Cuba, Teatro, Roberto Blanco
El teatro en grande
Siete privilegiados espectadores, cinco cubanos y dos españoles, plasman sus impresiones sobre su asistencia a sendos montajes de Roberto Blanco
Todo yo soy yo; no me he preparado para el recuerdo,
sino más bien para lo contrario, todo el olvido.
Roberto Blanco
El hecho de que los ochenta años de su nacimiento pasaran por debajo de la mesa, sin que ninguna institución de la Isla lo recordase, parece darle la razón a Roberto Blanco en cuanto a su preparación para ese olvido que parece haber caído sobre él. Eso, sin embargo, no se cumple en aquellas personas que tuvieron la suerte de ver sus puestas en escena, varias de las cuales se cuentan entre las mejores de nuestra escena. Para corroborarlo, en las líneas que siguen siete de esos privilegiados espectadores plasmaron sus impresiones sobre igual número de montajes. Los cinco colaboradores cubanos tuvieron la generosa deferencia de redactarlas para sumarse a este homenaje a nuestro gran teatrista. Los otros dos pertenecen a críticos extranjeros que, en su momento, publicaron sus textos.
Comienzo con el escritor y dramaturgo Reinaldo Montero, quien en “Un aplauso sin fin” rememora su asistencia a una representación de la memorable puesta en escena de María Antonia (1967), uno de los trabajos más memorables de Roberto Blanco:
“Tendría 15 años, o por ahí, y lo recuerdo. No es alarde de memoria, es que aquello era inolvidable en todo y en partes.
“Primero lo primero. Y lo primero es Hilda Oates.
“Yo no sabía nada de nada entonces, también ahora sigo suponiendo, más que sabiendo. Y por suponer, supongo que en aquella única función que vi de María Antonia hace mil años, se me reveló de manera inequívoca algo que me preocupaba mucho entonces, ya no tanto ahora, y que yo andaba buscando con cierto desespero por doquier, como dicen los de correcto decir. Resumiré mi indagación obsesiva de aquel tiempo en una pregunta, ¿qué es en verdad una mujer? María Antonia-Hilda Oates era la respuesta.
“Cómo olvidar su entrada a escena con vestidón de fuego, muy zafia, algo alardosa, tal vez más haciéndose la segura que segura, pero sobre todo muy reina, muy heredera de antiguas dignidades. Luego conocí a Hilda más de cerca en Teatro Estudio, y lo comprobé. Aunque ella no lo supiera, o evadiera aceptarlo, ella era una verdadera regina, el resto de los mortales éramos súbditos, incluyo a Raquel Revuelta. Un día le comenté que en la puesta me pareció mulata. Y Su Majestad me respondió que ella era negra retinta, blanca reblanca y china de cantón. Pero no quiero que estas líneas tomen un rumbo dictado por mi amada y poderosa Hilda Oates.
“¿Y cuál es el rumbo que quiero? Como ya ha comprobado el lector atento, este es un texto que no se está quieto. Todo se movía en la puesta de Roberto Blanco, incluyo la escenografía. Todo se movía en mí. Todo se había movido y removido en la isla, pero quedaban huellas del Ancien Régime. Por ejemplo, el Teatro Mella, donde se escenificaba aquella fiesta inquieta, aún tenía la sombra de Rody, que era su nombre anterior. No me pasó por la cabeza entonces, ni ahora, que María Antonia fuera un testimonio de la vida republicana, como pauta Eugenio Hernández. Aquello no me parecía anclado en algo que pudiera datar. La escena no reproducía realidad reconocible, o así la recuerdo. No sé si la culpa la tenían las máscaras, la vívida convicción de que los personajes eran de carne y hueso, pero a la vez arquetipos trágicos, con mucho de Orishas, y de nuevo aterrizaban en la realidad real, porque la puesta no cometía ni costumbrismo, ni cuentos de hadas, ni teomaquias tejidas en el Olimpo. Algo era inequívoco, la sensación de profundidad y belleza.
