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Actualizado: 17/05/2024 12:58

Libros

Del culpable esplendor

Viaje a la Habana, de la Condesa de Merlín y editado por María Luisa Caballero Wangüemert.

Leyendo el interesantísimo libro Viaje a La Habana (Madrid, 2006, 170 pp.), de la Condesa de Merlín, reeditado recientemente por la Editorial Verbum, y con un sabio estudio introductorio de María Caballero Wangüemert, recordaba una antigua idea de origen religioso que subraya que, dado que perdimos el paraíso, en la medida que avanza la flecha cosmológica (y sicológica) del tiempo, siempre del pasado hacia el futuro, los colores pierden vigor, las cosas van tornándose más opacas, es decir, todo supone su ruina, su triste final o, al menos, una merma de su vitalidad y belleza.

Concurrentemente, lo mismo parece refrendar el principio de la entropía (mientras mayor sea el orden creado, mayor es la energía liberada y mayor es el caos que se expande por el universo). Pero, además, ¿todo no se hace pasado incesantemente? No es sólo que, como dijera el viejo Manrique, "cualquier tiempo pasado fue mejor", sino que ese rostro tan bello, esa alba furiosa, ese ocaso con melancolía, una vez mirados, ya se han vuelto pasado. En este sentido, el presente (que para la física teórica en rigor no existe) acaso sea una ilusión, tanto o más que el imprevisible futuro.

Sólo podemos, pues, mirar lo que ya se ha hecho pasado. Acaso por ello escribió Cortázar en Rayuela: "¿Qué es en el fondo esa historia de encontrar un reino milenario, un edén, otro mundo? Todo lo que se escribe en estos tiempos y que vale la pena leer está orientado hacia la nostalgia. Complejo de la Arcadia, retorno al gran útero, back to Adam".

Me asaltaban estas ideas, decía, leyendo las cartas de la Condesa de Merlín, a propósito de su viaje a La Habana hacia finales de la primera mitad del siglo XIX. La aristocrática condesa criolla no para mientes en idealizar aquella sociedad esclavista: exquisitos bailes de salón, refinamiento en las comidas, siesta hedonista, glamour citadino, comercio floreciente, visión casi eglógica de las costumbres del campo, naturaleza paradisíaca, toda una roussoniana visión, típica del Siglo de las Luces, de aquella Habana próspera de la sacarocracia criolla, y a expensas de la más brutal esclavitud. Quien quiera recrearse (y sorprenderse) con aquel pasado casi mítico, encontrará en las cartas de la condesa todo un fresco minucioso de la vida cotidiana de La Habana colonial.

Pero, además, las cartas comienzan con un deslumbramiento ante la simple vista de las costas de la ínsula de su infancia; imágenes distantes que, por cierto, la condesa ve entonces por primera vez. Quiero decir, hay una disposición previa que la hace idealizar la Isla desde esa lejanía. Se sospecha que toda una literatura del mito de la Edad de Oro se entremezcla con su comprensible emoción al aproximarse a los paisajes de su infancia. Su afectividad no es la misma que la de Colón, que sí tiene el privilegio de lo inédito, mezclado con la incertidumbre de lo desconocido. Tampoco será la misma que la del diario de Martí. Y sin embargo, algo en común tienen las tres, con ser tan diferentes en sus motivaciones.

La condesa, en puridad, viene a revisitar un paisaje ya histórico y donde su familia se presenta como fundadora. Todos los elementos de la imaginación utópica y mitificadora pueden encontrarse en estas cartas. Toda la interesante ambigüedad de quien regresa a la patria del nacimiento pero con la otredad de la cultura francesa, de manera que hay una temblorosa frontera entre la mirada europea y la criolla. La condesa, además, regresa a una realidad de la que en cierta forma se sabe, se siente dueña. No es lo mismo visitar una posesión —incluso sentimental— que una realidad que se nos escapa, huye o no se deja poseer.

Sin embargo —y esto es acaso lo más interesante de estas inteligentes epístolas—, hay un sentimiento abierto, de legítima utopía, que va a marcar el tono de sus veladas críticas. Porque la realidad que describe la condesa tiene en sí misma un germen de futuridad casi novelable, si nos atenemos a las nociones de Bajtin sobre la novela. No es casual que sus descripciones se nutran de textos de Cirilo Villaverde, Ramón de Palma y José Victoriano Betancour, como precisa María Caballero Wangüemert. No es casual tampoco que sus cartas sean en realidad una mezcla de estilo y sensibilidad románticas con una construcción inteligente, erudita, casi documental, con el fin de erigir una imagen significativa de una realidad colonial.

Literatura de viaje, género epistolar, testimonio, artículo y narrativa costumbristas, albores de literatura femenina. Todo eso hallará, además, el presunto lector en estas deliciosas cartas. En cierto sentido, también, orígenes míticos de nuestra conciencia de nacionalidad, orgullo de ser cubano, contrapunteo con la metrópoli, calas en diferentes valores psicosociales que, con posterioridad, interesaron tanto, por ejemplo, a un Jorge Mañach…

Una lectura contemporánea

Pero más allá de la sordidez velada de la esclavitud, de las insatisfacciones políticas y mercantiles que, apenas unos años después de la redacción de estas cartas, estallaron en la sangrienta represión de la Conspiración de la Escalera, y, años más tarde, con la primera guerra de independencia, es muy interesante realizar una lectura contemporánea de estas epístolas; quiero decir, por ejemplo, a la luz de quienes hemos vivido en la Cuba de la época de la revolución.

