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Actualizado: 17/05/2024 12:58

Humor

Carta a Enrique Fontanills

Perínclito y gaseoso cronista social Enrique Fontanills:

Pueda mi pluma —que no es de cisne, ni de ánade— acercarse lo bastante a tu estilo insuperable. Quiera mi inspiración bogar donde ánade le importe, y que mi hemorragia verbal fulgure como tu prosa acuática. Sé que no podré. Alimentada mi ebullición metafórica en los últimos tiempos de ecos vulgares —como antes lo fuese de laterío búlgaro— de pasta de oca como única referencia avícola, mi tropo se entume, mi fulgurante escarabajo métrico se hace coleóptero estercolero, y no puerro. A pesar de que siento un oximoron, mamita, me están llamando.

Oh tiempos gloriosos los tuyos, cuando la prensa era menos prensada. La sociedad crecía, se hacía alta. Crecía la Alta Sociedad mediante la acumulación de un objeto muy sencillo: rectángulos de papel impreso por las dos caras —solían mostrar la careta impoluta de algún prócer, con lo cual era algo parecido a coleccionar procervativos— llamados "billetes", alias plata, lana, cocos, magua, etcétera. Es lo que ahora en otros lugares del orbe mundial se conoce como fortuna personal, eso que le quitaba el sueño a un alemán muy barbudo que resultó bastante inútil para adquirir objetos semejantes.

Ese fue el potrero en el que trabajaste de sol a sol, porque la Alta Sociedad, como cualquier sociedad de bajos instintos, se vuelve loca porque alguien hable bien de ella, en general y en particular. Y lo particular da dividendos si uno descubre que a las mujeres les encanta que alguien de vena poética ponga en blanco y negro cosas como "la agraciada dama, de belleza y elegancia sin par"…, o el caballero estulto goza con una escultura marmórea de esta guisa: "la grácil prestancia del caballero iluminó el ágape con su donosura…", que no es lo mismo que decir, en el idioma de estos tiempos: "el acto fue presidido por el compañero Marmoto Pérez, Secretario General de…".

Que finos saraos reseñaste. Que bulliciosos y concurridos festejos cinceló tu pluma, cargada de adjetivos para alegrar bribones. Allí se hablaba el francés con soltura, y el inglés con acupuntura, idiomas que vienen a enriquecer la lista de calificativos incomprensibles pero hermosos, cuyos agradables sonidos enternecen la vanidad del alma humana. Entonces tenías un único enemigo: el linotipista o emplanador, ese proletario urgido y envidioso que podía echar por tierra tu fabulosa enjundia, equivocándose en una letra que cambiaba el sentido de la juglaresca composición que habías logrado, dejándote descompuesto.

Es famosa la errata con la que un miserable ridiculizó una de tus estampas en El Diario de la Marina. Habías logrado uno de los momentos cumbres del idioma, resumiendo una sonada kermesse de la capital —de las que engrosaban tu capital—, y que en apretada síntesis alababa y halagaba con precisión inimitable. El fragmento decía: "La dueña de la casa, siempre tan bella y gentil, prodigó su celo entre los invitados". El infame saboteador cambio la "e" de celo por una horrible "u", convirtiendo en pornográfica y soez la estampa de aquella dueña de casa, bella y gentil, que prodigara su grupa, y su abertura anal entre los alebrestados invitados masculinos. Que el otorgamiento del ojete, así, de manera burda y colectiva, era regalo oculto, digno de otra prensa más baja, y no de resonancia periodística. Al menos no en tus esperadas crónicas.

Fue un lunar diminuto que no empañó tu carrera. Claro que tu divertida prosa, y la inteligencia con la que rentabas los adjetivos fue motivo continuo de envidias y bajísimas pasiones. Después de ti, la selva. Nadie supo más tarde acercarse al pedestal que ocupas en ese estilo del periodismo. No de balde un colega te retrató para siempre con estas palabras: "Fontanills es una institución elegante. Fontanills es el árbitro del savoir faire, el consagrador de las reputaciones en lo chic, el introductor de bellezas al gran mundo, en el cual es, como si dijéramos, un Petronio, a pesar también de su vientre de banquero".

Redondear tu vientre fue toda una odisea. Un vientre de banquero no es lo mismo que una barriga cervecera. La chusma llega a tener lo segundo mediante el método —antes muy simple— de la continuada ingestión de fécula fermentada, sea en piloto vulgar o tiro clandestino. Para tener lo primero se precisa obstinación gastronómica, constancia en la fibra, una vida disciplinada, elegancia sibarita y un conocimiento profundo del extenso universo culinario. Entregarse a lo culinario no es obsceno, sino más bien coseno.

Habías comenzado en El Liberal, saltando a continuación por diversos medios como La Lucha, La Discusión, El Fígaro y La Habana Literaria, hasta llegar a la que fuera, desde finales del dorado siglo XIX, tu verdadera y permanente trinchera de ideas: El Diario de la Marina, de sólido prestigio y arcas inamovibles. Allí empezaste desde abajo, que puede traducirse como que comenzaste desde las filas más humildes. Reseñabas cualquier cosa, lo mismo un libro que un laxante, pues la literatura provoca laxitud, hasta engrampar, con garra de oloroso terciopelo, la columna de vida social, inicio de una carrera más prometedora: administrador de adjetivos, cobrador de enjundias, racionalizador de calificancias.

