Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Testimonio

Un niño frente a la revolución

A 56 años del asalto al cuartel Moncada, el escritor Vicente Echerri relata la otra cara de la épica revolucionaria.

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Fidel Castro, a principios de los años sesenta. (BETTMANN/CORBIS/THE GUARDIAN)

Fidel Castro, a principios de los años sesenta. (BETTMANN/CORBIS/THE GUARDIAN)


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Al tiempo que el régimen castrista se dispone a conmemorar una vez más el asalto al cuartel Moncada y cuando la comunidad internacional parece avenirse al concepto de que su larga estancia en el poder constituye su mejor carta de legitimidad, persisto en negarle permanencia a ese fenómeno que se impuso en la vida cubana, con el consorcio de gran parte del pueblo, aquel día de Año Nuevo de 1959 en que se desplomaron las instituciones políticas de nuestra república.

Ninguna fecha es tan trágica en mi memoria. Me gustaría poder borrarla de mis recuerdos como una pesadilla, pero tal amnesia resultaría fútil, porque ese día, los hechos de ese día, determinan el resto de mi vida como el resultado de un maleficio inescapable y paradójico: la simultánea cancelación y perpetuación de la infancia. El triunfo de la revolución cubana ese 1 de enero le puso un abrupto fin a mi niñez y, al mismo tiempo, me congeló definitivamente en ella. Más de medio siglo después y, a pesar de mi aparente envejecimiento, es el niño que aún soy quien escribe este texto.

A los diez años recién cumplidos que tenía en vísperas del triunfo de la revolución, y pese a que no me faltaron juegos y diversiones, solía leer —además de novelas de aventuras, textos de historia y cuanto libro caía en mis manos— los dos o tres diarios que llegaban a casa, así como varias revistas, nacionales y extranjeras, entre estas últimas Life y la brasileña O Cruzeiro. Me interesaba la actualidad política del mundo —las tensiones de la Guerra Fría, las convulsiones que estaban ocurriendo en los territorios coloniales, la puja entre democracia y autoritarismo que vivíamos en América Latina— afín a la geografía universal que estudiaba en mi aula de sexto grado.

En ese contexto me repugnaba la violencia revolucionaria, que parecía haber alcanzado una apoteosis en la Unión Soviética y en China. Me parecía inconcebible que Estados Unidos, que había llegado al término de la Segunda Guerra Mundial con una incontrastable supremacía, hubiera permitido los avance de Stalin por media Europa y la paridad atómica de la URSS. Ya entonces no le perdonaba a Truman el haberle impedido a MacArthur la destrucción del régimen maoísta.

Rechazo semejante me provocaba la revolución que en ese momento tenía lugar en Cuba y que, a partir del verano de 1958 —cuando fracasara la pregonada "ofensiva" del gobierno contra la guerrilla de la Sierra Maestra—, aumentaba peligrosamente su pertinencia. Abominaba esa revolución, no tanto por simpatía hacia un régimen que no podía mostrar limpieza de origen y cuya corrupción y arbitrariedades eran notorias, cuanto por repugnancia hacia el fenómeno revolucionario mismo, hacia la idea de que un grupo de irregulares pretendiera derribar las instituciones consagradas para imponer un nuevo orden; de que una serie de hechos violentos y torpes, de simples actos delictivos, pudieran llegar a establecerse como fuente de derecho.

Coexistencia familiar

El tema solía abordarse en las reuniones de los mayores de mi casa —familiares y amigos bastante equitativamente divididos entre "batistianos" y "revolucionarios"— a las que yo asistía con cierto recato infantil, aunque en alguna que otra ocasión me atreviera a participar. Los revolucionarios solían defender la legitimidad del hecho insurreccional apelando al precedente de nuestra propia guerra de independencia contra España: una vanguardia ilustrada, anhelosa de dotar al país donde vivía de una identidad soberana que, ante la intransigencia de la metrópoli, había recurrido a la violencia revolucionaria para constituir un nuevo Estado.

Recuerdo que mi madre —que consideraba a los rebeldes una banda de facinerosos— defendía la revolución separatista como un movimiento fundacional, en tanto le negaba ese crédito a las revoluciones como la que vivíamos, más cercanas a la guerra civil.

Este argumento me resultaba bastante convincente (y aun hoy estaría dispuesto a defenderlo), pero entonces llegué a pensar que, si iba a ser consecuente con mi posición antirrevolucionaria, no podría extenderle mis simpatías a los próceres independentistas —por quienes los míos sentían auténtica veneración— y que tal vez España y el máximo exponente de su campaña antiguerrillera en Cuba, Valeriano Weyler, habían tenido después de todo la razón.

Me acuerdo que el 10 de febrero de 1958 decidí conmemorar —con un montón de banderas españolas y un retrato de Weyler— la llegada a Cuba del temible y denostado capitán general, gesto que mi familia tomó como un deliberado insulto a la memoria de mi abuelo mambí, quien había muerto en esa misma fecha ocho años antes.