“Me dicen por estos día, cuando comento que escribiré esta nota, que hubo espectadores escandalizados, que el público comentaba la obra a voces. No lo dudo, pero juro que no recuerdo nada que pudiera llamar escándalo. Y Aurelio, uno de los amigos que me acompañó al teatro en aquella función, no me dejará mentir. Por supuesto, el asunto trataba lo que ahora llamamos marginal, pero hermoseado, más el siempre deslumbrante universo visual afrocubano, mil veces tirado a mondongo, más asombrosos actores y bailarines negros, más música elaboradísima sacada de bembés. Lo siempre excluido era lo incluso. Lo imposible, o al menos improbable, resultaba necesario. Tuvieron que removerse los pilares del blanquísimo teatro ex Rody, y del blanquísimo público que llenaba la sala. Más que ver o escuchar, la platea sentía. Yo al menos sentía, y amaba. Amaba, además de a Hilda, la desobediencia. Sí, la necesidad de desobediencia manaba de la escena, y claro que eso tuvo que seducir al adolescente que fui.
“Me detengo un instante en la música. Quiero aclarar, tal como la evoco no solo era toques, era algo más, por supuesto cubanísima, pero que no se podía escuchar en ninguna otra parte.
“Llamo por teléfono a Aurelio y le comento. Me dice, no puedo tenerlo tan claro. Y me hace recordar el aplauso cerrado, que no paraba. Se sabe, aplaudir es un modo de agradecer, pero aquel aplauso iba más allá del agradecimiento, aquel aplauso veneraba, clamaba que eso era el teatro.
“Quizás el aplauso que mi memoria quiere que sea sin fin, es el último impulso para que Maria Antonia persista, más o menos intacta, donde la tango guardada desde hace tantísimo, y siga diciéndome con la voz grave de Hilda Oates, aquello que viste es el teatro”.
Recuerdo impreciso, pero lleno de emociones
Por su parte, el director Alberto Sarraín ha querido escribir sobre el montaje de Divinas palabras, de Valle-Inclán, estrenado en 1970:
“A través de los años he releído una y otra vez algunas obras de Valle-Inclán con la idea de encontrar en ellas un resquicio que me permita concebir una puesta en escena, pero siempre, más allá de la inmensidad del universo esperpéntico del ilustre gallego, aparece en mi recuerdo el espectro monumental de Divinas palabras dirigido por Roberto Blanco en el teatro Mella con su grupo Teatro de Ensayo Ocuje.
“Yo no había cumplido todavía veinte años y tanteaba muy cautelosamente el mundo del teatro. Esa noche que me senté junto a la actriz Adela Serra, no imaginaba que recibiría un golpe de arte que marcaría para siempre un estándar inalcanzable en mi vida de director teatral.
“Cuarenta y tantos años después el recuerdo es impreciso, pero todavía lleno de grandes emociones. Recuerdo el planto fúnebre de Elsa Gay con su registro vocal único, que nunca más he vuelto a escuchar en el teatro, diciéndole a Susana Alonso, todavía una jovencita: «Escacha el cántaro, Simoniña». Recuerdo la impresionante salida por el aire de un Roberto Blanco rapado entre llamas de fuego. Recuerdo la salida sin palabras del teatro, el cansancio de un aplauso eterno, el corazón queriéndose salir del pecho, como Stendhal en Florencia. Caminamos unas cuadras en silencio y llegando al jardín de la Parroquia del Vedado, sin el más mínimo, aviso Adela Serra gritó a toda voz: «Escacha el cántaro, Simoniño»”.
