Y ahora… nada
Una ironía del destino es que quien redujo el consumo de sus súbditos a niveles de supervivencia haya muerto justamente un Black Friday, la fiesta del consumo
Desde que salí de Cuba, en 1994, la pregunta que más veces me han formulado es ¿qué pasará cuando muera Fidel Castro? Desde entonces han sido muchas las posibles respuestas, hasta llegar a la noche de hoy en que ocurrió lo que García Márquez, su gran amigo, llamaría Crónica de una muerte anunciada.
Cuando se vio obligado a abandonar en 2006 lo único que amó en esta vida, el poder, comenzó una década de agonía, aderezada con sus “Reflexiones”, donde el político brillante que imantaba a las multitudes y seducía a una buena parte de la progresía mundial, demostró, palabra a palabra, su imparable deterioro intelectual. Posiblemente no haya en la historia universal un registro tan minucioso del retroceso mental, materia de estudio para los psicólogos del porvenir.
Instalado desde siempre en la desmesura, el hombre que no dudaba en cometer discursos de seis o siete horas, el que instó a Kruschov, desde una pequeña isla, a iniciar el apocalipsis nuclear, sufrió una agonía también desmedida y la peor de sus pesadillas: contemplar su progresivo viaje hacia la intrascendencia, como ese antiguo mueble que heredamos de los abuelos y que nadie sabe dónde poner cuando empezamos a cambiar la decoración de la casa.
Una ironía del destino es que quien redujo el consumo de sus súbditos a niveles de supervivencia haya muerto justamente un Black Friday, la fiesta del consumo, como si su deceso colaborara en la venta de periódicos y especiales noticiosos con sus interminables cuotas de publicidad. Su muerte, que acapara hoy las portadas de todos los periódicos, comparte protagonismo con las ofertas especiales de Amazon, Walmart y El Corte Inglés.
Posiblemente a esta hora de la madrugada se estarán descorchando botellas largo tiempo añejadas en algunas casas cubanas (de cualquier geografía) y en otras (de cualquier geografía) se llorará la partida del Querido Líder, para decirlo en términos norcoreanos. Un suceso que quince años atrás habría sido inquietante, o que plantearía incógnitas difíciles de responder, es hoy intrascendente.
Si alguien me preguntara hoy que pasará cuando muera Fidel Castro, le respondería, sencillamente, nada. En realidad, Fidel Castro lleva muerto al menos un lustro. Como en el caso de Lenin, lo que quedaba de él era un cuerpo momificado y una serie de manuscritos que, en la mejor tradición de los escritores y sus viudas, seguían rescatando de las papeleras en un intento de rentabilizar al difunto, si no económica, al menos políticamente.
Cuando era pequeño, mi hijo llamaba al televisor “La casa de Fidel Castro”. En su ingenuidad (que quizás fuera una precoz sabiduría) creía que aquel señor barbado que hablaba sin cesar vivía dentro de la caja. Eso es Fidel Castro para el 70 % de los cubanos que han crecido con su imagen omnipresente, aunque poco a poco su influencia ideológica se fuera reduciendo a la de otros elementos del paisaje como las palmas reales, las ceibas o el marabú.
Si de nuevo alguien me preguntara qué pasará cuando muera Fidel Castro y no se conformara con un simple “nada”, y exigiera explicaciones, le aclararía que durante los últimos años su hermano Raúl se ha encargado de ir desmontando pieza a pieza el sistema de subordinación absoluta a su persona que caracterizó el reinado de Fidel. Porque este último decenio ha sido un lento y dubitativo retorno al capitalismo de 1958, aunque sin su eficiencia, y con la pretensión de conservar el monopolio del poder, eso sí, al mejor estilo familiar.
La única pregunta que nos queda por responder, y es algo de lo que nos enteraremos en los próximos meses, es si los retrocesos, indecisiones y timidez de las reformas raulistas ocurrieron motu propio o por intersección divina, es decir, de su hermano, quien, aun agonizante, seguía siendo el ángel tutelar del eterno secundario. Es decir, lo único importante que ocurrirá tras la muerte de Fidel Castro en que sabremos, por fin, quién es verdaderamente Raúl Castro (aunque ya lo sospechemos).
Tanto sus enemigos acérrimos como su club de fans coincidirán en que Fidel Castro ocupa ya un lugar en la historia del siglo XX, aunque quizás no sea el sitio que él habría deseado. Tiempo al tiempo, la historia suele colocar a cada uno en su lugar. También coincidirán, amigos y enemigos, en que sin Fidel Castro Cuba sería menos conocida internacionalmente y los cubanos, posiblemente, más felices.
