me habría llevado a otros rumbos en busca de nuevas cosas. Pintar era interesante, pero las pinturas no se movían. Yacían estáticas en sus paneles y por alguna razón siempre me recordaron las cosas muertas. Un día sin embargo alguien me dijo que Raúl Roa tenía en su oficina un óleo de aquel amigo mío y lo trajo de vuelta a mi presente. Decidí hacerle la visita pero la vida quiso lucir sus mantos de vieja anfitriona. Abrió la puerta su madre y yo, fresco como una lechuga, le pregunte por mi amigo. Ella sólo me dijo en un susurro apenado, se murió.

Solo en la Habana tenía yo él poder de hacer nublar el cielo y aquella tarde llovió. Era mi amigo diabético y se inyectaba insulina cada día. Juro que jamás dijo nada al respecto. Fue allí que creció ante mí y de un tirón la falta que ya iba dejando la ausencia de mi amigo. Cuantas cosas no le había dicho, cuanto cariño había él sembrado en mí y que ahora dejaba huérfano. Ni recordaba si alguna vez había alcanzado a darle las gracias por algo. Pensé que siempre estaría allí para cuando yo regresara. La modestia puede ser inmensa pero en su caso era diferente, él había sido totalmente inocente de ella.

Y como el recuerdo que dejan las cosas buenas, sin aspavientos ni alardes, sin complicaciones ni promesas, se quedó el recuerdo de mi amigo, simple y amable, feliz y dulcemente transparente en mi memoria, ahora, además, embarrado de una injusta tristeza que él nunca cultivó.

A la memoria del pintor Mario Walpole.


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