Eso es tener sicología y lo demás pan con pasta. Para uno convertirse en cronista social —aunque no se tenga un perfil ventricular de banquero y no lo desbanquen— hay que ser, más que socio, sociólogo. Y especializarse en temas diversos de vanidad humana. Saber la diferencia entre ramplonería —que no es andar por la Rampa— y gazmoñería —que no es habitar en Gazmoña—. Además de especializarse, con dedicación, buena pupila y agradecido paladar, al mundo textil, astrológico y psiquiátrico. Amén de aficionarse profesionalmente a la gastronomía, adquiriendo una cultura gástrica que vaya de las hierbas provenzales al gruyere, del ajo y sus múltiples halitosis, al cilantro; del orégano a la pimienta de Cayena, sin cayer en futilidades ni urgencias del pan con na, los chicharrones de viento, el arroz con tropiezos y la croqueta de ave-rigua.

Un oficio, en fin, que ha de llevarte a ser un hábil conversador, un observador de primera, poseedor de una diplomacia sin berrinches ni guaperías, para moverte sin dificultades entre la lisonja y la disculpa, sin solapín de enviado especial. Eras sombra y luz, y hacías mutis por el forro de manera discreta, imperceptible. Eso le daba caché a tus calificativos y subía el precio de tus comentarios. Se sabe más de lo que se dice y uno es dueño entonces de lo que se quiere y puede decir, que es lo mismo que lo que se sabe decir para agradar. ¿Dije agradar? No, que desliz, que aligera torcedura de metatarso. Quise decir para agrandar. Agrandar el patrimonio personal, que en el mundo moderno se denomina fortuna.

La profesión —social ella— lleva también cursos intensivos de historia textil, actualizaciones de la moda y el diseño, y un postgrado en licores, imprescindible, para no confundir el champán con el agua de birria, ni la solera del buen vino, y mucho menos los néctares ocultos del brandy con la guarfarina de urgencia. Todo con mucho tino —más Dentino que Modotti— y un manejo delicado de la palabra en toda su esplendorosa vastedad, para discernir, con holgura exquisita, entre el caki chino y las muselinas o el organdi, y no equiparar las sinuosas sedas de la China con el disfraz de espárrago crudo, que es la usanza moderna en ciertos círculos de lo que vino a sustituir la Jai, esa aristocracia donde se llegaron a entremezclar el garrotero con los Duques de Covadonga, o el Marqués del Westinghouse con el Manengue en ascenso. En fin, que hay que saber la diferencia sutil entre un General de Brigada y un General Electric.

Hiciste tanta escuela que todavía me extraña que nadie te nombrara ministro de Educación. Sería tal vez por ser ventrudo y finolis. Pero confieso que ahora siento mucho jolgorio —¿será bueno sentir jolgorio?, ¿no es mejor decir júbilo? No, el júbilo lo sienten los jubilados y ciertas masas populares. Siento jolgorio, o alegrecencia— de que hubieses roto la pluma cisnera en el 33, que fue un año muy revuelto, que iniciaría una revoltura estomacal que pienso no tiene cura inmediata. Enterrado el asunto, y tú con él, ya no hubo paladín de tu espesura literaria, sino mansos remansos mensos.

La crónica social, como que desapareció treinta años más tarde. Se convirtió, lenta e inexplicablemente, en cosa del pasado mundano, cuando nos alejamos del mundanal ruido del mundo bajo las —rdenes de Furibundo el Magnífico, especialista en magnicidios poblacionales. No te veo a ti escribiendo la crónica de nuevo tipo, más que social, socialista, porque los de arriba se fueron, los de abajo iban a subir, pero Furibundo emparejó a la baja, con lo cual todos nos quedamos más jodidos que mosca en manteca hirviendo. Y una nueva casta se coló en la canasta, odiando profunda y seriamente a la anterior, pero repitiendo las mismas cositas y habitando sus mismas casitas. Oh, que cambios más lindos se dieron, eximio Enrique. Que chic trajo la noble nobleza revolucionaria con su swing de izquierdas a la mandíbula.

No te veo describiendo un acto oficial de los de ahora. Intentaré asumir tu estilo para hacerlo aunque las dificultades propias del hecho en sí —dubitación filosamente filosófica— me impidan despegar y alcanzar tus altas cumbres. Voy:

"Hermosa y fulgurante noche en los jardines del Palacio de las Convenciones, donde las elegantes y combativas damas de la Federación n de Mujeres Cubanas departieron amigablemente con el Ministro de las FAR. El gentil caballero, que ocupa tan importante destino, vestía sobria muselina de hondos tonos, con sus estrellas de lánguido oro sobre los hombros. La primera Dama deslumbró a la concurrencia con una creación exclusiva del Taller de Retrograbados Granma, con diseños del compañero Felito, sobre tela de pamplin plisado, en unos vértices de amplia gama de rosados, que reafirmaban el carácter socialista de la espléndida soirée".

No puedo, es imposible. Tanto aprender a vender adjetivos para caer luego en los malsanos edictatoriales que escribe Furibundo. No me siento con capacidad de sustituir tu percepción del céfiro que desprende la ergástula. ¿Imaginas cómo me retuerzo la metáfora y se me inflama el tropo al describir tamañas gestas? Ahí te va un postrero esfuerzo como ejemplo:

"El Secretario General, de la fecunda Central de Trabajadores de Cuba, derrochó, entre la gentil concurrencia, chispazos de inteligencia".

Planto. Me niego. Es cierto lo que dijeron una vez, allá en la prehistoria del islote: "El Diario no puede estar sin Fontanills, ni Fontanills sin el Diario". Y no sabes cuántos cisnes prestan su pluma ahora diariamente para la croniquería. La crónica se ha puesto muy, pero muy crónica. Ha de ser por lo social, que se ensocia cada día más. A Diario.

Con una panoplia de Pamplona,

Ramón

© cubaencuentro

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