Rivero, Literatura Cubana, Poesía
Tres eran tres los Tres Villalobos
Raúl, el otro
Los inigualables, los verdaderos, los auténticos Tres Villalobos. Lo siento por ustedes, muchachos, que nunca jugaron en esta liga. Sigan produciendo sus toneladas de obituarios en los que Lichi se repite sin cansancio en el acto de cocinar potajes para sus amigos, pero la madre el que diga que se formó como periodista en Verde Olivo, el órgano de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, y que fue militante del Partido Comunista de Cuba por decisión personal de Fidel Castro. En fin, contaminante política aparte, la única verdad se encierra en estos tres personajes de las primeras dos fotos. (Tengo más. Para después.) El resto es coreografía. Noche del 23 de noviembre de 2005 en un patio de Miami. Raúl Rivero cumple 60 años. Los otros dos Villalobos acuden, como es debido. Norberto se ha agenciado su tabaquito. Lichi —no se dejen engañar— esconde por algún lado —bajo la silla, bajo la mesa— su prodigiosa poción de aguardiente. Nunca se conoció a Lichi sentado frente a una mesa en la que una botella no le estuviese observando. A lo cortico. Raúl, el homenajeado —más sabio que los demás—, reserva para sí una vela que proveerá la luz que tanto agradecen los santos, y una vasija que estuvo hasta el tope de chambelonas. Tercera foto: Rafaelito Andreu vino que se mataba para posar en la postalita. El bueno de Rafael Andreu (que también partió hace poco a algún limbo especial del paraíso reservado para los camarógrafos del Comité Central que en el exilio crean los video clips de Willy Chirino). Rosario Suárez «Charín», proclamada por Lichi como el amor de su vida, lo envuelve aún en su lejanía. Ya estaba sentada ahí cuando apareció Rafaelito. «Pienso mucho en ti en estos días», me dice Raúl en un mensaje electrónico. Claro, cuando un Villalobos cae, uno piensa en el que queda.
Esto lo publiqué —no recuerdo qué portal o blog lo acogió— en la fecha que se informa. Pero resulta que también a Raúl, como decíamos, le da por «irse del parque». Y ahora me veo impedido de virarme a buscar al que queda. La realidad es que el Gordo me la ha dejado en la estacada. Como él decía: Me ha dejado solo como un center field. Igual el caso de que me quieren vender un Gordo de mentira. El método de distorsión de Lichi puesto a funcionar a plena capacidad. No más un Gordo irreverente, borrachín y buscapleitos. Señoras y señores, un aplauso para el nuevo mártir. Uno que, según estos botones de muestra en los obituarios del Herald (de Miami, of course) no era la criatura obesa a punto de reventarse que fumaba y tomaba sin reposo enclaustrado durante meses en un miserable cuartucho de la Calle 8 y de donde salió por última vez hace cosa de un mes hecho un pellejo por un demoledor e incontenible bajón de peso y poseído por un ataque de delirio del que no se recuperó («Rivero falleció en un hospital de Miami este 6 de noviembre, ciudad donde pasó sus últimos años»). Qué elegante, que limpias tonalidades de una ciudad reconocida por su desprecio por los artistas que de la misma manera abandonó y dejó morir a escritores de la talla de Reinaldo Arenas, Guillermo Rosales y Heberto Padilla.
¿O tampoco Raúl era aquel demonio enfurecido que, bajo los efectos de una de sus monumentales borracheras, la emprendió a piñazos contra su mujer en la recepción de Casa de las Américas donde él esperaba que lo premiaran en el género de poesía por su libro Cantata por el Ejército Rebelde? La reyerta ocurría al unísono con sus declaraciones a voz en cuello (y ante el espanto de la distinguida concurrencia de la crema y nata de la intelectualidad latinoamericana) de que Armando Hart (ministro de Cultura a la sazón) era un bobo, y Alfredo Guevara (viceministro en la misma sazón) era (sic.) maricón. ¡Cantata por el Ejército Rebelde! Tal fue el episodio que le costó su democión de vicepresidente primero de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Vicepresidente primero. Es decir, el tipo que distribuía los Ladas de la institución, y priorizaba los títulos a publicar y, por encima de él, solo Nicolás Guillén. Fue eso, y no como argumenta el Herald, que «había abandonado la oficialista Unión de Escritores y Artistas de Cuba» en una especie de acto de rebeldía intelectual de origen nunca aclarado. (El episodio en Casa de las Américas tuvo un final que no debe eludirse. Enterado de lo que Raúl acababa de proferir al otro lado del salón, Alfredo declaró: «No lo mato porque es un poeta.»)
Por mi parte, el Raúl que yo voy a recordar es el de su época de corresponsal en la URSS, no porque tenga presente su imagen en el invierno moscovita de 1976 mientras rociaba una botella de gasolina sobre el motor de su Yigulí (versión anterior del Lada) para quebrarle la coraza de hielo y permitir que la ignición se despertara, sino por un poema que me enseñó entonces que era un poema de otro, del beatnik yanqui Paul Blackburn. En las dos primeras líneas de su pieza de cuatro, Paul se lamenta de la muerte de Roger Hornsby, el más grande bateador derecho de todos los tiempos, para continuar en las otras dos líneas con el gran poeta americano William Carlos Williams que sigue a Hornsby como objeto de los obituarios. Dios mío, decía Raúl que Paul exclamó. Y ahora tú, William Carlos William. Y con el tono de indignación que Raúl lo recitaba, como si fuera una falta de respeto de Dios y ante la cual había que alzarse en armas de inmediato, es lo mismo que yo digo ahora. Dios mío. Y ahora tú, Raúl Rivero Castañeda.
PS: Los Tres Villalobos era una serie de aventuras de la época de oro de la radio novela cubana.
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