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Actualizado: 17/04/2024 23:20

Medicina, Historia, EEUU

¿De qué murió el presidente Garfield?

El vía crucis del mandatario estadounidense se extendió por casi 80 días, y dos hechos, ambos relativamente justificables, jugaron en contra del Presidente

La respuesta formal a la pregunta explícita en el título con el que abrimos este breve artículo es muy sencilla.

James Abram Garfield (1831-1881), abogado, matemático autodidacta, congresista por nueve términos, mayor general del ejército de la Unión durante la Guerra Civil, héroe de la batalla de Shiloh y vigésimo presidente electo de Estados Unidos, murió asesinado por dos disparos de revólver, a los 49 años, a manos del también abogado, panfletista e individuo «bastante desquiciado» nombrado Charles Julius Guiteau (1841-1882). Dicho así, pudiéramos dar por terminada nuestra labor en este mismo punto, pero la realidad de los hechos no fue tan simple como el párrafo anterior nos da a entender. Veamos por qué.

Para 1881, el particularmente caluroso verano de Washington, D.C. tenía muy pocos paliativos, por eso, el presidente Garfield decidió pasar unos cuántos días acompañado de su familia y de algunos colaboradores en la costa de New Jersey. La Casa Blanca de entonces no contaba con las comodidades con que cuenta hoy, y desplazarse hacia las benignas brisas costeras del Atlántico era una forma, para los que disponían de recursos económicos, de poner distancia al sofocante calor y las insoportables moscas y mosquitos de las riveras bajas del río Potomac, plaga veraniega de zancudos que no sería controlada hasta la terminación del embalse rivereño (Tidal Basin) en 1890.

En la soleada mañana del sábado 2 de julio «el viaje se había anunciado, como siempre se hacía, en los periódicos del día anterior» se encontraba la comitiva de Garfield, incluyendo sus dos hijos varones, esperando el tren en el salón de espera de la vieja estación (la bella y funcional estación que muchos de nosotros conocemos hoy se inauguró en 1907) de ferrocarriles de la capital, situada en la sexta avenida. No le acompañaba su esposa, Lucretia, que enferma de paludismo, le esperaba desde hacía algunos días en el chalé familiar ubicado en la localidad costera de Elberon, uno de los pequeños balnearios que habían florecido en las llamadas Jersey Shores. El presidente, que no podía dejar de lado sus deberes políticos, no viajaría directamente a su destino, sino que haría una parada previa en el distante Williams College, su antigua Alma Mater, donde pronunciaría un discurso a las nuevas promociones de estudiantes.

Garfield, un hombre elocuente y enérgico, conversaba animadamente con el secretario de Guerra Robert Todd Lincoln (el hijo mayor del presidente Abraham Lincoln, asesinado 16 años antes en el teatro Ford de la propia capital), el secretario de Estado James G. Blaine y algunos otros acompañantes cuando de pronto, abriéndose paso a codazos entre los pasajeros y mirones que llenaban la estación, se hizo presente un hombre relativamente joven (40 años de edad), de buen porte, bastante bien vestido y con los zapatos acabados de lustrar allí mismo, que sacando un revólver de un bolsillo de la levita, disparó dos tiros, desde muy cerca, casi a quemarropa y por la espalda, al presidente.

Los presentes reconocieron al individuo solo con verlo. Visitaba la Casa Blanca casi todos los días para pedir, a veces en no muy buena forma, nada más y nada menos que lo nombraran embajador en Francia. Lo increíble, por lo menos para nosotros, es que el secretario de Estado, Blaine, lo había expulsado de su oficina unos días antes y Guiteau lo había amenazado de muerte, y no solo a él, sino también al Presidente. Y nadie hizo absolutamente nada. Cosas de la época.

Herido en la parte posterior del brazo derecho, muy cerca del hombro (sin tocar hueso), y en la zona media de la espalda, Garfield exclamó con asombro: «!My God, what is this!» antes de ser sostenido por sus acompañantes. Lo cierto es que Garfield no llegó a derrumbarse ni a caer al suelo, aunque se le acostó momentáneamente en él piso de la estación mientras se decidía qué hacer y a dónde llevarle. En ningún momento el Presidente perdió el conocimiento ni la presencia de ánimo propia de un militar.

