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Actualizado: 17/05/2024 12:58

LA COLUMNA DE RAMÓN

Carta a Constantino Ribalaigua

La carta de El Floridita se cumplía más que la constitución socialista, y lo mejor, no discriminaba.

Coctelero, floridiano y meneador Constantino Ribalaigua Vert, Constante:

Vert para creert. Si hubo en el mundo alguien más autorizado a enseñarnos a hacer mezclas, ese fue usted. Y lo hizo en casa del trompo, a pesar de que sus mezclas —que luego llegaron a llamarse cócteles— no desembocaban en las trompadas. Si había un país en el universo donde podía usted dejar volar su imaginación creadora, hacerla flotar como un corcho de ginebra o ron, esa fue la isla que escogió para llamarse con el nombre con el que se llamó, y usar el apellido que casi nadie podía pronunciar.

También fue extraño que lo lograra en un país donde la inconstancia es un sello. Qué se lló. Llamarse Constante o Constantino ayuda algo, pero llevarlo a buen término, rodeado por todas partes del déjalo para después, o el mañana dirá, o quizá le meta mano más adelante, ya pone un mérito adicional a su coctelera. Salvando un adminísculo conocido como Libreta de Abastecimiento —que desabastece de todo, y es en sí misma una broma— nada ha durado mucho en mi país. Bueno sí, un coctelero más grande, viejo y zorro que usted, que ha sabido mezclar a San Berenito con Santa María, a pulso y sin hielo, sin dar la receta a nadie.

También fue extraño y meritorio lo suyo, porque vivía en ese añorado estado mental que se llama "aquí y ahora", con su esencia catalana, en lugar de estar siempre mencionando "el futuro" como la fecha más cercana. Tampoco hizo lo que hizo en homenaje a fecha alguna, sino con el gusanito de la inspiración. Llegó un momento en que la inspiración era siempre sospechosa, y el gusanito muy mal visto.

Si algún día nos quedan ganas y fuerzas para enderezar eso que antes se llamaba país, y que ahora, bajo la denominación de patria se usa como alfombra para que se sacudan los pies todos los petimetres de este mundo, habría que estudiar su biografía, su metodología humana y precisa, y la historia y evolución del local que levantó usted desde mal bar de barrio a selecto sitio, "limpio y bien iluminado", que incluyen todas las guías y todos los itinerarios universales.

Imagino a la maestra, diciendo: "Niños, hoy vamos a estudiar la figura de un buen hombre" (Nada de héroes, ni próceres). "Constantino Ribalaigua, hijo de pescadores de Lloret de Mar, en Cataluña, que vino a hacer las Américas y halló la fórmula de nuestra esencia nacional, una de las puntas de lo que somos… A ver, repitan conmigo: Ribalaigua… ¿Cuál es el lema? Seremos Constantes". Qué escena más emocionante, qué pasión tan contenida, encausadita, tibiecita, como han de ser las pasiones para que se dejen disfrutar: el raciocinio por encima del racionamiento.

Y en las escuelas se hablará de cómo llegó joven a San Cristóbal de La Habana, serio, callado, amable; cómo entró en 1914 a aquel establecimiento de Obispo y Monserrate, que se había llamado La Piña de Plata, para luego ser El Florida, y terminar siendo El Floridita, donde iba a decidir su destino y el futuro filosófico de la nación cubana. Entonces la coctelería no era un arte, sino el oficio sediento de químicos espontáneos, curdas inspirados y alcohólicos con urgencia más de vuele inmediato que de disfrute.

Los cócteles se llamaban mezclas, y los que no acudían al ron peleón o al aguardiente de guindas, le metían al mofuco perentorio, o a unos brebajes llamados "coloniales", o se quedaban en lo conocido, cuando a la unión de ingredientes diversos se les denominaba "meneados" o "acampanados". Era todo como ahora pero con más hierros en los preparos: siempre se tenía a mano alguna fruta sensual que brindaba su jugo, para amansar los estólidos alcoholes. Un Chispa de tren rebajado con mandarina ha de ser, por fuerza, más sano y delicioso que con agua tibia de la pila.

Los manuales describirán cómo compró usted El Floridita en 1918, con deuda y todo, y se empeñó en sanear sus libros con esa virtud que ya llevaba su nombre, y con un trato respetuoso, ameno y cálido, alejado del moderno "Qué quieres, papa", el confianzudo "¿Qué te pongo, el hermano?", el empalagoso "¿Qué te cuadra, mi amol?", o el circunspecto y konsomólico "¿Qué se le ofrece, compañero?". No. Con una mirada cálida pero distante, sin abanicar pestañas ni poner boquita de puchero, invitaba usted al consumo y la confidencia, y todos aseguran que verle en acción era un espectáculo estremecedor. Todo aquello se llamó, una vez en la vida, eficiencia.

