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Actualizado: 17/05/2024 12:58

Humor

Carta a Anselmo Suárez y Romero

Pazguato y franciscano Anselmo Suárez y Romero:

Cada vez que veo el siglo XIX —y lo veo muy poco, lo justo— me conmuevo. Cuánta gente grande hubo en el siglo XIX. Me pregunto cómo cabían todos en ese siglo. Y en pensando eso comprendo por qué a muchos de ustedes los expulsaban o tenían que salir huyendo. Para que cupieran. No hay más vuelta de hoja. Si no lo hubiera hecho así, se habría armado una revoltura tremenda entre próceres, capitanes generales, quintos, conspiradores, patriotas, poetas y representantes de la corona. Era un problema dental: en una corona no caben tantos dientes.

Pero usted sobrevivió. Mínimamente, que todo hay que decirlo. Grisesito y con pespuntes negros. Y los pespuntes negros vino a ponérselos ya muerto con la publicación de la novela Francisco, de tema oscuro y trama entramada, que siempre es mejor que decir de trama oscura, porque uno nunca sabe que traman los oscuros cuando se les novela. Aunque peor es cuando no se les ve o si no se les vela. Creo que el título de su obra fue una especie de reajuste semántico, una roñita fonética para atornillar lo castizo del idioma.

Como Anselmo es un nombre bastante desolado, que más tarde rescatarían las telenovelas, quitándoles el aire sapingolo y triste, componiéndolo —porque lo compuesto atrae, inexplicablemente— con un José o un Luis que lo hace ligeramente menos soso en los galanes protagónicos que son llamados José Anselmo, Luis Anselmo, Carlos Anselmo, usted tituló su novela con otro patronímico que rimara más alegremente, y que poseyera aristas más enjundiosas para los chiqueos.

No se puede bajar cariño o intimidad con Anselmo, que es asmático en la aspiración Ans, y que suena ridículo en su variante Ansel. Francisco, sin embargo, lleva su Pancho fuera de borda, con remos recios en la vertiente manchega: Paco o Paquito; en la catalana con Cisco, Chesco o Cesco, o en la burlona con Pancholo, Pacolo, Paquirri o Panchitín. Un Francisco puede pasar desapercibido a pesar de su fuerza, y en la marea de la multitud no desentona. Pero un Anselmito tira indefectiblemente a pluma o trajinada.

Tuvo en suerte nacer en familia armónica. Otros lo hacen en filarmónica hasta que alguien desafina y se tienen que ir con la música a otra parte. Por eso, sus primeros años fueron tan bien compuestos que no constan en ninguna parte, y luego se esforzó para seguir manteniendo esa costumbre. Logró, no obstante, clavar un récord disífilis de igualar en la historia patria: ser uno de los intelectuales más olvidados de este mundo, lo que en lenguaje campestre equivale a ser un pan con na, y en la definición citadina un ñiquiñaqui. Llegó a ser tan brillante en esa obsesión, que pocos recuerdan haber coincidido con usted en fiestas, reuniones, paradas de ómnibus o actos masivos, y mucho menos en aquellas sabrosísimas tertulias que se mandaba el buenazo de Domingo del Monte.

Era tan cuidadoso en su falta de importancia que sospecho se hizo todo un profesional. Los especialistas en esa rama suelen desplegar ingeniosas variantes. En el socorrido caso de las fotos de grupo, tras el esfuerzo del fotógrafo por componer la manada a golpes de "los de la esquina que entren un poco más", "péguense un tin más, caballero", o "apurrúñense, mi gente", y a pesar del "miren al pajarito", sale una mancha en el lugar que ocupaban, o un fogonazo de la cámara que les deforma los rasgos. En su caso no. Simplemente quedaba un espacio dolorosamente vacío, una especie de vacante en el molote de imbéciles con expresiones diversas y unánimemente complacidas. Hizo usted del hueco todo un arte.

Pero no siempre fue así. Prometía llegar a algo, o al menos a alguna parte. Abrigado por aquella familia armónica, que le puso maestros notables, casi siempre dominicos. Puede que esa haya sido la causa de su anonimato posterior, o su transcurrir invisible. El domingo es un día bastante laxo, soso, zanguango hacia el mediodía y ardientemente líquido en el crepúsculo, donde va perdiendo hasta el acento. Ya noche, el domingo se hace inquietud y temor, y padece de una insulsez totalmente gástrica.

Había nacido en La Habana un 21 de abril de 1818. Como ese día no hubo otro, al menos para usted. Imagino los comentarios familiares esa apacible jornada de abril, tras la movedera de la comadrona, el trasiego de palanganas con cataplasmas diversas, las coladas para invitados, familiares y curiosos que no se pierden una, y a su señor padre contemplando la consumación de su obra, atusándose el espeso bigote —reconstruyo la época prácticamente de memoria con varias coplas de uso—, observando a aquel frondoso varón en la cuna, y musitando —en aquella época la gente bien no gritaba, sino que musitaba. Fue un tiempo lleno de murmullos, donde lo gutural no había pasado aún a primer plano político— estas palabras:

"Hum, hombre, no está mal para nacer en una familia armónica y capitalina. Se le ve poco espíritu. Le llamaremos Anselmo, y de ñapa le colgaremos un Suárez y Romero que le dará peso específico al esqueleto. El mozo promete, voto a Dios; será un hombre recto, anodino y poseerá una espléndida escoliosis. Terminará escribiendo un libro y eso lo convertirá en un perfecto inútil, por Belcebú".

