Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Pertinencia del status quo

Según el autor, el embargo a Cuba ha sido efectivo y las sanciones norteamericanas deben mantenerse.

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El debate en torno a levantar la prohibición a los norteamericanos de visitar Cuba ha llevado a opinar a muchos cubanos de todas las tendencias, tanto en la Isla como en el exilio. Sin negar que el asunto de alguna manera nos concierne, a quienes compete realmente es a las autoridades de Estados Unidos, cuyos ciudadanos, en principio, podrían tener derecho a viajar adonde más les plazca, siempre y cuando el país al que se propongan visitar se los permita. Respecto a los países que se encuentran en medio de un conflicto o donde hay altos índices de criminalidad, el gobierno de EE UU suele limitarse a advertir a sus ciudadanos del peligro que pueden correr en esos sitios y desaconseja visitarlos. Casi nunca prohíbe. Corea del Norte y Cuba son de los pocos países en que un estadounidense necesita una autorización para ir de turista. Tal vez se trate de una anomalía que merezca corrección.

Sin embargo, a los que se pronuncian a favor del levantamiento de esta interdicción, sobre todo entre los nuestros de cualquier orilla, no creo que los motive respaldar el sacrosanto derecho a viajar libremente de los ciudadanos de este país. Esa opinión forma parte de un argumento encaminado a conseguir la legitimación del castrismo de parte de EE UU y del cual esta libertad para viajar sería sólo el preámbulo. Creen, no enteramente faltos de sentido, que esta prohibición a viajar a Cuba que hoy tienen los norteamericanos es la primera piedra de tropiezo que habría que remover en el camino de la normalización de relaciones con el régimen comunista, que es el objetivo último de este esfuerzo. Después le tocaría el turno a la ley Helms-Burton, a la ley Torricelli y por último a las sanciones económicas originales, cuya suspensión fue por muchos años prerrogativa presidencial. Por el hilo se saca el ovillo.

Los que están por la "normalización" —para no hablar de "reconciliación" y otros términos engañosos— no siempre suelen coincidir en lo que se proponen obtener con ella. Para unos, los abiertamente empeñados en la conservación de la tiranía y sus espurios poderes y privilegios, se trata de un derecho que Cuba tiene de ser un feudo crapuloso y, al mismo tiempo, respetada como nación soberana; para otros, con buena y mala fe, que de todo hay, es la manera de poder penetrar la ostra cerrada del castrismo y contaminarla de ideología capitalista, al tiempo que privar al régimen de su coartada de medio siglo: el enemigo externo a quien culpar de represión y privaciones. Estos últimos creen que una descongelación unilateral de parte de Estados Unidos atenuaría notablemente la actual crispación de los castristas y los llevaría, llenos de desprendimiento y amor patrio, a una mesa de negociaciones para resolver entre hermanos una situación sin salida. Supongo que ese escenario podría terminar con un Te Deum cantado a ritmo de Los Van Van.

Están también los "pragmáticos", aquí mismo en nuestro exilio, que apuestan, secreta o abiertamente, por la llamada opción china; es decir, el tránsito de un Estado comunista en quiebra a un Estado fascista próspero, o al menos en francas vías de desarrollo, con las estructuras de poder intactas pero en connivencia con el gran capital, no importa que éste haya sido labrado en el destierro. En este punto es bueno recordar que si bien la democracia moderna es impensable sin el capitalismo; el capitalismo sí puede medrar sin democracia. La Alemania nazi y la China de hoy son buenos ejemplos.

Los que aspiramos a que a Cuba vuelva la democracia —pues, con todo lo imperfecta que pueda argüirse que fue, alguna vez la tuvimos— vemos con profundo escepticismo y sospecha este empeño de que Estados Unidos levante sus sanciones —económicas, pero también morales— y se avenga a aceptar esa anomalía que se le plantó a su puerta hace ya más de medio siglo, como si sólo el tiempo, la permanencia en el poder, fuese su mejor carta de legitimidad.

La libertad de Cuba pasa por la desaparición del régimen —su derrocamiento—, no su acomodo; y, a ese fin, cualquier cambio de lo que ha sido la política tradicional norteamericana hacia el castrismo propiciaría lo último, no lo primero. Sabido es hoy que una de las causas fundamentales del derrumbe del comunismo en Europa fue la profunda quiebra de sus economías y que los cuantiosos créditos que estos países inviables recibieron de Occidente, si bien a la larga se convirtieron en otro factor del desplome, en el corto plazo oxigenaron una serie de tiranías ineficaces.

Personalmente, no creo que se produzca ningún cambio significativo en Cuba mientras los Castro y su camarilla histórica vivan; pero la ilegitimidad y la precariedad que se derivan de las sanciones norteamericanas deben mantenerse todo el tiempo que sea necesario, tanto para incentivar los cambios —por convicción de ineficacia— en los sucesores de mañana, cuanto para darle mayor cabida a otros imponderables. Aunque la vida parezca que se nos acaba, no hay por qué impacientarse. El statu quo tiene sus réditos. El embargo, por más que digan, ha sido efectivo. La situación de Cuba y esas turbas que vociferan sus gastadas consignas así lo prueban.


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