Sobrio y a la vez elegante, aparecía usted en su local a las siete en punto de la mañana, aunque se había marchado casi de madrugada tras el último cliente. "Pantalón negro, camisa blanca, lazo —sin Esteban—, chaquetilla, smoking con delantal" era su uniforme de campaña. Así podía entrar lo mismo al Louvre que a la ruta 15. Y un gesto sereno, decidido, que denotaba la voluntad de resolver in situ las contrariedades sin tener que llamar a asamblea o elevar una queja. Afabilidad, buen trato e inventiva. Así, a la chita callando, con Tarzán embriagado de placer, coló cuatro de sus cócteles en la lista de los diez más famosos: el Presidente, el Havana Special, el Mary Pickfords y el Daiquiri.

Estaba preparado también para cumplir, parco, certero, rápido, exacto y, sin embargo, aparentemente derrochador, cualquiera de los 150 cócteles que tenía la carta del establecimiento. Cumplimiento religioso, riguroso, como cuestión de honra. Nada de justificaciones o evasivas al estilo de "la empresa no mandó hoy los limones", o "estamos esperando el hielo".

La carta de El Floridita se cumplía más que la constitución socialista, y lo mejor, no discriminaba. Lo mismo le sonaba usted un Manhattan al parroquiano, que le inventaba un Papa Doble al sediento novelista americano que comenzó a arrimar el hombro por su barra una lejana tarde de los años treinta. Parecía cumplirse allí, en el esquinado local, la máxima martiana de "Con todos y para el bien de todos".

¿Qué había descubierto usted que lo distingue ante mis ojos de actual abstemio? ¿De qué mineral se compone la piedra filosofal sobre la que fundara, como San Pedro el otro negocio, la claridad del suyo, y de paso, destapar esa esencia o voluta que nos puede unir como nación? ¡El Bar! Supo que el bar era el concilio de todas las alegrías y los sinsabores. El sitio perfecto para reunir el agotamiento, la desazón, la euforia, el amor, la victoria y la ruina. Al bar van los hombres a querer ser como creen ser, o a soñar lo que quieren realizar, o a que les miren como desean que les miren a través de los espejos del alcohol. Y en el bar se conversa, se cuentan penas y planes. Se acercan puntos de vista, aunque ya ni se vea o se tenga cara de pescao en tarima. Es el misterio de los planes y los peces.

Y si a un bar lo distingue usted con cosas que estaban por ahí separadas, llorando en su aislamiento, y de ñapa les pone ese invento celestial llamado hielo, en un país donde caen raíles de punta, la magia es total. En el bar no se manda, se solicita. En el bar le sirven, no le imponen. En el bar se pide, no se ordena. ¡Ah, qué Congreso es el Bar! Y usted, mirando y dejando, especializado y especializando, todo sobre productos autóctonos: hielo y ron, el ying y el yang. El equilibrio zen que necesitamos.

¿A dónde van los desaforados luego de gritar, patalear, aullar, correr, alzar pancartas? A un bar, a contarse lo bonito que les quedó ser violentos. ¿Dónde buscan refugio los iluminados, los asesinos, los idiotas, los despechados, los optimistas, los descubridores, los chulos, los filósofos? En un bar, a que el limón les ilumine la garganta y el hielo les renueve la vejiga. Usted no tenía prisa. No salía a buscarlos. Ellos venían. Así halló la fórmula sencilla de aquel brebaje con nombre de playa, que antes bebían los alquimistas descentrados sin precisión científica: le supo dar al Daiquiri ese lujo aparente que todos necesitamos.

Mire usted qué sencillo: una copa helada, hielo que una máquina americana convertía en nieve, ron nacional y limones de su huerto. Todo mecido, acunado, movido, batido en coctelera o en artefacto eléctrico, acompasado, sensual, introduciéndose dentro y fuera de su complemento, para deslumbrar como diamante al ser servido por unas manos limpias, precisas, amables. No costaba trabajo. Sin hablar, sin acogotar, sin agotar al prójimo, le ponía ante los ojos el maná de la paz, la semilla de la modernidad, para que dialogara o soñara.

Hay que estudiar su República, el sitio de convivencia que construyó, lento y constante Constante. Constante y sonante, porque nada es gratis. La copa se paga. Así tiene usted medida de cuánto puede pasarse o contenerse. Para que no se perdiera su memoria hizo imprimir un libro de cócteles, recetas que pasarían de mano en mano.

Formó además, discípulos, que es otra de las bases de un país. Y como colofón, tiene en su sitio natal una calle que lleva su nombre y un párrafo completo en Islas en el golfo, amén de otras recordaciones escritas por aquel cliente grande y colorado que le hacía competencia en la constancia. ¿Qué más pedirle a esta vida, aparte de que no lo molesten a uno con discursos de seis horas, banderitas inútiles y despertares guerreros los domingos?

Habrá que estudiarle a usted siempre, Constantino, si queremos alguna vez enderezar el techo del conuco, y hacer un bar del bajareque, donde quepan desde un barman catalán hasta un escribidor norteamericano. A la sombra de un ala, recostados a la caoba pulida, alrededor de una mesa, bajo una luz amable. Y que después de sonreír o hablar cáscaras de piña, se vayan los contertulios a lo suyo, calabaza calabaza, cada uno pa' su casa, a hacer la vida como cada cual considere. Y que se amanezca sin resaca.

Muy floridano y gran admirante,
Ramón

© cubaencuentro

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