Trump, el Rey
Trump y Pence quieren darle marcha atrás a la historia y considerar a los inmigrantes indocumentados y a sus hijos como si fueran menos que esclavos
El presidente Donald Trump ha retomado una vieja idea de campaña en los días finales antes de las elecciones legislativas: ha declarado que mediante una orden ejecutiva piensa quitarles el derecho a la nacionalidad estadounidense a los hijos de padres indocumentados, sin importar el hecho de haber nacido en este país. La propuesta puede debatirse, pero lo que resulta inadmisible es el procedimiento.
La Constitución de Estados Unidos reconoce desde hace 150 años el derecho a la ciudadanía por el hecho de nacer en suelo estadounidense. Así lo establece la Enmienda 14: “toda persona nacida o naturalizada en los Estados Unidos, y sujeta a su jurisdicción, es ciudadana de los Estados Unidos y del Estado en que resida”.
Ahora, tras más de medio siglo, el vicepresidente Mike Pence dice que la expresión “sujeta a su jurisdicción” excluye a los hijos de quienes “están ilegalmente en el país”.
El Congreso aprobó la Enmienda 14 en 1866 después de la Guerra Civil, para garantizar los derechos de ciudadanía a los afroamericanos descendientes de esclavos. La enmienda anuló una decisión de la Corte Suprema de 1857 conocida como la Decisión Dred Scott, que negaba los derechos de ciudadanía a las personas “cuyos antepasados fueron importados a los Estados Unidos y vendidos como esclavos”.
Es decir, que Trump y Pence quieren darle marcha atrás a la historia y considerar a los inmigrantes indocumentados como si fueran esclavos, o incluso menos que esclavos.
Detrás de la declaración de Trump divulgada a través de un video hay una táctica política que ya ha utilizado —por lo demás con buenos resultados durante la elección presidencial— y es avivar el debate migratorio para ganar dividendos con su base de votantes. A ello se suma su triunfo con el nombramiento del juez Brett M. Kavanaugh para la Corte Suprema.
La vía entonces queda clara para cualquier escolar sencillo: Trump emite la orden ejecutiva, de inmediato es impugnada en las cortes y se pone en marcha un proceso que culmina en el Tribunal Supremo, donde el presidente cree contar ahora con una mayoría suficiente para que se pronuncie a su favor en la interpretación sobre lo que significa “sujeta a su jurisdicción”.
El debate constitucional se reduce y el presidente —no hay que olvidar que en su toma de posesión juró “defender la Constitución”— logra una victoria política.
Estos republicanos actuales no dejan de asombrarme. Los mismos que vociferan y se rasgan las vestiduras cada vez que alguien se manifiesta contra la venta de fusiles de asalto a los ciudadanos, y lo hacen recurriendo a la Enmienda Segunda de la Constitución, que exigen se interprete al pie de la letra como un texto sagrado, ahora plantean que la Enmienda 14 de esa misma Constitución es un documento modificable, sujeto a interpretaciones, y que puede ser reformado con un simple plumazo de Trump. Porque si algo ha caracterizado por décadas a políticos y magistrados conservadores es su apego a considerar al pie de la letra el texto constitucional, algo así como un manto sagrado a la Biblia para los evangélicos.
Solo que ahora, con Trump, la Constitución parece ser no lo que dice, sino lo que él dice que dice.
Porque lo cuestionable aquí no es que se discuta la necesidad de realizar cambios o agregados constitucionales, estos se han hecho con anterioridad. Lo que llama la atención y alarma es que el presidente quiera pasar por encima del Congreso; que trate, mediante un burdo truco de omitir el procedimiento establecido para que una enmienda entre en vigor: ser propuesta a los estados, para ser aprobada por estos, por un voto de dos tercios en ambas cámaras del Congreso y ser ratificada por tres cuartos de los mismos. De lo contrario, Estados Unidos no necesitaría un presidente, alcanzaría con un rey.
Esta columna también aparece en El Nuevo Herald.
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