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Actualizado: 17/05/2024 12:58

LA COLUMNA DE RAMÓN

Carta a Thomas 'Pete' Willard

Quedó usted, durante 18 largos años, contratado como mamut siberiano, en medio de una isla que se derretía de calor.

Gélido y fiambroso capitán Thomas Pete Willard Ray, piloto en nevera:

Por el Día de Acción de Gracias —Thanks Giving Day, en el lenguaje rockero de los expedicionarios del Myflower— me regalaron un guanajo. Era un ejemplar perfecto, ampuloso, protuberante, ligeramente lívido, muy quieto y manso, espléndido con sus patas tiesas, sus muslos amplios como los de Faye Dunaway en su época, y unas alas que parecían raquetas de squatch. Es la costumbre en Norteamérica, donde todo comenzó con un guanajo y puede terminar siempre con un burro o un elefante que le cuestan demasiados pavos a la gente. El ave tenía un solo defecto: estaba muerta.

¿Qué hacer con tanta fibra?, me preguntaba petreocupado, a punto de cumplir mi viejo sueño vikingo de comerme, con las manos, un gran trozo de mamífero asado. ¿Lo meto en el horno, como dicta la tradición o, por el contrario, imagino ser un esquimal en iceberg y lo ingiero por municipios? ¿Qué localidad me meriendo primero: la pechuga, un muslo, el cascarón de proa o los cuartos traseros, aunque yo no haya nacido en Culiacán? Opté por esta segunda variante, aunque me di cuenta de que un pavo, por muy guanajo que sea, no tiene cuartos traseros ni baños intercalados.

De vikingo pasé a ser londinense. Una verde mañana tomé el instrumental quirúrgico y me convertí en Jack el Destripador. Partí limpiamente aquella mole en catorce provincias y un municipio especial, y ahí fue donde me vine a acordar de usted, mi capitán, porque la única solución para prolongar mi Thanks Giving fue congelar el cadáver, y así tuve muchos días sucesivos de acción para ir dando las gracias.

Pocos cubanos saben su historia. Si supieran cuántas veces pasaron junto a su cuerpo tieso, congelado a ocho grados bajo cero, se hubieran vuelto vegetarianos, o les daría mala espina cada vez que el gobierno del Big Congelator repartía pollos pilotos sacados de las neveras estatales.

El cuento era sencillo, y a la vez espeluznante. Era usted de Alabama sea Dios, y piloto, dos condiciones que le valieron que la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Juntos le designaran entrenador, supervisor, controlador un poco aéreo y coordinador de aquella tropa ilusionada que invadiría Cuba en 1961 por Bahía de Cochinos. No sé cómo se las arregló usted para controlar, coordinar, entrenar y supervisar a aquel molote de cubanos, siendo usted sureño y controlador aéreo. Tal vez era, sin saberlo, el candidato perfecto, pues los miembros de esa graciosa nación no hacen nada por lo bajo.

No quiero extenderme en sus méritos para no demorar el orgasmo del cuento, que es lo que los sexólogos del Tibet llaman "el clímax" del asunto. Para los cubanos, "el clímax" ha sido siempre una especie de enemigo para algunas cosas, y un aliado para otras. Los fenómenos meteorológicos nos distraen de los otros fenómenos, o de El Fenómeno en particular. Cuando sucede —como en los últimos tiempos— que El Fenómeno se pone a combatir un fenómeno meteorológico, todo se vuelve más ilógico.

En fin, que la tropa se lanzó, desembarcó, y se armó la de "daleunabúfataaLola", y en el "huélemelacolcha" y "pásameeltrapo" la descoordinación de aquella Brigada 2506 fue mayúscula, teniendo en cuenta que el Big Congelator había tenido, días antes, una especie de revelación mística, una iluminación subcutánea o el soplo de algún agente disfrazado de cocodrilo infiltrado en la Ciénaga de Zapata, pues en visita a esos hermosos y carboneros lares, con el anunciado propósito de desecarla —con lo cual los habitantes de aquel microsistema, campesinos, majases, garzas, manatíes, cangrejos moros, flamencos y cocodrilos hubieran tenido que ser disecados—, miró al cielo, escudriñó los mangles, olisqueó el viento de cuaresma y apostrofó: "A lo mejor se tiran por aquí".

Como la población de la época era todavía un poco beata, y en mayor medida mojigata, le creyeron, y pusieron cerquita todo un arsenal: tanques de guerra, tractores, metralletas y ametralletas, cuatro bocas, bocas del lobo, y al Gallego Fernández, así que a la Brigada 2506 la estaban esperando y no para ver si les llevaban pantalones y cuchillitas gillette. Se armó la de San Quintín, y en la refriega, que es como se le dice a una reyerta aunque no haya detergente, se recibió un mensaje en la base nicaragüense donde usted radicaba. Y el mensaje era perentorio, clarísimo y bastante desolador. Decía: "Manden más, que estamos perdiendo".

