Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Moral, Política

Moral en fuga (I)

Esta es la primera de un artículo en dos partes

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La esquizofrenia política en la que estamos viviendo los cubanos es de manual. Mientras en el hemisferio derecho del país se prepara aceleradamente lo que denomino el pacto criollo entre el poder, las jerarquías religiosas y ciertos intereses económicos cubanos en el exterior, en su hemisferio izquierdo permanece intacto el lenguaje y los conceptos de emancipación que dieron cuerpo y sentido a las pretensiones malogradas del discurso revolucionario.

Un mismo cerebro sosteniendo una práctica y un lenguaje contradictorios entre sí provoca, a nivel de las bases estructurales de la nación, una implosión de las energías sociales e intelectuales que explica y explicará por qué el país no podrá remontar sus crisis en ningún ámbito, a menos que se verifiquen cambios estructurales. La ilusión de las reformas revolucionarias que alimenta el hemisferio izquierdo no se corresponde con lo que en la práctica está haciendo el hemisferio derecho. Es bastante difícil saber cómo el discurso de los obreros se puede compatibilizar con la práctica del golf.

Lo que permite entender la proliferación aquí del lenguaje de ultraizquierda. La necesidad en ciertos niveles del poder y del imaginario ideológico de acentuar el perfil de sus orígenes revolucionarios frente a la recuperación de su pasado criollo, lleva a la estimulación de ciertas narrativas reivindicadoras que cumplen muy bien su función: enmascarar, consciente o inconscientemente, la rápida conversión del poder en su contrario social. La recepción de todas estas cabriolas sociales e ideológicas por las jerarquías de casi todas las religiones es no solo un síntoma, sino el punto de llegada natural de lo que se está definiendo ahora mismo en Cuba: el pensamiento y las estructuras conservadoras que, en el siglo XIX, dieron vida y sustancia a un José Antonio Saco.

No estaríamos frente a un problema mayor, considerando todo esto como parte de un vivo debate social. Porque, en todo caso, la ecología política del futuro pasa por el retorno a toda nuestra pluralidad originaria. Sin embargo, lo que degenera el asunto en esquizofrenia es la confluencia de todas estas contradicciones en una misma voz y un mismo enfoque de poder. Los intelectuales, los militares, los comunistas, los empresarios, las jerarquías religiosas, los grupos fraternales, los medios de comunicación, el capital y un largo etcétera transmiten en una misma frecuencia sus intereses real o aparentemente contradictorios. Un desquiciamiento social que probablemente tiene pocos equivalentes en el mundo.

Si el asunto es preocupante desde el punto de vista de un proyecto posible de nación, me interesa resaltar la consecuencia mayor de la esquizofrenia cubana: la fuga de la moral.

Podríamos estar rozando exclusivamente con lo que el filósofo polaco Leszek Kolakowski había ironizado y descrito muy bien como la Ley de la Cornucopia Infinita, según la cual nunca escasean los argumentos para respaldar cualquier doctrina en la que se desee creer por las razones que sean. Entonces las dificultades del proceso serían solo de orden cultural.

Pero nos encontramos frente a lo que el pensador alemán Peter Sloterdijk definía con alarma en su Crítica de la razón cínica: no el desdoblamiento, sino la implosión moral de las élites.

Debo ser más o menos exacto. La implosión moral toca a la mayor parte de la sociedad cubana, pero lo que Sloterdijk resalta con sutileza sigue este razonamiento: esa implosión moral es solo posible cuando ya ha ocurrido en las élites.

Las sociedades, y también los individuos, tienen un problema moral cuando la tensión entre las actitudes y los valores que dicen profesar se inclinan peligrosamente a favor de las primeras, en detrimento de los segundos. Estamos en presencia de una implosión moral, empero, cuando esta tensión se rompe y los valores adquiridos se sacrifican en el altar de las actitudes. Si en presencia de una tensión la sociedad todavía se confiesa frente al cura, al pastor o al psicoanalista, en presencia de una ruptura se silencian o suspenden los valores, siempre en espera de “mejores épocas morales”. Casi todos: curas, pastores, psicoanalistas y sociedad cubren el diván o cierran el confesionario para hacerse realistas.

El resultado es el cinismo: el equivalente moral de la esquizofrenia política. Recordemos un punto: el cínico reconoce pública y psicológicamente la misma realidad que niega con las actitudes. Ahora bien, si las élites cubanas podían evitar o no la caída en el cinismo es una pregunta que no puedo responder. Lo cierto es que evitarla resultaba imprescindible para equilibrar aquella tensión y ofrecer lo más importante a la hora de redefinir el rumbo de Cuba: claridad y liderazgo morales.

Y frente al cinismo de élite, la recuperación ostentosa de las conductas cínicas de la sociedad: la burla, el choteo, la sátira, la indiferencia, actitudes de vieja planta en la cultura cubana, expresando todas la pérdida de credibilidad moral de esa élite frente a las mayorías —que recuperan su pragmatismo sin hacer muchas preguntas morales—, y que traducen al mismo tiempo la impotencia de estas de cara al poder que esa élite atesora y redefine justo en 2011. El nuevo pacto que la élite intenta alcanzar es casi único en la historia de las reconversiones políticas: que se legitime su rito de paso hacia la burguesía plena, que se mantenga intacto su discurso ideológico y que la sociedad se quede callada. Y sobre ese tridente yace escandalosamente su inmoralidad.

Esa implosión moral se manifiesta en tres niveles distintos.

Primer nivel: la mentira de imagen y la mentira de supervivencia, ambas compartidas por el Estado y los ciudadanos indistintamente, que divorcian el discurso social de su propia realidad e instauran la mentira estructural que sirve de base a la corrupción sistémica. La deshonestidad de todos se ha instalado así como conducta social.

Segundo nivel: la desconexión entre los valores elegidos y la conducta propia, que desmoraliza al destruir los criterios de juicio que rigen la convivencia en sociedad.

Tercer y último nivel: la desintegración de la unidad necesaria entre responsabilidades personales y sociales, y sus consecuencias.

La desmoralización concluye así como la imposibilidad de exigencia mutua y coherente entre individuos, y entre individuos y Estado. Lo que permite entender dos cosas conectadas: los altos niveles de insensibilidad humana que inundan el país y el uso discrecional de la ley por parte del Estado. En estos momentos, pongo un ejemplo muy concreto, el Gobierno intenta corregir la ilegalidad consentida durante más de 20 años a miles y miles de ciudadanos que, sobre todo en repartos populosos como Alamar, incrementaron, corriendo los muros, su espacio existencial. Esta es una de esas derivas cínicas que ha liquidado para siempre la autoridad moral de la élite, y que anima circularmente la relación cínica sociedad-sociedad y Estado-sociedad.


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