Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Un fallido asalto al cielo

Miente para sobrevivir y viola las leyes para alcanzar prosperidad. ¿Es este el hombre nuevo creado por el castrismo?

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Cuando el 8 de enero de 1959 el Ejército Rebelde entró en La Habana para hacer efectivo el triunfo de la revolución, los cubanos —la abrumadora mayoría— pensaron que habían tomado el cielo por asalto.

Llena de muchas promesas y de más esperanzas nació la revolución más abrumadoramente apoyada de la historia, que contó en sus inicios con muy pocos enemigos: era tan necesaria la transformación de las bases de convivencia y el adecentamiento de la vida pública, que sólo algunas culpas inconfesables y el apego a los más mezquinos intereses podían guiar la oposición o el enfrentamiento a la revolución naciente.

Cuarenta y siete años hace ahora que entraron los barbudos en La Habana y la esperanza en el alma de los cubanos, tiempo suficiente para hacer un balance lo más objetivo posible de este proceso histórico, de seguro el más amado y denostado de la época contemporánea. Pero estas líneas no pretenden hacer un balance político.

No voy a hablar de la supresión de las libertades individuales y del juego democrático, ni del desprecio por el derecho a la vida, la corporativización de la sociedad, la represión o el interminable presidio político.

No voy a hacer un balance económico, ni referirme a la irremediable liquidación de las tradicionales bases productivas del país, ni a los costosos y siempre fallidos experimentos, ni al centralismo estatista, el retraso y la escasez. No me propongo hacer un balance sociológico, ni voy a describir la separación de las familias, la conversión de un país de inmigrantes en una tierra de emigrantes y exiliados, la subversión o pérdida de valores, el resurgimiento de la prostitución, el tráfico y consumo de drogas, la marginalidad, la baja natalidad o los altos índices de criminalidad y suicidios.

Balance ético-moral

Haré un balance ético-moral de este casi medio siglo de experimento revolucionario, supuestamente destinado a enaltecer al individuo, a formar el "hombre nuevo", capaz de los mayores sacrificios y realizaciones.

Resulta que el propósito declarado del alto liderazgo de utilizar un mecanismo tecnológico, creado para facilitar la agitada vida del hombre moderno, con el fin de vigilar y perseguir hasta al último de los conductores de vehículos de subordinación estatal —por ser presuntos comisores del extendido delito de desvío de recursos—, no puede menos que llevar a un análisis: según el discurso oficial, tantas veces repetido, la Cuba prerrevolucionaria era el escenario de los peores patrones y referentes éticos, morales y sociales, donde primaban las desigualdades y la discriminación y exclusión de los sectores menos favorecidos, cuadro que se agravaba con las reiteradas prácticas venales y corruptas de las clases políticas.

Lo paradójico y llamativo es que de esa especie de infierno social salieron las personas que, después del triunfo de la revolución, enviaron a sus hijos adolescentes a alfabetizar a las montañas o a manejar armas antiaéreas; los cubanos que mostraron el desprendimiento altruista de entregar parte de su patrimonio familiar a las arcas del nuevo proyecto e incluso admitieron ser despojados de sus capitales, en aras de alcanzar nuevos y mejores horizontes para todos.


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