Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Bruno Rodríguez, Migración, Exilio

El canciller Bruno y las fuentes de los derechos ciudadanos

El ministro de Relaciones Exteriores de Cuba considera toda una revolución migratoria colocar un sello en el pasaporte, que permita regresar de vez en cuando a los cubanos “patriotas y respetuosos”

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Aunque en general los oficios políticos se han degradado a nivel planetario, uno siempre espera de un canciller algo mejor. Digamos que algo de clase y de escuela, pues el canciller es siempre la cara externa de un Estado, la vitrina, o si se quiere el florero en la ventana. Y por eso, cuando leí la crónica aquiescente publicada sobre una reunión del Canciller Bruno Rodriguez (BR) con un grupo de emigrados elegidos en la sede de la oficina cubana en Naciones Unidas —de los “patriotas y respetuosos”—, sentí de alguna manera lo que se podría llamar vergüenza nacional.

Y es que BR no es solamente el canciller del que esperamos refinamientos, sino también un político joven en el que uno quisiera encontrar algún signo innovador, siquiera un destello que indique que hay luces al fondo del túnel. Pero nada de esto sucedió en la reunión de NY en la que el Canciller Bruno machacó con insistencia los mismos argumentos de siempre, perdiendo no solo la oportunidad de convencer, sino incluso de adoptar una buena pose manoseando las propuestas que le hicieron, según la crónica publicada, los emigrados “patriotas y respetuosos”.

Fue un monólogo de imprecisiones, falsedades y fuegos artificiales con los que el atribulado canciller intentó ocultar los tremendos problemas que está teniendo la élite política cubana para ponerse de acuerdo respecto a la propuesta —y siempre pospuesta— reforma migratoria.

Y que en lo esencial encierra las desavenencias, digamos que tácticas, acerca de cómo aprovechar económicamente a la migración, sea de una manera rentista como ocurre ahora, o de formas más intensivas, como son las inversiones. Pero también el acuerdo, diría que estratégico, acerca de concebir el tema migratorio como un asunto utilitario, no de derechos. Y aunque es presumible que habrá que mover estos últimos —si de alguna modernización quiere hablarse— solo hacerlo como concesiones administrativas puntuales, no como reconocimientos de jure.

Por ejemplo, lo que dice el canciller acerca de las cantidades de capitales que el país requiere y que los emigrados no tienen, es un soliloquio sin sentido al cual no creo que nadie más hizo caso excepto la cronista. Cualquier tecnócrata municipal sabe que Cuba requiere cien millones de dólares, cien mil y cien. En su espectacular hambre financiera, lo requiere todo, sea para invertir en lo grande, en lo pequeño o para sobrevivir. Y al menos que el canciller sea autista, debe conocer que esas inversiones de los cien mil están siendo el “dinero semilla” de muchos pequeños y medianos negocios en la Isla que son hoy la única fuente creciente de empleos.

Pero más allá de todo esto, el problema clave es que el derecho de un cubano a invertir dinero en su país no puede depender de la cantidad de dinero de que disponga. La cantidad de dinero le da la posibilidad real de invertirlo a mayor escala, comprar un yate o viajar en primera, pero no puede darle ventajas legales sobre quienes tienen menos dinero. Eso sería retroceder a los principios del siglo XIX con sus sistemas censatarios. La opulencia económica no puede ser fuente de derecho. Algo que parece que BR no sabe y que los cubanos respetuosos y patriotas pasaron por alto.

Lo mismo sucede con el consabido saco de cubanos buenos y otro de cubanos malos. En el primero, los cubanos respetuosos y nacionalistas a quienes se les permite regresar de vez en cuando con un sello definitivo en el pasaporte que el canciller Bruno considera toda una revolución migratoria. En el segundo saco, los batistianos torturadores (¿quedan algunos vivos?), los terroristas y los partidarios del bloqueo/embargo. Y justamente para prevenir a los segundos (a los que la cronista con pleno apego al discurso del canciller llama “los recalcitrantes”) es que no se permite el libre acceso a ninguno.

Toda una inmensa falsedad. Ante todo debo decir que yo conozco decenas de casos de cubanos que nunca han sido terroristas, ni batistianos, ni torturadores, ni siquiera partidarios de la ley Helms Burton, a quienes no se les permite visitar al país en que nacieron, sea porque no les colocan el sellito de marras o porque los viran en el aeropuerto con sello y todo. Pero aun cuando lo fuesen, y nuevamente vuelvo al asunto de las fuentes de los derechos individuales, no es legítimo expropiar a unas personas sus derechos inalienables para prevenir que otros los usen. Si el Gobierno cubano considera que un nacional es culpable de acto punible, debe proceder a su encausamiento si entra al país, no impedir a dos millones que puedan visitar, o regresar y vivir en el país en que nacieron.

Y cuando proceda, entonces tendremos que discutir si apoyar la Ley Helms Burton es o no un delito, lo cual desde mi punto de vista es un error político, pero no una transgresión legal. Y de paso, y aquí sigo la lógica del canciller Bruno, ver el asunto de las equiparaciones, que contemplen castigos —si de ello se quiere tratar— para los esbirros represivos y abusadores que han pululado en el régimen político cubano. Al final habría que reconocer que machacar discos de Juanes en la calle Ocho es un juego de muchachos díscolos en comparación con el asedio a las casas de los opositores, el uso de la violencia física y verbal contra ellos y sus remisiones a las estaciones de policía por plazos variables, todos ilegales.

En resumen, que el soliloquio del canciller debe obligarnos a pensar con mayor seriedad y compromiso acerca de la llamada reforma migratoria. No se trata de aplaudir con entusiasmo cada pequeña movida que el Gobierno cubano haga en sus acostumbradas miserias políticas. El único camino que puede conducir a una normalización de la relación entre el Gobierno y la emigración es devolviendo los derechos expropiados que apunten a la plena libertad de tránsito para los cubanos. Para entrar, para salir y para moverse dentro del propio territorio nacional. Los cubanos, no importa su ideología o preferencias políticas, tienen derecho a vivir en el país en que nacieron, a opinar y a participar en actividades públicas de acuerdo con las leyes vigentes. E incluso, para cambiarlas por las vías democráticas. La adscripción partidaria no puede ser fuente de derechos ciudadanos.

Creo francamente que limitar nuestras demandas a unos pocos puntos superficiales donde derechos y permisos son equiparados y confundidos, es una simplificación errónea de un asunto mucho más complejo.

Pues Cuba es ya una sociedad transnacional y como tal hay que entenderla. No hay otra manera de lidiar con el complejo futuro de la Isla y su desparrame diaspórico. Si el canciller Bruno y su corte de patriotas respetuosos lo saben o no, no es realmente decisivo. Lo más importante ahora es que lo entendamos nosotros y actuemos en consecuencia.


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