El pistolero, con su arma en la mano «un revólver 442 Webley British Bulldog con cachas de marfil, comprado por $15 (otros historiadores dicen que $10), un precio considerable para la época, en la armería O’Meara, de la propia capital», fue detenido por un policía que se encontraba presente y prácticamente no ofreció resistencia al arresto.

Procede comentar aquí que el Servicio Secreto, fundado por el Departamento del Tesoro en 1865 para perseguir la falsificación de moneda y otros delitos relacionados, no comenzó a cuidar la seguridad de los primeros mandatarios norteamericanos hasta después del asesinato del presidente William McKinley en 1901. El hecho es que el presidente herido fue someramente revisado por el doctor Smith Townsend, invitado por el Presidente a pasar las vacaciones junto a él, y entonces trasladado de inmediato por los que le acompañaban, en sus coches particulares, a la Casa Blanca y rápidamente, en volandas, a sus habitaciones y acostado en la cama matrimonial.

El doctor Smith Townsend, amigo personal de Garfield desde la juventud, que había reconocido las lesiones del Presidente en el mismo lugar del ataque, como ya mencionamos, llamó a consulta, a instancias del hijo de Lincoln, al doctor Doctor —no hay error, se llamaba así— Willard Bliss, un reconocido cirujano washingtoniano y supuesto experto en heridas de bala que había atendido al presidente Lincoln, sin éxito, dieciséis años antes. Posteriormente —la presidencia no contaba en ese entonces con servicios médicos propios—, fueron presentándose varios galenos más, algunos solicitados y otros no, aunque todos fueron aceptados. Al final llegaron a ser doce o trece los médicos que trataron al Presidente, entre ellos, además de los dos ya mencionados, el muy cotizado entonces cirujano consultor del Hospital Bellevue de Nueva York, Frank Hamilton.

Se cuenta que Garfield, desde el lecho y volviendo la cabeza hacia el doctor Charles Purvis, otro de sus amigos galenos presentes en la habitación, le preguntó:

—¿Qué oportunidades (chances) tengo, Purvis? ─Y este le contestó con el rostro muy serio—.

—Un uno en un ciento, señor Presidente.

Anonadante, y en este caso lamentablemente acertada, respuesta para darle ánimos a un herido grave.

Y aquí, en esas primeras horas de la tarde, es que comienza el vía crucis de casi 80 días (79 días y dos tercios en realidad) del presidente Garfield. Dos terribles meses y medio de sufrimientos sin cuento en los que perdió alrededor de 100 libras de peso (de 210-215 libras antes del atentado pesaba unas 125 al morir) y las ganas de vivir, para inevitablemente morir, convertido en un guiñapo humano, rezumante de pus y adolorido al extremo de las lágrimas y la extenuación, el 19 de septiembre de 1881. Pero ese triste y trágico desenlace merece una explicación. Hurguemos pues, un poco más, en los detalles.

Dos hechos, ambos relativamente justificables, jugaron en contra del Presidente y eventualmente le costaron la vida o por lo menos ayudaron a que la perdiera. El primero fue la selección de los cirujanos que deberían tratarlo. Todos, por lo menos todos los que tenían voz y voto en el asunto, comenzando por el más reconocido (y anciano) y arrogante de todos ellos, D. Willard Bliss, pertenecían a la por entonces denominada «escuela anticontagionista», o sea, los que no creían que existían gérmenes patógenos, bacterias y hongos, que podían contaminar una herida. Como lo declaró uno de ellos (el fellow surgeon del Hospital Belleview de Nueva York, doctor Alfred Loomis): «Dicen que esos gérmenes están en el aire, pero yo no veo esos gérmenes, por tanto, no tengo por qué creer que existen». Para estos señores solo había “miasmas” ambientales, o corporales que enfermaban a la gente, y el Presidente, obviamente, no estaba expuesto a ellas.