Para un militar pundonoroso como era usted, que la tropa asesorada estuviera en desventaja por despistes y otros quistes, y porque Juanito Kennedy había decidido, a última hora y sin decírselo ni al portero de la Casa Blanca, no mojarse más en la revuelta, fue todo un desafío, un insulto y un reto. Y allá se fue en su avión a ver cómo andaban los restos de las tropas. Y lo apearon de un leñazo, junto a su copiloto Leo Francis Baker, que ocupaba el importante cargo de morenito de a bordo. Era la mañana del 19 de abril de 1961.

Que a un piloto le tumben el taxi es una probabilidad bastante real. Que llegue vivo a tierra es casi un milagro, pero que se le aparezcan unos cuantos enemigos y lo suiciden con un tiro en la sien, sólo podía pasar en esa, "la tierra más fermosa que ojos fumanos vieron". En su astucia sibilina, Big Congelator había movido todos los hilos: movilización de la prensa internacional, reunión del Consejo de la ONU, recogida de desafectos en la Isla, y remodelación de la esquina de 12 y 23 en el barrio de El Vedado, para declarar que a los nativos les iba a caer el Socialismo irremediablemente en las cabezas y los estómagos. En secreto —rasgo inusual en el personaje— había dado una orden terminante: "Que me traigan a un americano vivo para el show que voy a montar".

Seguramente alguien equivocó la orden, para desgracia suya. Su copiloto estaba descartado, porque se parecía demasiado a Emiliano Zapata, de modo que ni drogados iban a creer los de la ONU que aquel ejemplar era un norteamericano vivo, con su pinta de bracero de California. Tal vez el ejecutor no le vio tampoco a usted mucha pinta de Johnny Westmuller. El desenlace fue funesto. Mas, en la barahúnda de si lo presentaban o no, al menos como fallecida prueba del delito; en el correveidile diplomático y el apresamiento de tropa dispersa, fue a parar a una nevera.

Imagino la decepción de Congelator, al fallarle la pieza más sorprendente del espectáculo. Posiblemente llegara a pensar que podía dar el cambiazo y llevar a la ONU, maniatado, al mismísimo Gallego Fernández. Pero ese plan tenía un defecto: Fernández no hablaba inglés, y el poco español que balbuceaba era prácticamente incomprensible por su tono gangoso, aburrido y castrense. Así que buscaron otras opciones y quedó usted, durante 18 largos años, contratado como mamut siberiano, en medio de una isla que se derretía de calor.

Lo triste es que a su familia le informaron que había desaparecido en el mar, argumento bastante manoseado por Congelator. Todo lo que no aparece se le pierde en el agua. Lo diabólico es que nadie más, salvo algunos allegados a Neverito, y su propia familia, sabían la verdad escalofriante. Y así pasó el tiempo, una tiñosa sobre el mar, y la zafra de los Diez Millones, donde estuvo a un tilín de que se le acabara el hielo por movilización de sus cuidadores. La Isla seguía bullendo y ebullendo. La gente bulliciendo y huyendo. La economía balluciendo y languideciendo. Y usted allí, en su sueño eterno, artrítico, rodeado de ártico por todos los puntos cardinales.

A esta altura del mundo estoy convencido que catorce de los once millones de habitantes de la Isla siguen ajenos a esta historia. Hasta hace poco se emocionaban con el grito de guerra que anunciaba la llegada de los pollos congelados a la carnicería correspondiente. Nadie se pregunta qué otras cosas ha congelado Congelator. Pocos conocen, a ciencia cierta, qué sorpresas impensables guarda en su nevera.

Lo imagino en la alta madrugada, tras un largo día de trabajo, de tensiones internacionales, de descocadas ideas genéticas, de fantásticos planes agrícolas, de serrucharle más el piso a sus congéneres chéveres, y de intentar desquiciar un poco más al mundo mundial, desvelado por su cerebro crispado, repleto de criptonita, no poder conciliar el sueño hasta que no le lleven al Instituto de Medicina Legal para echarle el vistazo diario a su trofeo.

Le veo llegar a la cámara secreta donde ronronea, con suave y cansino ritmo, la nevera donde guarda sus restos. Y entonces, como un niño que desenfunda un caramelo o un pirata que abre el cofre de su tesoro mayor, levantar la tapa del armatoste, verle allí en la nieve profunda, y empezar a sentir que sus músculos se relajan de cansancio y satisfacción. Y decir en voz baja: "Verdad que ganamos, carajo". Y agregar, para su propio coleto: "Aunque el Gallego Fernández habría quedado mejor aquí". E irse a dormir el sueño de los bustos, porque al día siguiente tiene que seguir arruinándolo todo.

Con hielo en las venias,
Ramón

© cubaencuentro

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