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EEUU, Trump, Washington

Yo me pregunto cómo aceptar a Trump

Sobre un artículo del escritor y periodista Andrés Reynaldo publicado en El Nuevo Herald

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He leído, con el mismo placer que siempre lo hago, un artículo del periodista Andrés Reynaldo en El Nuevo Herald de Miami titulado “¿Y todavía se pregunta por qué salió Trump?”

Es el segundo artículo —y muy bien escritos ambos, por cierto— en esa publicación, en que el autor de manera más o menos explícita declara su filiación en la política americana; trumpista, diría él; trumpera, digo yo.

En este último trabajo, pues hay un llamado a la coherencia y la resignación ante la realidad de que Trump es, de los Estados Unidos de América, el presidente (precisamente por coherencia no puedo usar una mayúscula, y ofrezco mis disculpas por ello). Artículo dirigido, me percato, a los que se golpean la cabeza con la pared, a la vez que se desgarran blusas, camisas y ropa interior, dejando ver su desnudez moteada de cosa lamentablemente ideológica.

Pero no porque el mensaje del artículo de marras sea tan personalizado es necesariamente impecable. Que de repente, mientras uno lee, siente que esa convocatoria a la aceptación y resignación se parece demasiado, y a la vez, al sermón dominical y a la arenga en la Plaza. Y no quiero decir con ello que el autor comulgue con una cosa o la otra. No lo conozco. Solo lo leo.

La resignación entonces no es asunto que yo comparta, y tampoco lo es aceptar que Trump sea “una opción de futuro”.

Se sabe, y me atrevo a pensar que quizás el autor también así lo considere aunque no lo escriba, que Trump es, si acaso, un accidente sociológico electo de manera legítima por menos de la mitad de los votantes de un país escindido en dos facciones profundamente politizadas; Trump, que es una consecuencia, entre otras cosas —porque también se sabe que es en primer lugar un engendro de la miopía demócrata— de la pasión por el espectáculo tan íntimamente imbricada en las preferencias de los norteamericanos.

Así es: nuestro presidente es un showman con el que una mitad se deleita y del que la otra se mofa. Mientras, el resto del planeta observa con estupor como el timón del país más poderoso del mundo está en manos de un diletante que obtuvo su licencia sin saber conducir.

Presidente, (y aquí no quiero evitar la mayúscula, por no violentar las reglas ortográficas) que tiene fascinación por los rich-and-powerful hombres y dijo en alguna ocasión que su gabinete tenía el mayor coeficiente de inteligencia de todos los tiempos, presumiblemente incluyéndose a sí mismo en tal pléyade de genios si temor a que el promedio disminuyera. Presidente que entre sus admirados incluye un Strong Hombre: Vladimir Putin.

Putin del que nos dice Reynaldo “se anexó descaradamente Crimea a la sombra de la incompetencia, la indecisión y el leguleyismo de Obama”; Obama, al que nadie acusó de algo cuando le dio todo a Putin, sigue diciendo el autor, que además le echa en cara a los no-trumperos que nunca se hubieran preocupado por los crímenes de la KGB, agencia desaparecida hace veintiséis años, pero que es capaz, ese incoherente lector, de reprocharle a Trump, “que aún no le ha dado nada a Putin”, que sea putinófilo ya que no rusófilo.

Sad.

***

Debo, por razones precisamente de coherencia, hacer un paréntesis aquí.

Sin extenderme más allá de lo razonable en los antecedentes del entorno histórico, político y geográfico Rusia-URSS-Ucrania-Crimea, es oportuno recordar que la península de Crimea se convirtió en parte del Imperio Ruso en 1783, hace más de doscientos años, aproximadamente por la misma época en que se fundaban los Estados Unidos como nación independiente.

Tan solo después de la Revolución Rusa, en 1917, le fue otorgado a Crimea el estatus de República Autónoma dentro de los territorios que conformaban la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Posteriormente, terminada la Segunda Guerra Mundial, Crimea fue degradada a la categoría de “Región”.

En 1954 dicha Región de Crimea fue transferida por la URSS a la entonces República Socialista Soviética de Ucrania por razones, probablemente, de cercanía geográfica.