Sus incondicionales situarán entre sus éxitos los sistemas de enseñanza y salud que acogen a toda la población, y culparán de su actual declive al imperialismo o al clima. Sus críticos alegarán que los cubanos no siempre estamos estudiando o enfermos.
Otros legados de su mandato son una policía política extraordinariamente eficiente, el récord de longevidad entre las dictaduras de un continente pródigo en dictaduras y la universalización de lo cubano: dos millones, la quinta parte de los cubanos que pueblan el planeta, habita fuera de la Isla que un día fue el primer exportador mundial de azúcar y hoy es solo el primer exportador mundial de cubanos.
Todo panegírico relaciona in extenso las obras y virtudes del finado, y este texto no podría ser menos, aunque los lectores me permitirán autocitarme. El 31 de octubre de 2007 publiqué en la revista Letras libres un artículo que se refería, justamente, al legado de Fidel Castro: “El ego como arquitectura”.
En ese artículo decía que Fidel Castro compartió rasgos con muchos de sus homólogos: histriónico como Mussolini, a quien recuerda en su oratoria enfática, repetitiva y didáctica; tenía una noción mesiánica equivalente a la de Hitler; como Stalin, carecía de escrúpulos y estaba dispuesto a cualquier desmán para conservar el poder; fue tan hábil en el arte de la intriga y en tejer su propia leyenda como Mao, y, además, ejerció de líder planetario, síndrome que raras veces ataca a los caciques de naciones pequeñas.
Sin embargo, a pesar de que durante medio siglo dispuso a su albedrío del presupuesto de la nación y de las ayudas internacionales, cuantiosas durante la mitad de su reinado, más que como un constructor, Fidel Castro se comportó como una brigada de demoliciones encargada de derribar las ciudades, especialmente La Habana, con la perseverancia de un Pol Pot en tempo de bolero.
Ni siquiera, como sus amigos Saddam o Gadaffi, Fidel Castro levantó sus propios palacios. Prefirió ocupar y remodelar las mansiones abandonadas por la burguesía en fuga. Es cierto que se han edificado insultos urbanísticos, al estilo de Alamar, en casi todas las provincias, y que muchos podrían defender con sobradas razones su carácter emblemático, pero yo soy más piadoso y prefiero pasarlos por alto. Por otra parte, la restauración selectiva de La Habana Vieja es apenas la (presunta) recuperación de una memoria arquitectónica colonial, no solo ajena, sino en franco contraste con la (presunta) ideología revolucionaria. Los Chevrolets y Cadillacs de los 50 que ruedan por esas calles redondean una escenografía al servicio de los turistas, quienes se sumergen en un espacio virtual donde la Revolución no ha llegado ni, invocando a Carlos Puebla, el “Comandante mandó a parar” y donde, por tanto, no “se acabó la diversión”. El espejismo no prueba la existencia del oasis. Ningún turista, desde luego, aceptaría un tour por los centrales azucareros desmantelados, por las escuelas en el campo, como barcos clónicos encallados en los naranjales, o la visita a los restos fósiles de la central atómica de Juraguá, que nunca procesó (para nuestro alivio) un gramo de uranio. La Revolución que en su día vendió sobre planos la arquitectura del porvenir, ofrece ahora al contado un pasado de diseño.
Durante medio siglo, Fidel Castro dilapidó enormes sumas en costear una agenda política de gran potencia —promover la insurgencia, comprar conciencias y perpetrar invasiones en tres continentes. Lo que quedaba, se destinó a una industrialización dependiente y obsoleta de nacimiento, y a desarbolar el país para convertirlo en un megalatifundio agrícola que, a pesar de las inversiones en maquinaria y productos químicos, nunca satisfizo la demanda. La universalización de la enseñanza, la atención médica y la hipertrofia militar son los grandes rubros del país. Pero el esmirriado cuerpo de la nación es incapaz de sostener una cabeza hidrocefálica y unos puños como mandarrias de cinco kilos. Mientras, las ciudades han involucionado hacia ruinas sin la grandeza del Coliseo romano. Pero la indigencia arquitectónica no se debe a la falta de medios. El líder cubano disponía de una contabilidad paralela que sufragaba sus caprichos: batallas de ideas, rescate de Elianes, campañas internacionales, e incluso, a fines de los 80, construir todo un polo científico con varios centros de investigación sin, como se dijo, “afectar el presupuesto nacional” —las arcas del Comandante se nutrían de la divina providencia.
¿Fue acaso voluntad de Fidel Castro, político narcisista, prendado de su propia imagen, legar a la posteridad un paisaje de ruinas? La respuesta, como los buenos cócteles, puede tener varios ingredientes.
