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Actualizado: 17/05/2024 12:58

LA COLUMNA DE RAMÓN

Carta a Carlos Enríquez

'El rapto de las mulatas' iba a representarse en vivo, con actores de carne y hueso, en los consulados cubanos de este vasto mundo.

Transparente, azuloso y hurónico Carlos Enríquez Galope:

No fueron sus transparencias, sino la cola del Consulado cubano en aquella acera del Passéig de Grácia en Barcelona lo que me hacían recordarle constantemente. Bajo la transparencia de la sal mediterránea, contra los recios muros del modernista catalán, veía, embozados, a individuos de peninsular abolengo. A su vera, el botín andante de sus saqueos insulares: la canela que habían ido a buscar al Caribe profundo, unas mulatas que a los dos meses de ser raptadas, ceceaban como turcas embriagadas con vino de La Rioja, en un temblor dental de adaptación exquisita a la Madre Patria. Se habían dejado secuestrar para pasar un buen rapto.

Verlas allí, con sus pieles canelas e incluso más oscuras, nocturnales y penumbrosas, pronunciando con dificultad las zetas y eses —muchas veces fecales— que les imponían sus secuestradores, me nublaba la transparencia. Eran inocentes huríes casi azules, y de una hurí a un hurón, aunque sea azul, no va mucho, así que le llevaba yo, inconscientemente, en la memoria. Y si no pensaba en usted en aquel momento con la persistencia con que ahora lo hago, era porque andaba yo en otros descubrimientos importantes, como el haber descubierto que la jirafa es el único ser humano que se puede lavar las orejas con su propia lengua, con lo que yo necesitaba esa virtud.

Lo intenté muchas veces —limpiar mis orejas con la lengua, no raptar mulatas— sin éxito. Hoy, agotado por el esfuerzo, y abandonando irremediablemente esa tarea lingüística, me han venido las dos imágenes superpuestas: su cuadro más famoso, y aquellas nubias recias y perplejas en la acera consular. Con su lar lejano, sus pelucas de reciente adquisición, sus desrices felices, su candente insularidad, su ardentía caribeña, su desparpajo natural, su español atropellado —hablo del idioma, no del marido, que también correrá la misma suerte—, sus pestañas mestizas, sus labios inflamados por el esfuerzo de cecear, sus nuevos vocablos incorporados, y su adquirida convicción de que los nacidos en la isla de Cuba somos un hueso duro de roer, pero que cabemos en cualquier sopa.

Recordé que usted había muerto el 2 de mayo de 1957, en La Habana, sin saber que El rapto de las mulatas iba a representarse en vivo, con actores de carne y hueso —más lo segundo que lo primero— en las cancillerías de este vasto mundo. Ya ve —que no es invocación a Dios— de su pintura saltaron las mulatas al urbe est orbi, y se han dejado raptar por culpa de los que reptan en nuestra transparencia.

Después de todas esas sorpresas mentales ya no me extrañaba nada suyo. No solamente había sido un innovador en lo de la brocha y el pincel, sino que se había anticipado a las futuras raptaciones en un rapto de intensidad mental: nos iba a ver desapareciendo de la tela cuando se perdieran las telas, caballo de por medio, escapando de todos los cuadros —incluyendo a los cuadros municipales— hacia una infinitud que se desborda, por la misma borda. Nacer en Zulueta el 3 de agosto de 1900 parece marcar a las personas. Zulueta es poblado y calle habanera, y vocablo de rima picaresca que conmina a buscar burro de inmediato para que ejerza de semental.

No por gusto me sentía yo tan bien en cada visita a su diminuta finca en Párraga. Entre libaciones en su ausencia, se me fue colando su espíritu burlón, haciendo Tilín Tilín, y hasta Tilín García, y me convertía también en iluminado en época tan oscura. Tanto ron al pie de su mamífero marinado hicieron de mis años de penumbra una década más que oscura, oscurda. Libé tanto que casi me llaman Liborio. Sería por aquel reblandecimiento de mis principios éticos que no valoraba en su sentido cabal otro de sus cuadros: Campesinos felices, el retrato patético de una familia agraz agraria, donde su pincel genial sugería abundancia de oxiuros. Era un cuadro político, con cierta incapacidad para superar sus errores, al menos los medicinales.

