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México, Elecciones 2012

Voto por el país que me da cobijo

Reafirmé mi mexicanidad. Revalidé mis afectos por esta tierra de sabores espirituales y perpetuos

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Lo primero que hice cuando arribé a México, hace más de 30 años, fue leerme dos libros: El perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos, y El laberintode la soledad, de Octavio Paz. Comprendí mejor, a partir de esos estudios, a la nación que había escogido para vivir el resto de mis jornadas. El Pachuco, los embozos, los hijos de la Malinche, chingón/agachado, santos, muertos, voluntad vital, soledad... México sigue siendo una cellisca sobre mi espalda: presencia en mis gestos más íntimos. “Dos patria tengo yo: Cuba y México. ¿O son una las dos?”, parafraseo a José Martí, el cubano que amaba a México con bríos y encontró a un aliado en la figura de Manuel Mercado. “México es tierra de refugio donde el peregrino ha hallado hermano”, apuntó el apóstol de la independencia cubana en una de sus crónicas en la Revista Universal, del México de finales del siglo XIX.

Decidí hacerme ciudadano mexicano cuando una muchacha de ojos tenues, pelo negro lacio sobre los hombros, piel blanda color canela y sonrisa pulcra, xalapeña en la neblina de cada amanecer, me acurrucó en su pecho y me llevó a los ancladeros de los barcos, a recorrer el malecón, a rastrear de nuevo la sal de las escamas de los peces y a despeinarme en la furia de la brisa marina del puerto de Veracruz. El amor me impulsó a escoger patria, exiliado andaba sin cuadrantes ni meridianos, añorando una Habana que parecía perdida en los tumbos de la tristeza. Me aprendí el Himno Nacional Mexicano y en Tlatelolco, entre piedras volcánicas y nichos, germiné otra vez con sangre renovada de Jaguar de Calmécac inyectándome los ojos. Recibí una tarde de septiembre de 1980 mi Carta de Naturalización: nueva inscripción de nacimiento, talismán de amores que exhibo enmarcado en la sala de mi departamento.

Voté por primera vez, de verdad —las pocas veces que lo hice en la Cuba castrista todo era un simulacro—, el 4 de julio de 1982 y nunca olvido ese domingo de sol tibio y regocijo en mis ojos. Entré, con mis boletas para elegir presidente, diputados federales y senadores, a la “soledad patriótica” de la mampara y decidí mi voto de acuerdo a mis preferencias políticas. Esa vez ganó el candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Miguel de la Madrid, me llamó la atención el debate postelectoral y los ataques de los opositores en contra del presidente electo. En Cuba eso era impensable. Me iniciaba en la democracia y en el ejercicio de la libertad de expresión.

He seguido practicando mi derecho al voto en 1985, 1988, 1991, 1994, 1997, 2000, 2003, 2006 y 2009. En 1997 participé en las primeras elecciones para elegir al Jefe de gobierno de la ciudad donde amo, duermo, escribo y respiro, el Distrito Federal, las cuales dominó el candidato de izquierda Cuauhtémoc Cárdenas: se vislumbraba un renacer democrático que tuvo culminación en el 2000 con la llegada del derechista Partido Acción Nacional(PAN) a la presidencia de la república.

Fui testigo de las elecciones más reñidas en la historia de México. La usurpación de la Cámara de Diputados por parte de los diputados de izquierda y la toma de protesta de Felipe Calderón entre empujones y gritos aquel incierto primero de diciembre de 2006. Los mítines exacerbados del candidato de la coalición de izquierda perdedor, Andrés Manuel López Obrador, y su “gobierno legítimo” instalado en la plaza cívica de la capital. La Avenida Reforma, una de las arterias viales más importante de la capital mexicana, hurtada por sus simpatizantes y el país dividido en dos: polarizado entre la extrema izquierda y la derecha, con un PRI perdedor relegado a un tercer lugar en las preferencias electorales.

Reafirmé mi mexicanidad. Revalidé mis afectos por esta tierra de sabores espirituales y perpetuos. Violencia: más de 50 mil muertos que me duelen, mis hijas, mis alumnos y mis amigos más entrañables son mexicanos. Un sexenio de rispidez política en los bordes del odio y el narcotráfico controlando las actividades económicas, casi dueño del país.

El domingo primero de julio volví a hacer uso de mi derecho al voto. Mi vecino oaxaqueño me tocó la puerta temprano: “Dale cubano no te hagas menso y vamos a votar”. “Espérate istmeño, no te confundas, mexicano naturalizado y a mucha honra”, le riposté. Nunca había sentido tantos fervores para cumplir con ese derecho ciudadano que México me ha concedido. Más que otras veces, sentí que mi voto era necesario. Nominé por el cambio en el país que me hizo su hijo y me ha dado abrigo durante más de 30 años. En la puerta de salida me encontré con una ex alumna: “Estoy de observadora voluntaria. Me da gusto verlo votando, profe”. La miré directo a los ojos y le dije: “No sabes el placer que sentí cuando crucé las boletas. Si algo agradezco a México, entre tantas cosas, es esta ocasión patriótica que en Cuba nunca tuve: ejercer mi voto libremente”.


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