En el otro bando se encontraban los «contagionistas», mentes más jóvenes y abiertas que seguían los por entonces novedosos estudios de los europeos Lister y Pasteur, pero muy poco, o nada, tuvieron que ver estos caballeros, representantes de la verdadera ciencia (y del cercano futuro) en el tratamiento del herido.

El otro hecho fatídico, gravísimo en sí mismo, fue la bala que penetró por la espalda y no salió al exterior. El plomo que había herido el brazo de Garfield fue extraído (o salió por sí mismo, que eso no está claro) en los primeros momentos, pero la otra bala, la que penetró a nivel de la primera vértebra lumbar y no salió (hasta que fue encontrada en la autopsia alojada en la grasa retropancreática, un poco por detrás y algo a la izquierda del páncreas) se convirtió en una verdadera obsesión para los médicos.

Digamos, para ser justos, que fue una obsesión razonable, quizás un poco exagerada en este caso particular, pues se consideraba entonces que los plomos producían reacciones tóxicas dentro del organismo que terminaban por envenenar y matar a las personas. El que hubiera gente que llevaba dentro de su cuerpo proyectiles por años y años y se moría de otra cosa o de vejez era visto, y explicado, como una resistencia propia de ese organismo en particular, o sea, la excepción que confirmaba la regla.

Y al presidente Garfield no se le podía poner en riesgo dejándole una bala dentro del cuerpo, y, para ser sinceros, tampoco se debía poner en riesgo el prestigio de aquellos doctores, muy reconocidos todos, demostrando, en un personaje de semejante categoría, que eran incapaces de extraerla, algo que se consideraba era de práctica elemental. Y ambos hechos, como una tormenta perfecta, se sumaron en contra de Garfield.

Desde el mismo primer día, y varias horas por día, los médicos y sus ayudantes daban la vuelta a Garfield, lo colocaban boca abajo, con una almohada bajo el vientre para elevar la parte baja de la espalda, y comenzaban a hurgar en el pequeño orificio de entrada de la bala. Al principio lo hacían con una sonda metálica, sin esterilizar, por supuesto, luego con dos, ampliando un poco la herida (sin ningún tipo de anestesia, alegando que era peligroso para el herido al estar en decúbito prono), y cuando la ansiedad creció, con pinzas y con los dedos, siempre sin guantes y sin lavarse las manos, una práctica que no se pondría de moda hasta casi una década después.

A medida que el tiempo pasaba, hablamos de días, semanas y meses, la fiebre del paciente aumentaba, al extremo de delirar y tener convulsiones febriles, el pus drenaba cada vez más por el antiguo orificio, ahora convertido en una herida mucho más grande —las incisiones, irregulares y siempre abiertas, llegaron a alcanzar, hacia el final, unos 20 centímetros de largo—, el estado general del enfermo se deterioraba y la desesperación por no acabar de encontrar «la maldita bala» como expresó, exasperado, uno de los doctores, se incrementaba casi hasta el paroxismo. Añádasele a esto la presión popular y de la prensa, al tanto todo el tiempo de la salud del paciente. Unos doctores, después de horas de hurgar y hurgar, abandonaban la incesante búsqueda, cansados, frustrados, y quizás hambrientos, y otros ocupaban su lugar con la secreta, y no tanto, esperanza de ser ellos los descubridores del escurridizo y ominoso proyectil.

Tan insostenible se hizo la situación que el doctor Bliss tomó la decisión de llamar en su ayuda, debo decir en ayuda del herido, al inventor escocés (más tarde nacionalizado norteamericano) Alexander Graham Bell, el supuesto inventor del teléfono. La idea era que estrenara, por lo menos eso se dijo, su Induction Balance, un artefacto, una especie de detector de metales, en la martirizada espalda del paciente para encontrar la bala.

Sea porque la cama donde yacía Garfield tenía un bastidor metálico, sea porque se buscó con detenimiento en el lado derecho (en la autopsia, como ya señalamos, el plomo se encontró en el lado izquierdo) de la espalda, lo cierto es que la maniobra fue un fracaso. Después de agradecer a Graham Bell, que no pasó factura económica por su esfuerzo, se continuó la búsqueda a mano. Pero todos los esfuerzos fueron en vano.