En 1972, Blanco estrenó con Teatro de Ensayo Ocuje el espectáculo De los días de la guerra, creado a partir del Diario de campaña de José Martí. Fue un trabajo por el cual debió sentir un especial aprecio, pues lo volvió a dirigir en 1977, esta vez con Teatro Estudio bajo el título de Hazañas que cantar. Después lo montó con Teatro Irrumpe en la década de los 80, de nuevo como De los días de la guerra. Y en 1996 lo repuso con esa misma agrupación, rebautizándolo como Hazañas que cantar. Quiero rescatar aquí el comentario escrito por el teatrista catalán Ricard Salvat, quien lo pudo ver durante el Festival de Teatro de La Habana de 1982. Su texto apareció en la revista española Pipirijaina (número 22, mayo 1982). A continuación, lo reproduzco:
“En De los días de la guerra, Roberto Blanco usa fragmentos del maravilloso Diario de campaña, de José Martí. Con muy pocos elementos escénicos, un simple ciclorama blanco, palos de monte que tienen doble significación, un arma, un material o utensilio para construir bohíos, algunas rampas no excesivas y un vestuario alusivo, pero no en exceso, al momento histórico, Roberto Blanco crea una serie de propuestas escénicas de una sugestión extraordinaria. Por otro lado, aventura un juego dramatúrgico que nos resultó apasionante y es la inclusión de fragmentos de otros trabajos de Martí, lo cual, si bien rompe la unidad literaria del espectáculo, lo dispara en multiplicidad de direcciones. Sentimos, y lo condesamos con toda humildad, no conocer adecuadamente la genial aportación literaria de José Martí, por eso no pudimos valorar con conocimiento de causa la oportunidad de africanizar al héroe Abdala, el protagonista de una pieza de teatro martiana escrita en su adolescencia. Pero la propuesta nos resultó muy sugerente, y De los días de la guerra nos resultó la más rica y arriesgada propuesta dentro del campo teatral cuya autoría fundamental es del director”.
El también español Moisés Pérez Coterillo, comentó elogiosamente otra puesta en escena de Roberto Blanco: Yerma (1980) Lo hizo también en Pipirijaina (número 13, marzo-abril 1980), revista de la que era director. Esto fue lo que escribió:
“Pero el montaje lorquiano más ambicioso lo iba a proponer el Conjunto de Danza Nacional, en dirección de Roberto Blanco en una síntesis de danza, interpretación, coreografía, música ejecutada en directo, que persigue la creación de un espectáculo total (…) El espectáculo daba buena prueba del talento, la investigación, el exquisito conocimiento del mundo lorquiano, el envidiable respeto al texto y su más eficaz y apasionado servicio.
“Sería imprescindible que este espectáculo pudiera llegar a los espectadores españoles. Y no solo en agradecimiento al homenaje a Lorca que supone su montaje, sino porque siendo una lectura muy cubana de la obra de Federico, ha sabido encontrar ese marco orgiástico, reelaborado con rituales negros, afrocubanos, de una casi lujuriosa, insultante presencia del sexo, que subraya así la esterilidad de Yerma y la impulsa como una parábola de amplio espectro, para señalar no pocas situaciones en las que los poderosos designios de la religión, el estado o la organización social entran en desigual conflicto con los protagonistas individuales o colectivos de la historia. Volver a la Andalucía lorquiana por el camino de África, es un insólito y luminoso itinerario. Si alguien podía pensar que el culto cubano a Lorca estaba hecho de mojigatería y prevención, esta Yerma es todo un argumento en contra, un canto a la libertad y una inundación de belleza. La música de Sergio Vitier hacía compatibles los tempos africanos con levísimos esquemas de flamenco. Algunos actores se sometían a la difícil disciplina de la danza. Un primer bailarín, Miguel Iglesias, en la interpretación de Víctor, se revelaba como excelente actor. Profesionales como Idalia Anreus, Omar Valdés, Mónica Guffanti, Isabel Blanco y Atanasio Mederos, daban a la representación un altísimo tono y hacían del espectáculo uno de los mejores exponentes del nivel de trabajos del teatro cubano”.