Antes de usted, los cubanos teníamos una idea bastante rara de la transparencia. A lo más que llegábamos en temas de diseño era al adorno de los cakes de cumpleaños; panetelas anchas, largas, esbeltas, en cuyo merengue se realizaba el cubano haciendo filigranas rosadas para las hembritas y azules para los varoncitos. ¡Qué líneas! ¡Qué firme pulso en la trayectoria, el transcurrir conmovedor, similar a una guardarraya, y el golpe sensual de las virutas y tetillas, donde se hacía palpable la impronta del catalán Gaudí!

Eso, en los de cumpleaños. Las tartas de bodas eran más un happenning, con aquella parejita elegantemente plástica, y el arco ojival que les amparaba en la futura fortuna. Pero pasó lo que pasó, y el nacido en isla tan venturosa y colorida, cruzó del merengue a la lechada pálida, sin transición ni anestesia —tal vez con una Anastasia llamada cariñosamente Natacha—, con la pasión contenida por las estrecheces logradas por la victoriosa revolución, el internacionalismo de la prole proletaria y la abulia final que llevó a la resignación. El cubano dejó de dibujar Picassos encima de los cakes por falta de huevos, o porque todo comenzó a caer del techo de la patria, y las tartas vinieron consumadas y consumidas, unánimes y uniformes, con el mismo mensaje seco y bieloruso en la merenguería. Y al final, el desmerengamiento.

Nos quedó el agua de chirri que resultaba de diluir la cal en lo potable, tal vez porque los otros condimentos eran exportables. Fue el final del libre albedrío, que dio paso a la libreta de bodrios. Se acabó el pan de piquitos, y de ñapa, la abierta pasión colorante. Quedaba el paisaje, pero el paisaje pasó a ser patrimonio nacional, con lo que los nacionales estaban excluidos de la tocadera. Y hubo un tiempo también en que la más ancha fuente de colores era el mar, abierto y democrático, pero peligrosísimo. Y el mar comenzó a estar, en la mayor parte de los casos, debajo del bote y no en el horizonte del atardecer, y cuando uno rema no anda mirando tonalidades ni transparencias.

Así que no evolucionamos. Usted murió de inconsistencias éticas, y de sobreabundancias etílicas, y nos conformamos con lo picúo de la pareja de indios en la pared, con ofensivo chapapote rebajado, o aquellos escasos flamencos subidos de tono, que parecían derramarse por exceso. No imagina el daño que hacen a la larga —iba a decir a la postre, pero sin comida no hay postre— los carteles conminatorios, los afiches heroicos, la propaganda machacona cuando el Invencible Brocha Gorda agarró la sartén por el mambo y realizó su sueño dorado de convertir los carteles en escuela.

Ahí fue cuando las mulatas empezaron a dejarse raptar, como insufladas por los antiguos dioses, para arrimarse a la parte europea de sus ancestros. Con esa expresión de rapto y entumecimiento feliz las vi en la acera barcelonesa del consulado, con su raptor al lado, huyéndole al fervor del velociraptor insular. Por eso descubrí que su cuadro estaba más vivo que cualquier cuadro del partido, y eso que dicen que el partido es inmortal, aunque yo afirme que es, en su vibrante color bostezo, lo más mortal que han inventado.

Será que la vida misma, o eso que llaman destino, o tal vez ese disparate que denominan lo esencial truncado, nos ha llevado a todos a cargar con los colores patrios, cuando nos dimos cuenta que el patrio de nuestras casas no era ya particular. Si no, que vuelvan a mirar su obra más renombrada: entre los espectrales hombres con el sombrero sobre los ojos, y las fantasmales mulatas de azulosa voluptuosidad, se distingue, brioso, colérico, venático y casquivano, un recio caballo. El animal obliga al rapto. Como un reptil de sangre hirviente a punto de quemar los alrededores humanos.

Muy hurón y a veces azul,
Ramón

© cubaencuentro

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