Cuando en 2014 la Rusia neo-imperial de Putin invade y expropia Crimea, siguiendo motivos imperialistas, geopolíticos y estratégicos locales (la Flota Rusa del Mar Negro tiene su sede en Sebastopol, Crimea), el 68 % de la población de esa región era de origen ruso, seguido por los ucranianos (16 %) y los tártaros (11 %). La mayoría de la población, por razones obvias, le dio la bienvenida a Putin.

Cuesta ver entonces con qué argumentos un presidente de los Estados Unidos, llámese Obama o Reagan, hubiera podido impedir, a más de 5000 millas de distancia y varios siglos de Historia, la anexión de una Crimea más rusa que cualquier otra nacionalidad nada menos que... a Rusia.

Se puede entonces estar de acuerdo (si se es ruso) o no (si se es cualquier otra cosa) con la anexión de Crimea a Rusia, y tomar, o no, una postura crítica ante un suceso a todas luces local.

Pero descalificar a los que se escandalizan con la demostrada injerencia de la inteligencia rusa en la política y el proceso electoral de los Estados Unidos de América porque, ¡ay, incoherentes!, no lo hicieron de la misma manera ante los desmanes de la KGB en la Guerra Fría, ante la anexión rusa de Crimea o ante el conflicto ruso-ucraniano, pues resulta eso una suerte de igualitarismo oportunista que minimiza la amenaza rusa a la seguridad nacional norteamericana, y eso tan solo para apuntalar el argumento “aceptad a Trump entre vosotros”.

***

Aceptar a Trump entre nosotros, además, no es tan simple como quedarse aferrados a que Hillary fuese una mala candidata —pésima, en mi opinión— o a que Obama haya sido un presidente que de alguna manera propició el actual cisma de la sociedad americana.

Para aceptarlo, hay que comenzar por llamar a Trump por lo que es: un golem de la clase decepcionada, un talking head de los hartos de Obamas y Hilarys, una consecuencia del racismo demócrata que dejó fuera de la fiesta pan étnica al 62 % de la población del país: a los blancos.

También hay que admitir, continuando en la aceptación con la necesaria coherencia e imprescindible sensibilidad, que el presidente, nuestro presidente, es una persona narcisista, compulsiva, inestable, de reacciones pueriles y rencorosas, que no soporta la crítica, mucho menos la oposición, y que aborrece nada menos que a la prensa, a la que no lo alaba. Que es un bocón que usa un discurso chovinista y ultranacionalista, discurso que es un animal cegato que abreva en las diatribas ideológicas de una Ann Coulter y un Stephen Bannon, para después marcar con tóxica orina el territorio de los trumperos más pedestres.

Que es un presidente con tan escasos recursos retóricos que califica a todo lo que le agrada o desagrada, sean personas, objetos o lugares, con cuatro o cinco adjetivos tremendistas, los mismos siempre, lo cual empaña aún más su ya notoria falta de credibilidad.

Hay que aceptar también, así es, que Trump no creó la xenofobia ni el nacionalismo, pero que los usó, a sabiendas o por azares de su discurso errático y agresivo, y que los sigue usando como si siguiera en campaña, como leña seca para avivar la hoguera del miedo de la América de clase media baja y rural.

De la misma manera, para ser consecuentes, habría que incluir en ese acto de comunión trumpera que el mensaje de Trump se regodea en la más abyecta xenofobia cuando afirma que los problemas —cualquier problema— en los Estados Unidos comienzan con los inmigrantes.

Y finalmente hay que admitir, como bien afirma Andrés Reynaldo, que Trump, efectivamente, no es causa sino consecuencia.

Nada de lo anterior ni justifica ni mucho menos es motivo para aceptar a Trump a ciegas, no se diga ya en silencio, simplemente porque fue electo de manera legítima o porque, ¡ay!, si no se hace pareciera uno izquierdista. En todo caso lo que se requiere y urge es todo lo contrario: pensamiento crítico, oposición inteligente, ojo y pluma atentos ante un presidente autoritario e impredecible, rodeado de ideólogos republicanos de línea dura.

En lo personal, no acepto que Trump sea la mejor opción republicana para la presidencia, ya sea porque es esa suerte de “reacción a la acción” de una ola de descontento, o porque los demócratas se equivocaron —y se siguen equivocando— en su estrategia.

Tampoco soy, debo admitir, de los que se pregunta por qué salió Trump, porque lo tengo claro. Todo lo que me resta por decir es que, la verdad, lo lamento mucho.


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