Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Un Chernobil tropical

Después del Ike y Gustav, la sociedad será muy diferente a la que el PCC esperaba pastorear en la fase de consolidación del raulismo.

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Los estragos causados en Cuba por los ciclones Gustav e Ike y las repercusiones que ya van perfilándose son comparables al efecto que tuvo en la Unión Soviética la explosión de la central nuclear de Chernobil en 1986.

Sin duda, el costo en vidas humanas ha sido menor en la Isla que en Ucrania: los huracanes son hoy fenómenos muy previsibles y la militarización de la sociedad cubana permite la evacuación en gran escala de las zonas más peligrosas. Pero la magnitud de la destrucción es algo nunca visto en la historia del país.

Ni siquiera en 1898, al final de las guerras de independencia, tras las secuelas de la reconcentración, los combates y las epidemias, la población tuvo que enfrentarse a una devastación comparable. Se calcula que, como mínimo, hay medio millón de personas sin hogar y buena parte de la infraestructura —carreteras, puentes, tendidos eléctricos, escuelas y hospitales— yace en el suelo.

Las cuantiosas pérdidas del sector agropecuario quizá nunca lleguen a evaluarse totalmente. La industria del níquel y el dispositivo turístico —dos de los pilares de la economía, junto con el petróleo que envía Hugo Chávez y las remesas de los cubanos del exterior— también sufrieron daños importantes.

A plazo medio, esta situación puede tener consecuencias económicas y sociales tan radioactivas como los isótopos que se escaparon del reactor ucraniano. Las catástrofes de esa envergadura suelen operar como un revulsivo sobre las sociedades cerradas y semitotalitarias, ya sean de perfil nacional-revolucionario (caso cubano) o de tipo imperial-burocrático (caso soviético).

La crudeza de los mecanismos de control, la ineficacia del centralismo económico, la inepcia de la administración, la inadecuación de las decisiones en materia de infraestructura, vivienda y defensa, y el despilfarro en actividades suntuarias o propagandísticas se ven súbitamente bajo una luz nueva, inusual: la ayuda prometida no llega, el gobierno sube los precios en medio de la crisis, el presidente no aparece por las zonas afectadas y la prensa sigue repitiendo las consignas gastadas y el triunfalismo bobo de siempre.

La gente empieza a preguntarse si no hubiera sido más sensato emplear en la reparación de casas y puentes una parte del cemento que se malgastó en refugios antiaéreos y si los éxitos olímpicos justifican los enormes recursos gastados en alimentar, vestir, calzar y entrenar durante medio siglo a decenas de miles de atletas en centros especializados.

Además, las repercusiones van a dejarse sentir durante un período muy prolongado y a incidir en aspectos particularmente sensibles de la realidad cotidiana. La emigración, la crisis demográfica, la escasa productividad y la carestía de la vida se verán agravadas tanto por la devastación que causaron las aguas y el viento como por la incapacidad del sistema para gestionar apropiadamente la crisis.

Dos opciones

Ante esta destrucción sin precedentes, el gobierno de Raúl Castro tiene dos opciones. La primera consiste en seguir como hasta ahora y afrontar con sus propios medios y métodos habituales la tarea de la reconstrucción. En el mejor de los casos, al cabo de incalculables sufrimientos, esa estrategia permitirá acoger en albergues colectivos a los cientos de miles de damnificados y darles de comer malamente dos veces al día. Pero el PIB disminuirá mucho y las condiciones de vida de la mayoría retrocederán a lo que eran a principios de los años de 1990, tras el naufragio del mundo soviético, o incluso a niveles inferiores.

Ese camino lleva al deterioro económico continuo, al "Mariel en cámara lenta" y, con toda probabilidad, al estallido social.

La segunda sería la de abrir de manera total y sincera el país a la ayuda exterior, principalmente a la de Estados Unidos y la comunidad cubana exiliada/emigrada. Esta política no sólo facilitaría el auxilio de emergencia a los damnificados, sino que permitiría la entrada de los recursos y capitales indispensables para la reconstrucción ulterior. Por desgracia, los síntomas vigentes indican que por ahora prevalecerá la política numantina del búnker, la policía política y la propaganda rimbombante.

Pero cualquiera que sea la decisión del gobierno cubano, la sociedad que saldrá de esta etapa será muy diferente de la que existió hasta agosto pasado y, desde luego, muy distinta también de la que los jerarcas del Partido Comunista esperaban pastorear en la fase de consolidación del raulismo. Dentro de algunos años, quizá se verá con más claridad que el parto del postcastrismo en Cuba no comenzó con la enfermedad que casi mató al Comandante en Jefe en 2006, ni con la sucesión dinástica a favor de su hermano menor, sino con el par de ciclones de nombre escandinavo que arrasaron la Isla este verano.

Al ex presidente Ramón Grau San Martín se le atribuye un comentario rotundo sobre una frase que Fidel Castro tomó prestada del Mein Kampf de Adolfo Hitler —sin citar jamás la fuente, por supuesto. Cuando en 1959 el caudillo victorioso repetía en la televisión su latiguillo favorito de "la Historia me absolverá", cuentan que Grau dijo ante sus amigos: "Sí, la Historia te absolverá, pero la Geografía te condena".

Sin duda el anciano político pensaba más en la cercanía de Estados Unidos que en la condición tropical de la Isla. Pero, en cualquier caso, su observación adquiere hoy un sentido terriblemente profético. La conjunción del mesianismo totalitario y el fátum geográfico está a punto de cancelar toda esperanza de que un día Cuba logre recuperar la libertad y la prosperidad que conoció en la era republicana.


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