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Actualizado: 17/05/2024 12:58

Cine

Back to the (pinche) USSR

'Borat' y 'Apocalypto': Dos películas que han levantado ronchas entre los norteamericanos.

Las más insólitas anticipaciones cinematográficas tardarán en cumplirse, pero de que se cumplen, se cumplen… Qué forma tomará la encarnación es harina de otro costal. A George Lucas, por ejemplo, jamás se le hubiese ocurrido que la famosa escena de la cantina Mos Eisley (en Star Wars IV: A New Hope) tomaría cuerpo en Teherán, durante las sesiones de trabajo de una cumbre antisemita titulada Revisar el Holocausto: una visión global, donde coincidieron David Duke, del Ku Klux Klan, y Ahron Cohen, de los Judíos Unidos contra el Sionismo.

La terminología lucasiana se puso de moda desde que el público bautizó el sistema antimisil propuesto por la administración Reagan con el nombre de Star Wars. En la actualidad, demócratas y republicanos, fascistas y no tan fascistas, se disputan el derecho a las claves cinematográficas. Por cierto, fue el cowboy de cintas B quien completó la crítica del totalitarismo soviético con un golpe semiótico: Imperio del mal. El epíteto pegó, y trajo a la mente del gran público una imagen fantástica —y por lo tanto, real— de la maldad.

Desgraciadamente, la marca de la bestia se ha ido descascarando con el uso. Desde la victoria simbólica que significó la caída del reaganísimo Evil Empire, es práctica común entre los izquierdistas reclutar a sus ideólogos en los estudios de cine: George Clooney, Barbra Streisand y Michael Moore no han sido otra cosa, en distintos momentos, que voceros del socialismo.

El 'comunismo' a la McLuhan

Acerquémonos ahora a dos películas que, recientemente, han levantado ronchas entre los americanos y, como pitonisas atragantadas de maíz y soda, dejemos que bajen las luces del Edward Renaissance Stadium 14, el multipléjico cine de mi barrio, y que la sala caiga en trance una vez más.

En su tomo clásico, McLuhan nos recuerda la opinión que tenían de Norteamérica los europeos que la visitaban antes de la Segunda Guerra Mundial: "¡Esto es el comunismo!". Setenta años más tarde, un nativo de Kazajstán arriba a nuestras playas y su primera impresión coincide plenamente con la de aquellos visionarios: dondequiera que se vuelve, Borat encuentra sólo grisura virtuosa.

La ramplonería se adueñó primero de nuestra república, y ahora, como una nube radioactiva, cubre todo el planeta: se trata de un efecto invernadero que nubla la conciencia y cretiniza el juicio. Y los responsables de tanta contaminación son nada menos que los mismos santones que se dan golpes de pecho y denuncian el colonialismo cultural: los Geffen, los Bonos, las Madonnas, los Spielbergs, la industria del cine, del disco, del entretenimiento masivo.

Incluso Borat nos llega intoxicado por la bazofia que han ido arrojando, como transatlánticos, los grandes estudios; también él fue inoculado desde la cuna con la falsa conciencia que producen —a partes iguales— nuestra corrupción ambiental y nuestra mojigatería política.

El "comunismo" a la McLuhan (¡para lo que ha quedado el global village!) es una epidemia que afecta a cada ciudadano, independientemente de su extracción o credo: ya todos cantamos y opinamos y tragamos lo mismo. Borat, con su traje barato, su antisemitismo ralo y su aspecto oriental, está calcado del icono mediático que CNN nos pinta de Mahmoud Ahmadinejad.

El hecho de que Sacha Baron Cohen, el judío inglés que juega a ser kazajo, simule ser también un redomado antisionista, nos da la primicia de un sincretismo al que sería mejor que vayamos acostumbrándonos: pastores castristas, lesbianas mahometanas, millonarios guevaristas, demócratas bolivarianos y rabinos marranos forman una junta político-cultural en el cabaret islamofascista de la confederación intergaláctica. Aquí la realidad imita los "bloopers" de la pantalla: Mel Gibson abandona la cantina Mos Eisley, conduce borracho por la supercarretera y es aprehendido en Malibú. Al dirigirse al patrullero, sus primeras palabras son: "¡Los cabrones judíos tienen la culpa de todas las guerras!".