La opulencia conjugada con la síntesis
El director del Teatro de la Luna y discípulo de Roberto Blanco, Raúl Martín, no dudó a la hora de escoger Mariana, como el espectáculo del cual guarda un recuerdo más imperecedero:
“Han pasado algunos años, más de veinte, y aún lo sigo afirmando: Mariana por Teatro Irrumpe ha sido el espectáculo más disfrutado por mí como espectador —suena tremendo— en toda mi vida. Disfruté, en toda la extensión de la palabra, con la emoción que depara la tragedia cuando está representada de este modo. Cuando esto sucede, llorar es un placer y ovacionar, un deber.
“Lo recuerdo como hoy. Recuerdo que cuando Lillian Rentería, excepcionalmente brillante como Mariana Pineda, se elevaba junto a la luna, era justo lo que mi emoción creciente necesitaba. No podía ser de otra forma, pensaba, ella tenía que subir y llegar al cielo. Desde la primera escena, Roberto fabricó ese firmamento magistralmente, creando con una de las obras más simples de Lorca una intertextualidad desbordante, propia de una cultura profunda e inagotable; la que el «Maestro» poseía.
“Épóca de oro: Música en vivo, grandiosa, épica, compuesta y ejecutada por Juan Marcos Blanco; despliegue de telas, embocadura impactante, un patíbulo gigante, un vestuario inolvidable de Carlos Díaz y hasta un caballo cruzando el escenario. Pero el resultado no era opulento, no. La síntesis no estaba aquí en contradicción con la grandilocuencia. Espectáculo lleno de signos, de misterios, de símbolos y de una austera selección de lo necesario para contar la historia. Todo un pueblo eran algunos actores bajo un manto; la maldad: Dos Ángeles de la Muerte, magistral idea de convertir a las dos mojigatas hermanas de Mariana en unos monstruos con alas, hermosos, impredecibles.
“¿Cómo voy a olvidar a Hilda Oates gritando «Amargo»? ¿Cómo no voy a escuchar a Roberto Bertrand, a Omar Valdés, Dolores Pedro… como si acabara de salir de la función? Y además de Lily repitiendo: «Amor…amor y eternas soledades», antes de representar la más bella de las muertes. Veo a Roberto en el escenario con el más elegante de los saludos. Y lo escucho diciendo aquello de: «El hombre que no tiene un sentido trágico de la existencia no trasciende» o «El teatro no está en crisis, el teatro ES una crisis»”.
La puesta en escena de Un sueño feliz (1991) tuvo, desde sus ensayos, un espectador especial, que siguió el proceso seguido por el texto de Abilio Estévez. Parte de aquella experiencia excepcional, la cuenta Norge Espinosa Mendoza en el texto que escribió para esta ocasión:
“Había sonado ya la fea campanada del mal llamado Período Especial, y aquella obra llegaba a su estreno sin la posibilidad de un programa de mano. Roberto Blanco, fiel a sí mismo, no quiso dejar de tener algo que se le pareciera a aquellos cuadernos que preparaba Teatro Irrumpe para recibir al espectador con datos e información acerca del texto a representar, su autor, la historia de su compañía, etc.; y a falta de aquel lujoso programa, se dio a grabar, en su voz resonante, lo que debía aparecer en aquellas páginas que la falta de papel nos dejaba tener a la vista. Lo hacía con ese retintín que lo caracterizó cuando se despertaba su sentido del humor, y lograba que el público entrara, acompañándolo en su broma, con mejor ánimo a la representación. ¿Qué se representaba? Pues una comedia, de un joven autor cubano. Teatro Irrumpe volvía a la Sala Covarrubias del Teatro Nacional de Cuba para estrenar Un sueño feliz, de Abilio Estévez.