El primero, su odio a una alta sociedad habanera que nunca lo aceptó como a un igual y que desapareció rumbo al Norte abandonando la ciudad a su merced. Y Fidel Castro no perdona. Ni a una ciudad a la que pretendió, incluso, arrebatar la capitalidad del país. Ni a un antiguo camarada que decidió abandonar el séquito de incondicionales —Huber Matos, Mario Chanes de Armas—; ni al que demuestre la incompetencia del líder —Arnaldo Ochoa, estratega que ganó la guerra de Angola desoyendo las instrucciones de Castro; el ministro del Azúcar Orlando Borrego, tras vaticinar en 1970 el fracaso de la Zafra de los Diez Millones—; ni al carismático que robe cámara y protagonismo a la prima donna —Camilo Cienfuegos, Ernesto Guevara—; ni a un jefe de Estado que no le conceda la jerarquía que él mismo se atribuye —Eisenhower, Kruschov—; ni siquiera a un médico, un escritor o un deportista que “deserte” del cuartelillo nacional. No es raro que no perdonara a una Habana pecadora y frívola, pero donde los combatientes clandestinos, y no los guerrilleros de la Sierra, donaron la mayor cuota de mártires.
El segundo ingrediente es su condición de no-estadista. Hitler soñaba con mil años de Tercer Reich, aun sin su presencia, y Albert Speer diseñó la capital del imperio. Fidel Castro desmanteló el Estado republicano y, como nunca estuvo dispuesto a someter su poder personal al imperio de instituciones que lo limitarían, se resistió a crear una estructura institucional, ni siquiera para que perpetúe su régimen. Fue, eso sí, un político atento a la conservación del poder absoluto a costa de la felicidad y el bienestar de los cubanos; a costa de abolir y luego trucar la democracia. Optó por el voluntarismo y la improvisación como leyes supremas de la república, con periódicos cambios de rumbo: obras a medias, proyectos inconclusos, imposible planificación a largo plazo, recursos al servicio de la política o de la “iluminación” de turno. Disfrutó del poder más absoluto hoy, ahora, y si no edificó el porvenir fue porque siempre lo supo un territorio ingobernable.
El último componente del cóctel es la inflación de su ego. Desde muy temprano, Cuba no fue su objetivo, sino su plataforma de despegue internacional. La tribuna desde donde proyectar sus ambiciones, primero, continentales, y luego, universales. Cuba fue, también, su alcancía —fondos propios o depositados por los “países hermanos”, desde la Unión Soviética hasta Venezuela— para costear su agenda de gran potencia: un servicio de inteligencia y de relaciones internacionales hipertrofiados; la adquisición de intelectuales, sindicalistas, políticos e incluso gobiernos dóciles; la promoción de la insurgencia; la implementación de campañas internacionales, y, llegado el caso, las invasiones —armadas y desarmadas— para crear o consolidar zonas de influencia.
Fidel Castro comenzó a edificar el monumento a sí mismo en la mente de los cubanos pero, en la medida que se fueron desencantando —hasta el punto de aguardar su muerte como quien espera a que escampe la Historia, venga la inclemencia que venga—, exportó la obra a la mente de una extensa y difuminada red de fans que rentabiliza su discurso reivindicativo sin padecer su práctica totalitaria. Construyó un poder que rebasaba con mucho los límites de la Isla, y una imagen, una mitología, cuidadas hasta el detalle. Ese ha sido, con diferencia, el mayor éxito de su mandato. Arquitecto de su propio ego, Fidel Castro es la única obra perdurable de Fidel Castro.
Google arroja 23.400.000 entradas para “Fidel Castro”; cinco veces más que las de “Gorbachev” (4.810.000) y veinticinco veces más que las de “Mao Zedong” (641.000). Aunque todavía es superado con creces por los 36.000.000 de entradas de “Stalin”.
El Comandante no ha legado un zigurat ni una pirámide, ni un museo monumental o una torre emblemática, ni la configuración institucional de un país, ni un ideario o un Manual de Instrucciones para los fidelistas del porvenir —no hay Libro Rojo, ni Idea Juche, ni ¿Qué hacer? leninista, ni Mein Kampf—. Su programático alegato, La historia me absolverá, ya no se reedita, y sus infinitos discursos, acompasados a los vaivenes de la coyuntura política, se han convertido en arte efímero, y algunos están clasificados como lectura restringida, herética, en la hemeroteca nacional. Si acaso, aunque menguante en su vigencia, la única obra publicada por Fidel Castro que se ha perpetuado hasta nuestros días es la Libreta de Abastecimientos, el documento más emblemático de este medio siglo.
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