Sin embargo, las tácticas de contrainsurgencia de Weyler —como la de sacar a los campesinos de una zona donde operan guerrillas— son, hasta la fecha, de probada eficacia. Batista contempló evacuar a unos 50.000 habitantes de la Sierra Maestra a mediados de 1958; pero bastó que el ex presidente Grau lo acusara de remedar a Weyler para que abandonara la medida. Pocos años después, el régimen castrista la aplicaría con éxito en el Escambray y, ahora mismo, el gobierno de Pakistán no ha vacilado en desplazar a dos millones de personas con vistas a liquidar un foco guerrillero.

El triunfo de la revolución me encontró en La Habana, acompañando a un tío mío que esperaba entrar en posesión de un alto puesto en el Ministerio de Educación, en el gobierno que estrenaría el presidente electo el 24 de febrero del 59. En el ínterin, cuidábamos la casa de otro tío que se encontraba con su familia como exiliado político en Nueva York: ¡los adversarios de la contienda civil coexistían amorosamente dentro de la misma familia!

Alegría obscena

Si pudiera simbolizar lo ocurrido aquel primer día del triunfo revolucionario, lo representaría con el estrépito de una avalancha, en el que se mezclaban los aullidos de la muchedumbre, el ruido de los parquímetros que descabezaba la turba, el asalto a los casinos… A mí lo que más me preocupaba y consternaba era el espíritu de arrolladora inevitabilidad (que había logrado deslegitimar al instante el intento de darle una continuidad constitucional al gobierno acéfalo).

Mis mayores, acostumbrados a otras crisis, para quienes la caída de Machado 25 años antes no era algo tan remoto, empezaban a pensar que se trataba de un simple cambio de papeles entre protectores y protegidos y que, más o menos, todo seguiría igual. Los asaltos a las casas particulares no parecían tan violentos como el 12 de agosto del 33 y, hasta donde uno sabía, no se habían producido linchamientos. En pocos días veríamos que la revolución en el poder impartiría "justicia" mediante tribunales de sangre.

Sin embargo, a mí no lograron convencerme los argumentos con que, en mi familia, se tranquilizaban mutuamente los revolucionarios victoriosos y los ex gubernistas derrotados. Mis instintos, más que cualquier conocimiento, me advertían contra aquella aparente unanimidad. De súbito, la revolución y sus líderes se convertían en iconos incuestionables e intocables, por encima de las contingencias de la política tradicional.

Esa súbita sacralidad me aplastaba y me conturbaba. Aunque tal vez no fuera capaz de definirlo con estos términos, me di cuenta entonces de que nuestro país había salido del ámbito de la historia tradicional (al cual pertenecían Batista y sus matones y los políticos que se les oponían y los periodistas que los denunciaban, etcétera) para entrar en la intemporalidad de la historia sagrada. La desbordante y universal alegría con que el pueblo saludaba a la revolución era lo más obsceno.

Por supuesto, esa unanimidad era aparente. Aunque apoyado por una inmensa mayoría, el castrismo nunca contó, en verdad, con los porcentajes de respaldo popular que sostienen aún muchos de los estudiosos de la revolución, tanto amigos como enemigos.

Aunque apenas visibles en aquellos primeros días, había por lo menos tres segmentos de la ciudadanía que no participaron de ese entusiasmo inicial: la vasta nómina de empleados públicos, que debían sus puestos al gobierno y que esperaban, lógicamente, la inmediata cesantía (salvo a los que amparaba un estatuto de inamovilidad, como era el caso de jueces y maestros); los pequeños propietarios agrícolas que, por tradición y desconfianza natural, nunca son revolucionarios y que, en el caso de la sierra del Escambray y de la cordillera de los Órganos, no tardaron en nutrir las filas de la contrarrevolución activa; y los estratos más bajos de la población, sobre todos los negros, entre quienes Batista siempre había tenido sus aliados más fieles.

La revolución había sido hechura de la clase media, mayoritariamente blanca, a la que se sumaban algunos sectores obreros y, por convicción o conveniencia, gran parte de la clase alta. Puede afirmarse, además, que había un ingrediente de racismo en la oposición a Batista: su mestizaje le enajenaba a casi toda la población social y económicamente activa del país.

No habría de pasar mucho tiempo antes de que la clase media siguiera a la clase alta empresarial como víctima de los desmanes del poder revolucionario y empezara a desertar masivamente. Sin embargo, esa pérdida de popularidad para el régimen se vio compensada por la captación de sectores más pobres y marginados que no habían simpatizado con la revolución en el principio y que se incorporarían luego, seducidos por las demagógicas promesas del poder y un explicable resentimiento social. Es decir, los negros batistianos se harían revolucionarios por el mismo tiempo en que muchos blancos desencantados de la revolución se marginaban o tomaban el camino del exilio.


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