Hasta su adolescencia todo estuvo bien, según la premonición paterna, y hasta pudo estudiar usted en el Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio —que era un santo con carabina de ases—. Con 19 añojos, preparado ya para que le fueran olvidando, se graduó del bachillerato en Leyes en la Real y Pontificia Universidad de La Habana. Para nada. Su señor padre, Ildefonso Suárez —que resultó ser más Víbora que Santos Suárez—, asesor legal durante el gobierno de Tacón, fue acusado de unos turbios tejemanejes jurídicos y tuvo que salir echando un pie dejando tacón y suela para no perder el calcañal.

Así conoció usted el exilio, que le nutriría —no tanto como a mi, que nací en familia desarmónica o que desarmonizó el gobierno con entusiasmo— para hacer esa gran novela, Francisco, por la que sería olvidado con tanta constancia posteriormente. En ese siglo XIX uno podía escoger los exilios, y su familia optó por el más cercano, que era a la vez el más intrincado, y que le daría a usted la oportunidad única para ejercitar su afición a ser tirado a mondongo.

Se fueron con los matules a Güines, que en esa época estaba más lejos que hoy pero con idéntico difícil acceso. Eso era entonces lo más similar a vivir en casa del carajo, y lo parnasiano se le juntó con lo mandinga, pues tuvo la oportunidad de vivir cerca de la materia prima de su novela y aguzar su ingenio: el ingenio Surinam, con sus alegres barracones de esclavos.

Ahí cogió cajita, como se dice en la mata del idioma, para que Martí dijera luego de usted: "Realmente Anselmo Suárez y Romero es un generoso corazón y uno de nuestros más castizos hablistas", que es como no decir mucho, pero bastante para lo gris que alcanzó a ser. No sería lo mismo si su nombre hubiera sido Generoso y no Anselmo. No veo al Pepe elogiándolo con redundancia —"Generoso es un generoso corazón"—, que lo descalificaría ipso facto como hablista castizo.

El aire de la esclavitud le abrió el moropo y le sembró ideas tan brillantes como para madurar su novela que tituló inicialmente Carlota Valdés, con lo cual le hubiera dado adelante al pobre Cirilo Villaverde, y le habría dejado destitulado, sin poder escribir su Cecilia.

Pero no. Tuvo que meter la cuchareta el infalible Domingo del Monte —lo suyo con los domingos era un sino— y le alentó a meterse en paliza de once varas escribiendo un "fuerte alegato donde retratara los horrores de la esclavitud". Y así lo hizo, o lo intentó, y eso me obliga a hablar de la obra que nos legó para que le pasáramos un estúpido velo a su nombre. No fue un libraco lo que se dice logrado. Los críticos que no han vivido mucho tiempo en un barracón se le han tirado encima a su historia y le han encontrado problemas estructurales, ñoñerías, incongruencias, y una deficiencia de estilo que no le hubiera permitido asistir a un Encuentro Nacional de Talleres Literarios. Mas, como documento testimonial sobre esa estricta forma de vida llamada esclavitud, funciona.

La esclavitud era horrible, y puede calificarse de cualquier modo menos el decir que era libertina. De libertina no tenía nada. Era sobria y dura, tirando a espartana. Y muy oscura. Aunque lo peor que tiene es que la gente no la elige por sí misma. No es de los estilos que uno adopta voluntariamente. Y deprime. Hay que ver cómo deprime la esclavitud. Porque si hay algo peor que trabajar es no saber para quién trabajas. Máxime cuando son esas horribles tareas agrícolas para las que no se tiene preparación, con materiales que tienen nombres en otro idioma, metido entre raros hierbajos y gramíneas que serán dulces para cualquiera menos para quien ha de cortarla en tres golpes de mocha.

De más está decir que su Francisco —que también se puede decir Francico, y hasta queda mejor— era un africano sometido a ese régimen de trabajo ininterrumpido y agotador que algunos especialistas llaman forzado. El trabajo, no Francico. Para colmo, en vez de vivir en un apartamento de mala terminación en Alamar, estaba asignado en un barracón, que es como un albergue pero más africano, con pésimos olores y gente que habla en lengua toda la noche. Y no hablemos del transporte, que suele agravarse cuando uno padece de trabajos forzados.

Para colmo, al pobre Francico no le pagan, aunque come tasajo y boniato, que muchos años más tarde valdrán su peso en oro y que disfrutarán los biznietos de quienes le tienen en ese contrato inhumano. Él está loco porque lo inhumen, pero tendrá que aguantar, pues la otra variante es igual de absurda: que le paguen con unos papelitos raros y sin valor que inventó el dueño y que ha bautizado como "pesos convertibles", porque el mismo mandamás los convierte en lo que le da la cañífera gana.

Podría estar hablando interminablemente sobre los defectos de la esclavitud, lo mala que es su novela —ahora mismo no sé qué es peor, si la esclavitud o su obra— y el efecto negrativo que tuvo ese sistema económico en nuestra isla. Salvando el deporte y la música, el resto es de rompe y raja. No sigo porque no quiero deprimirme. Me cuido la salud y me entra una depresión económica si pienso que aquellos esclavos no podían ni reparar el barracón por falta de materiales, y se acostaban molidos, soñando que venía el capitalismo a redimirlos y a hacerlos choferes y mecánicos, pero decentes y con posibilidades de comer queso crema e irse de vacaciones.

Usted se murió el 7 de enero de 1878 sin ver publicada la novela ni conocerme a mi, como para dejar más hueco en ese siglo XIX tan repleto de próceres. Quizá murió porque los Reyes Magos no le trajeron nada. Usted se lo había buscado. Pienso que Melchor, Gaspar y Baltasar se estaban preguntando, al borde de sus camellos, quién demonios era aquel tipo que les había escrito la cartica.

Con más ingenio sin caña cerca,
Ramón

© cubaencuentro

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