Aunque no deja de ser interesante —para comprobar lo recurrente de esta manera, o esa manía mitificadora, de percibir la realidad— que un poeta como Eliseo Diego, cuando escribió en la década de los años cuarenta del siglo pasado su clásico poemario En la calzada de Jesús del Monte, idealizara también los inicios de la República: ah, aquellas quintas criollas, ah, aquella grandeza perdida que tan agudamente supo desenmascarar como un síntoma de culpable (¿acaso inevitable?) idealización o mitificación; Lorenzo García Vega en Los años de Orígenes. ¿Recuerdan estos sugerentes versos de Eliseo Diego: "Se acabaron las fiestas que solían iluminar los hondos corredores…"?

Pero el contraste definitivo, ciertamente desolador, se cumple cuando leemos esas cartas y miramos en derredor, ahora, en una Habana sucia, ruinosa, destartalada; cuando sentimos que sus supuestas bondades naturales ya no son tales: luz cegadora, calor intolerable, ancianos fantasmales, paisaje como después de una batalla, obscenidad y vulgaridad por doquier… Nada, como ya sentía Guillén: "un sol de hiel en el centro", o como recreara Virgilio Piñera, casi naturalistamente, en La isla en peso o en "La gran puta"… Una Habana, una Cuba, una isla para nada utópica, para nada paradisíaca, sino más bien infernal. Es que no es lo mismo visitar una realidad pletórica de futuro, que hacerlo ahora, cuando el peso del pasado es tan enfático y espeso, y los atisbos de porvenir tan sombríos.

La realidad siempre está ahí, regalándonos su indiferente, terrible, maravillosa o huraña perplejidad. Pero todo depende de la índole de la mirada: quién mira y desde dónde se mira. Pues, ¿cómo hubiera sido la mirada de un esclavo de plantación? ¿Qué ha pasado entonces, nos preguntamos, que ya no podemos decir como Lezama: "ya que nacer aquí es una fiesta innombrable"? Un país de donde se quiere huir, escapar…

Acaso sólo puede encontrarse algo similar a aquella visión idílica (aunque ciertamente instructiva y por muchos motivos significativa) de la condesa, en cierto turismo inocente o en cierta izquierda cínica, defensora de un totalitarismo pobretón y ruinoso que no sería capaz de soportar en su país de origen.

Una percepción demediada por un imaginario utópico termina viendo una realidad transfigurada por el juicio previo y por el deseo, o por eso que se ha dado en llamar "la imaginación de un sentimiento". Uno termina por ver lo que busca con ansiedad o lo que responde a nuestro más profundo anhelo. Uno termina, pues, editando, antologando, construyendo otra realidad…

La moderna teoría del caos

Ahora mismo, los viajeros, oriundos de Cuba, que regresan a visitar a sus familiares queridos, ya no idealizan nada, a no ser, si acaso, un relativo, más bien imaginario pasado casi antediluviano, anterior a la Revolución, pues lo que idealizan más bien es su nuevo país de promisión. Y si de literatura de costumbres se trata, ahí está el realismo sucio de Pedro Juan Gutiérrez o la Babilonia de Amir Valle… Nada, que acaso persiste como nunca aquella antigua idea de origen religioso comentada al principio de este texto o las severas leyes físicas o la relatividad del tiempo descubierta por Einstein o el desasosegante principio de incertidumbre de Heissenberg… o, incluso, la moderna teoría del caos, o el tratado de ruinología de Antonio José Ponte.

Pero, a contrapelo de todo esto, ¿no está más presente en la mente de cualquier cubano actual aquel verso de Juan Clemente Zenea: "con mi país de promisión no acierto"? ¿No está más cercano en el imaginario insular el fiasco del hombre nuevo, o el sinsentido final del dudoso sacrificio de toda una vida por suscribir aquella frase de Julio Antonio Mella, con la que inútilmente intentaba contradecir a Jorge Manrique: "cualquier tiempo futuro tiene que ser mejor"? Lo cual no quiere decir que renunciemos a esperar un futuro al menos diferente y, por qué no, mejor que este presente o pasado desoladores.

¿Podrá la Cuba del futuro volver a articular un imaginario utópico? ¿Tendrá su mito de la nacionalidad o de la identidad (sentido y pensado siempre como en ciernes, o inacabado, inconcluso, como realidad futura, siempre inalcanzable) algún papel positivo en la movilización de una nueva mirada sobre nuestra realidad? ¿Perderá esa impronta utópica y mítica su carácter tantálico? ¿Será superable la previsible disputa entre el futuro poder político y el insondable resentimiento histórico acumulado?

¿Habrá un socorrido equilibrio entre la inevitable fabulación nacionalista e identitaria —tan conveniente para la tiranía de la política y las ideologías— y la reconstrucción de un país inmerso en una modernidad democrática? ¿Se tornará finalmente el insulano, como un romano en tiempos de decadencia, hacia el pasado, para buscar los mitos perdidos, los imposibles e inhabitables paraísos, con una mueca de cinismo o desdén, de melancólico escepticismo, o se entregará, como prefiguraba Lezama en "Mitos y cansancio clásico", de su La expresión americana, a la construcción de nuevos mitos, con "sus nuevos cansancios y terrores"?

Invito al lector interesado a leer o a releer Viaje a La Habana, de la Condesa de Merlín, y la minuciosa, erudita, interesante introducción de María Caballero Wangüemert; incluso el antiguo prólogo de Gertrudis Gómez de Avellaneda, para, además de ilustrarse sobre aquel pasado colonial, reflexionar sobre el presente y, acaso de este modo, conferirle a las entusiastas cartas de la condesa criolla, una insospechada recepción a la luz de nuestro sombrío presente o desconocido futuro.

© cubaencuentro

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