Parábola yucateca

A Gibson, que se buscó un lío a causa de esos comentarios, se le acusa ahora de antimaya, pero quizás ese angelino aplatanado sólo nos esté proponiendo una metáfora antigua para la ciudad del futuro: cualquier estrella de cine que pase en su maserati por el McArthur Park no podrá evitar poner los ojos en el Apocalypto. Como si Holman Hunt prestara la lámpara de la Luz del mundo, para que el cacique Zarpa de Jaguar alumbre el trillo que lo lleva derecho a los brazos de Cortés, Mel Gibson, en su parábola yucateca, recurre a los tonos crepusculares de la escuela de los nazarenos que había aplicado antes en The Passion of the Christ.

¿Cómo no ver en Apocalypto una filmada advertencia sobre el resurgimiento de un indigenismo que gana terreno dondequiera que cede la democracia latinoamericana? También para un angelino es evidente que las manifestaciones multitudinarias de mayo del 2006 han sido trasplantadas a la pantalla en la secuencia del teocali. En ocasión de aquellos mítines, después de verse en la televisión a sí mismos (y al ominoso mar de banderas mexicanas), los organizadores de la marcha, encabezados por el alcalde Villarraigosa, decidieron que, para el segundo día de protestas, ondearía en las calles de Lalaland la común enseña del Tío Sam.

Una nación dentro de la nación (y bajo otra bandera) que osa distinguirse del resto de la ciudadanía con el apelativo de "La Raza": ¿podrá existir mejor combustible para la sedición? Sobre todo cuando se trata de una raza seducida y abandonada, que ha hecho de la revolución su lema y su religión. Esa raza, la prole de Quetzalcoatl, que constituye por lo menos el 45 por ciento de la población de la urbe, padece de un mínimo de representatividad en el imaginario hollywoodense.

En esto, como en muchas otras cosas, los medios de comunicación yanquis han adoptado una práctica común a Televisa, o dicho de otra manera, se han "mexicanizado": los héroes y heroínas de los dramas domésticos que protagonizan las telenovelas aztecas muy rara vez pertenecen a "la raza" convocada a los mítines políticos.

Por eso el filme de Mel Gibson —que en lo tocante al "destape" indigenista arranca en Batalla en el cielo, de Carlos Reygadas— logra descubrirnos, a pesar de remontarse a la era precolombina, un mundo más afín a Los Ángeles actual que todas las idealizaciones producidas por la hipocresía dominante en la industria del cine: si Hollywood se rigiera por estrictos imperativos demográficos estaríamos inmersos, incesantemente, en un ciclo de películas de la India María.

Las connotaciones políticas de Apocalypto se hacen aun más evidentes cuando encendemos el televisor y aparece Hugo Chávez levantando en alto un libro de Noam Chomsky: la variante arahuaca del maoísmo llega a la selva, y un gorila se pasea otra vez por los pasillos de la ONU. Chávez esgrime la Biblia de la izquierda para exorcizar el espacio que ocupó Bush, y el podio de Naciones Unidas deviene el altar de un fetichismo. La secuencia del teocali en el filme de Gibson es entonces un back to the future: la proyección del demagogo latinoamericano en el mistagogo indoamericano.

Todos los caminos conducen a Roma: Borat Sagdiyev sale del poscomunismo para caer — Back to the USSR— en el comunismo. Su autodegradación es "marxista" en todo lo que tiene de Groucho. Después de pasar un río y las mil y una noches huyendo de la cruel Chichen Itza, también Zarpa de Jaguar arriba a una frontera. Pero —horror de horrores— como esos pillos que en el Edward Renaissance Stadium 14 se escabullen de un cine para colarse en otro sin pagar, allí lo espera, con los brazos abiertos, nada menos que The (pinche) Passion of the Christ.

© cubaencuentro

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