Actualizado: 17/04/2024 23:20
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126 libras de chocolate

Eligio Sardiñas Montalvo: De campeón mundial de boxeo a una vida sin Esperanza.

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Para mi hermano Rapi, campeón.

El campeón mundial de los pesos plumas entre 1930 y 1933, también monarca indiscutible de los ligeros, el atleta al que Nat Fleischer (editor de la Enciclopedia The Ring) considera "el mejor boxeador de todos los tiempos, libra por libra", el guerrero que sólo cayera vencido en fragorosos combates cuerpo a cuerpo contra los cuerpos caldeados de ciento once mujeres, ante quienes el artífice de la riposta no tenía defensa, "el hombre más elegante de Estados Unidos de Norteamérica en 1928" según encuestas de las revistas de moda, el cubano que paralizaba el tráfico en el cruce de Broodway y la 47, Nueva York, cuando los agentes de la autoridad le exigían que garabateara un autógrafo en sus cuadernos de multas (hazaña igualada por Rodolfo Valentino, Charles Lindbergh, Babe Ruth o Jack Demsey, el "Matador de Manassa", entre otros pocos elegidos), ese protagonista irrepetible del Siglo XX, ese buscavidas del barrio Belén, esa leyenda, ese loco de atar fue mi amigo al menos durante setenta y dos horas —apenas nueve semanas antes de su muerte. Se llamó Eligio Sardiñas Montalvo pero en 1988 medio mundo (la mitad del mundo que recuerda aquello que la otra mitad olvida) aún le decía Chocolate, Kid Chocolate o simplemente el Rey.

Chocolate vivía por entonces frente al Parque Japonés de Marianao, en la misma casa de dos plantas que mandara a construir para su madre cuando, irresponsable y botarate, dejaba propinas de cien dólares en los mejores y en los peores restaurantes de París —ciudad que odiaba. Venida a menos, la mansión era un mausoleo en ruinas. Ninguna puerta tenía cerradura, "ni falta que hace", pensé al verlo venir hacia mí con la mano del saludo extendida, porque qué habanero se atrevería a desafiar a un negro de 77 años que olía a mermelada de muerte desde lejos. Ese jueves de verano, lo primero que hizo Kid fue enseñarme sus dominios. Sin sujetarse del pasamanos, subió las escaleras bien despacio, como si arrastrara el grillete de su gloria peldaño tras peldaño. En el dormitorio, presumió un ropero donde alguna vez colgaron ochenta trajes de solapas anchas, cortados a la medida en sastrerías de Londres. Ochenta perchas (vacías) ensartadas al tubo de acero. Ochenta murciélagos de alambre.

"La ropa me caía del cielo", sonrió en voz baja: "Si estas paredes hablaran, blanquito, yo estaría preso por el delito de haberme acostado con un ejército de mujeres, ciento once hasta donde saqué cuentas: 111 es un número difícil de olvidar". Sobre la cama, escoltada por dos mesitas de noche, había un póster de Fidel Castro, joven; encima del póster, una cruz. En la mesa de la derecha, un altar a Babalú Ayé, protector de los artríticos, los cojos, los lisiados; en la izquierda, tres trofeos de oro falso y una foto coloreada de su primera novia, una mulata de ojos azoradamente verdes —de nombre Esperanza, si no me equivoco, pues tal vez ahora la llame así porque recuerdo el brillo que iluminó los ojos del campeón en el momento que besó los labios de la fotografía. "Esta niña quiso impedir mi pelea contra Johnny Cruz. De alguna manera ella sabía que el mundo del boxeo iba a resultar demasiado tentador. La noche que cambió mi vida, la muy bicha cerró las maletas y se alejó cincuenta y cinco años. Debí haberte hecho caso, Esperanza". Creo que dijo Esperanza, ¿o murmuró la palabra Fe, quizás Caridad? Seguimos el recorrido (el baño de mármoles mugrientos, la cocina ahumada por los vahos del kerosén) y acabamos en el garaje, al fondo del patio. Sobre bastidores de madera, descalzo de llantas, canibaleado, mordido por el salitre y las ratas, había un Cadillac color platino, de dieciséis cilindros, descapotable. Nunca había visto un automóvil triste. Después de medio siglo en cuatro patas parecía el fósil de un escarabajo. "De vez en cuando, me siento al timón y manejo con los ojos cerrados; mi sangre es gasolina", dijo Kid. Con un ronroneo de garganta imitaba el sonido del motor. ¡Runrunrun! Al cruzar el comedor, se detuvo ante un cartel con la imagen de un desnudo suyo, a tamaño natural, enmarcado tras un acrílico opaco, y le habló a la imagen cara a cara, sin ocultar cierto resentimiento: "Tú dime, ¿cuándo diablos me puse viejo?". Kid conversaba con los retratos.

El viejo era meticuloso, en lo que cabe. Su desorden estaba perfectamente ordenado. En el dormitorio enderezó la verticalidad de un calendario, detenido en la hoja del lunes 4 de junio de 1934 ("esa noche se capó mi compadre Black Bill... Sírveme un trago de aguardiente, anda"), y en el garaje sopló el guardafangos del automóvil para sacudirle polvos de la República. De regreso a la sala, se inclinó para recoger una colilla de tabaco y se le trabaron los goznes de la cintura. Pidió ayuda. Tiré de sus hombros. Traquearon las vértebras. Daba pena el forro ceniciento de su piel. Se veía esquelético, mal embalsamado. Ya derecho, casi marcial, asumió una postura defensiva, hizo girar la cadera y disparó una ráfaga de jabs. El alma, ágil, pujaba dentro de su cuerpo. "Yo tenía dos pulgadas de ventaja: mi brazo derecho es más largo que el izquierdo, por eso mis contrincantes nunca supieron medirme la distancia". Al cuarto o quinto golpe, su puño de huesos rompió el vidrio del tiempo que protege el pasado y ante mí se transparentó la imagen de un invierno en Nueva York. Por lo reluciente del Cadillac color platino, estacionado allá entre dos fotingos (¿no lo ven?) y el ritornelo de un villancico que Al Jolson cantaba detrás de la nevada (¿no lo escuchan?), comprendí que corría la Navidad de 1929 y supe que Kid Chocolate iba a confesarme el rosario de sus pecados, hasta noquearse de tristuras sin dar ni pedir perdón.


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Kid Chocolate de frenteFoto

Kid Chocolate.

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