Alimentar al paciente, primero inapetente y luego, a medida que la infección se generalizaba, incapacitado de retener algo en el estómago e incluso de tragar, fue otro reto. Se intentó solucionar el problema con enemas de caldo de carne de res y de pollo, que en un principio parecieron funcionar pero que terminaron produciendo diarreas incoercibles que infectaban aún más, si eso era posible, las cercanas y abiertas heridas. Lo cierto es que el herido se desnutría y emaciaba a ojos vista.

El día 6 de septiembre un moribundo Garfield fue trasladado en un tren especial al pueblo de Elberon, New Jersey, el destino al que esperaba llegar dos meses y medio antes. La infección se había extendido a todo el organismo y ya mostraba depósitos purulentos en el abdomen, los pulmones, la garganta, el ano y la piel, además de los inevitables signos de fracaso orgánico masivo. Pero Garfield era un hombre extraordinariamente fuerte y continuaba, contra todo pronóstico, resistiendo. Contra el criterio, y la frustración, de sus médicos, la familia dio por finalizada la azarosa búsqueda del proyectil. Solo quedaba rezar.

El 19 de septiembre en la tarde, Garfield, que aparentaba estar en coma profundo desde tres o cuatro días antes, abrió los ojos y dijo con tono quejumbroso: «¡this pain, this pain!» y acto seguido expiró. Había terminado la odisea personal de James Garfield y comenzaban las exequias del veinteavo presidente de Estados Unidos, el segundo, pero por desgracia no el último, asesinado a balazos. Un presidente, por cierto, mucho más estimado y sentido por los norteamericanos de aquella época, a pesar del poco tiempo que pasó en el cargo, que lo que la historia parece reflejar hoy.

La otra cara de la moneda de esta historia es el asesino.

Ocho días antes de la muerte del presidente Garfield, uno de los guardias de la prisión donde el magnicida esperaba juicio (nos viene a la mente, inevitablemente, el asesinato de Lee Harvey Oswald) disparó a través de las rejas de la celda y no le atinó en la cabeza al preso por unos milímetros. Pero el sargento de armas John A. Mason, el hombre que intentó matar a Guiteau, a diferencia de Jack Ruby, fracasó en su intento. Fue degradado y condenado por un consejo de guerra a ocho años de trabajos forzados, y los cumplió casi en su totalidad. Una baja colateral.

El juicio de Charles Julius Guiteau comenzó el 14 de noviembre de 1881 en la corte del Distrito de Columbia y tal y como lo reflejó la prensa de la época, fue sensacional. La defensa alegó insania mental y el comportamiento del acusado, tanto antes del crimen como durante el juicio pareció confirmar el alegato.

La historia de este juicio —errores del juez, problemas con el jurado, discusiones entre el acusado y sus defensores, insultos del público, seguimiento amarillista de la prensa y otras anomalías— merece un artículo aparte. Pero dentro de tantas incoherencias quedó para la historia una frase del acusado que muy bien pudo haber sido una realidad: «Yes, I shot him, but his doctors killed him». Aunque realidad o no, el jurado lo declaró culpable y el acusado fue condenado a muerte. El 30 de junio de 1882 Guiteau, bien vestido y con los zapatos brillando por el betún, fue colgado.

En la autopsia realizada al cadáver del ejecutado no se encontraron signos claros de sífilis, una enfermedad que se pensaba había agravado sus problemas mentales. Para el padre del asesino su hijo estaba poseído por el diablo, pero para algunos especialistas actuales Guiteau era un esquizofrénico, enfermedad que no se comprendía con claridad en ese entonces. Lo cierto es que el cerebro fue extraído y se conserva hoy, asómbrese, junto al de Albert Einstein en el Mutter Museum de Philadelphia.

Epílogo. El cirujano consultor neoyorquino Frank Hamilton, que participó del tratamiento del Presidente pero no fue el jefe del equipo, envió al Congreso un bill (una cuenta) por $25.000 dólares (se calcula que unos $600.000 al cambio actual) por sus servicios.

El Congreso, a regañadientes, aprobó solamente $5.000.

© cubaencuentro

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