“Abilio ha dicho que escribió esta pieza, de tono más ligero y en tono de comedia sentimental, para escapar de los fantasmas de su obra precedente: La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea, que Abelardo Estorino presentó con Teatro Estudio en 1986. Y así, en 1991, lejos de las brumas románticas del poeta acusado de traidor, estábamos ante lo que un mago de pacotilla, Próspero, intentaba para alegrar la vida de sus vecinos de solar. La pieza carecía de una estructura al uso, se desenvolvía a través de los diálogos de esa gente común, a la que un poco de magia, por barata que fuese, les dejaba soñar otros destinos: esa idea fija en el teatro todo de Abilio Estévez. Había sido publicada en la revista Tablas, con ese título tomado de un danzón que cantara Barbarito Diez: «Hoy tuve un sueño feliz». En el salón de ensayo, en aquel noveno piso del Teatro Nacional que yo visitaba por vez primera aquella mañana en que junto a un amigo me colé a ver un ensayo, aquel primer libreto se transformó en Un sueño feliz.
“Con su sabiduría de viejo diablo teatral, Roberto Blanco hizo que Abilio reescribiera la pieza. Cortó escenas, sugirió otras, demandó que aparecieran nuevos personajes. Si en el original ya impreso en la revista una pareja de jóvenes amantes ocupaban el prólogo y epílogo de la obra, en la noche del estreno esos espacios estaban habitados por Próspero y su hermosa asistenta en los trucos de magia. O sea, por Omar Valdés y una Lily Rentería que, con el cabello teñido de rojo para la ocasión, dejaba sin aliento a los espectadores. Un lector curioso puede leer aquel primer libreto y la versión que, tras ese proceso, acabaría publicando Abilio algo más tarde. Verá que son la misma obra y al mismo tiempo dos piezas diferentes. Aprendí al reconocer tal cosa, que nada es el teatro sin el diálogo puntual con un director sagaz, con un provocador que no imagine al dramaturgo como un ser ajeno o un extraño al que hay que sacar a patadas del salón de ensayo. También en eso fue grande Roberto Blanco, y también por eso se le echa tanto de menos en un ámbito teatral donde el dramaturgo sigue siendo tan mal considerado.
La última pieza real en el repertorio de Irrumpe
“La música del estreno la interpretaba, en vivo, Juan Marcos Blanco, en una tarima que se levantaba sobre un punto intermedio de la platea, como le gustaba al director. Se iluminó la escena y el ciclorama blanco del fondo se coloreó de azul: una imagen que confabulaba las luces de Ramiro Maceda y el diseño de Gabriel Hierrezuelo. Sabio en estos manejos, el montaje no apeló a la escala monumental que Blanco manejara en Yerma, María Antonia o el ambiente nocturno de Mariana. Esta es una comedia de costumbres cubanas, y la luz y unos pocos elementos harían innecesaria la reproducción naturalista del solar. Al fondo, un cajón que simulaba ser el baúl del mago, y a través de las telas que lo cubrían aparecerían los personajes que Próspero invocaba para que sus vecinos confesaran sus anhelos insatisfechos. En ese elenco había varias sorpresas. Y junto al colorido de la obra, acentuado por el diseño de vestuario que el propio director imaginó, algunos de esos actores y actrices hacen mi recuerdo más vívido, cuando me veo en el lunetario, aquella noche de estreno, ante Un sueño feliz.
