Actualizado: 28/03/2024 20:07
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OPINIÓN

Una casa en Coyoacán

El asesinato de Trotsky en México. Una historia de intriga y horror en la que el nombre de Cuba aparece más de una vez.

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El destino de Ramón Mercader

Mercader tuvo suerte en el cine al ser representado en la pantalla por Alain Delon —en una cinta que no es de las mejores de Losey—, pero no en la vida. Al salir de la cárcel mexicana, tras cumplir una condena de veinte años, viajó a Cuba en 1960, de paso hacia Moscú vía Praga. En la URSS recibió la condecoración de Héroe de la Unión Soviética y fue reverenciado por la KGB, pero nunca logró ingresar al Partido Comunista.

Luego regresó a la Isla a mediados de los años setenta. Allí vivió, en el bario del Vedado, hasta su muerte en 1978. Dejó su bastón en herencia al cineasta cubano Tomás Gutiérrez Alea, y este lo utilizó en los últimos años de su vida. Está enterrado en Moscú, pero no en las murallas del Kremlin, como le hubiera gustado a él y a su madre cubana. La tumba de aquel que se valió de la persuasión, su figura y varias identidades se identifica por un nombre corriente y un apellido ajeno: Ramón López.

La madre del asesino tuvo —si se quiere— un destino más favorable. Al menos está enterrada en su patria. Sin embargo, pese a que nació en Santiago de Cuba, descansa —aquí esta expresión común carece incluso más de sentido— en el cementerio de Colón, en La Habana. Aunque al final poco debió importarle podrirse en cualquier parte, porque siempre vivió condenada al resentimiento.

Pese a todo, disfrutó de una vejez mejor que la de su hijo. Caridad Mercader —a la cual se le atribuye inculcarle a este la fe revolucionaria y el odio despiadado— fue durante varios años la recepcionista de la embajada cubana en París. El compositor y ex embajador Harold Gramatges la evoca en Asaltar los cielos. Guillermo Cabrera Infante narra en Mea Cuba cómo esa "vieja seca y desagradable" servía de portera a los trotskistas ingleses y alemanes, quienes venían "a buscar su visa cubana y ninguno siquiera sospechaba que quien le abría la puerta era la autora intelectual del asesinato de Trotsky".

No había sólo ironía en tener a Caridad Mercader en una embajada del régimen. Los trotskistas nunca fueron bien recibidos en la Isla y más de un cubano terminó en la cárcel por manifestar —siquiera en grupos reducidos— el menor contagio con un pensamiento catalogado de herejía por la escolástica soviética y de sumamente peligroso por los órganos represivos.

La mano del asesino

Sólo hay un hecho que puede considerarse de justicia hacia el líder revolucionario, en tantos años del régimen de Fidel Castro. Le ocurrió a un mexicano. El muralista estalinista David Alfaro Siqueiros —quien tuvo a su cargo el primer atentado contra el exiliado ruso: los impactos de los proyectiles permanecen en los muros de la vivienda— recibió al menos parte del castigo que merecía. De visita en La Habana por el Salón de Mayo de 1967, Siqueiros sufrió una paliza propinada por un grupo de pintores extranjeros simpatizantes de Trotsky, entre ellos el chileno Roberto Sebastián Matta.

Hace unos años, de regreso de México, Sara y yo llevamos a enmarcar un cartel traído de la Casa Museo León Trotsky. El empleado todavía se empeñaba en ajustar cristal y marco, cuando casualmente —¿o fue otro golpe, esta vez del destino?: los fantasmas que conocieron el poder persiguen ciertas simetrías— nos encontramos con un ex coronel de la Seguridad del Estado, exiliado en Miami. "Trotsky", nos dijo el ex oficial, que ahora vive discretamente en esta ciudad y se gana la vida honradamente en una labor alejada del bullicio político. "Yo fui uno de los que fue al aeropuerto a recibir a su asesino". El criminal recordado sólo por la importancia de su víctima.

"Vimos venir sonriente a un hombre corpulento, de impecable uniforme y cuartelera azul marina que nos tendió la mano. Después supe que Frank Jacson o Jacques Mornard o Ramón Mercader, a quien había yo saludado con una sonrisa, no era sino el asesino de Trotsky y me dio horror su mano en la mía, la lavé y la lavé a grandes aguas y comprendí a Lady Macbeth mejor que nunca".

Así describe Elena Poniatowska su encuentro con Mercader en la prisión mexicana de Lecumberri. Dar la mano a un asesino. Sólo queda la esperanza de poder limpiarla lo más rápido posible, aunque no se puede borrar lo ocurrido. El grito de Trotsky —la punta del piolet perforando su cabeza— aún retumba en la casa de Coyoacán.


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