“Dolores Pedro, Alicia Mondevil, Alfredo Alonso, Roberto Perdomo, eran en ese momento Teatro Irrumpe. De sus clases como maestro en el ISA, Roberto Blanco había elegido algunos alumnos y los ponía a prueba. Se las tenían que ver de tú a tú con algunos de los mencionados, y con el oficio tremendo de Omar Valdés, perfectamente mefistofélico en su protagónico. La Rentería (creo que ya le llamábamos así) era esa ayudante del mago que mencioné, pero se desdoblaba en la envidiada y muerta hermana hermosa, y en Graciela Montalvo, hija de Honorio Montalvo, comerciante de chorizos. Todavía algunos repetimos varios de sus parlamentos, que ella decía con una picardía equilibrada en su belleza esplendente. El humor de la pieza, pleno de referencias a libros, obras musicales, autores (Julián del Casal es uno de los fantasmas que Próspero convoca, en la piel entonces de Roberto Bertrand, quien también asumía el rol de El Enmascarado), paródico en su esencia, tejía su propio juego a lo largo de los dos actos, unidos finalmente en uno solo, y dejaba ver al Roberto Blanco que aprendió, a su paso por el Piccolo Teatro di Milano, más secretos de los que nos había dejado ver en su puesta de El alboroto, la célebre comedia de Goldoni. Buen gusto, belleza, provocación elegante: todo eso era la atmósfera, al mismo tiempo nostálgica, de Un sueño feliz. Y para los minutos finales de la obra, ahí estaba Su Majestad Hilda Oates, como la Marquesa Viuda de Campo Florido, que nos hizo aprender ese bocadillo desde entonces: «Menos mal que la Isla se acaba en Pinar del Río».
“De alguna manera, fue el último montaje de Roberto Blanco, la última pieza real en el repertorio de Irrumpe. La misma campanada horrísona del Período Especial hizo que el director se fuera a Venezuela, a dirigir allá, y el grupo quedó acá a la desbandada. Volvería en 1994, enfermo y en pos de algo de tranquilidad para sus últimos años. Volvió a Irrumpe, dirigió revivals de algunos de sus éxitos, retornó a sus obsesiones lorquianas y martianas, y se despidió con un montaje de El perro del hortelano, que era un eco ya tardío del gran director de Lumumba, Mariana, María Antonia, Divinas palabras y Yerma. Si tuviera que definirlo con una palabra, diría: imaginación. Y acotaría: desbordante. Había cumplido la deuda de representar Dos viejos pánicos, de su amigo Virgilio Piñera, y tal vez el aire menos agónico de aquella comedia de un joven autor, también de ojos verdes como el maestro, le haya parecido una carta grácil con la cual despedirse en cierto modo.
“Un sueño feliz me dejó, en aquel salón de ensayo, verlo trabajar, ver a una compañía de actores profesionales habanera en un momento de gozo, que devoraba con mis ojos de estudiante provinciano. Me hizo saber que el dramaturgo tiene que ser parte de todo eso, de esa ambición que puede acabar en un acto de belleza, y en una oleada de aplausos. Y me lo dijo de un modo tan sutil como lo es este recuerdo de una obra en la cual, Roberto Blanco, también, se reveló como un maestro prodigioso. En algún instante del montaje, los actores cruzaban la escena llevando en sus manos barcos diminutos: era la bahía de La Habana. Y él me confesó: «Ese momento es una cita de un espectáculo de Pina Bausch». Y así supe quién era la gran coreógrafa alemana. Gracias, pues, a Teatro Irrumpe, a Roberto Blanco, a Abilio Estévez. Sé por ellos que a veces, aunque no tantas como yo quisiera, si entro a una sala y me acomodo en el lunetario, tal vez, cuando se ilumine la escena, todo termine siendo parte de un sueño feliz”.
Es hermoso que Roberto limitara su vanidad
Concluye este homenaje colectivo a Roberto Blanco con “Melancolía casi de tango”, en donde el dramaturgo y crítico Amado del Pino narra sus recuerdos de La noche (1995), la segunda obra de Abilio Estévez montada por el teatrista:
“Releo mi reseña sobre el estreno de La noche, publicada en la revista Tablas. De esa formidable obra de Abilio Estévez, que mereció el Premio Tirso de Molina, recuerdo una lectura en voz del propio Abilio y la travesura con que manejaba los finales posibles, después de ofrecernos tanta reflexión auténticamente poética y esas espléndidas escenas de una singular teatralidad.
“Roberto Blanco fue, además del brillante actor y director robusto que ya se sabe, un aglutinador. Hombre culto, atractivo, seductor. Por Roberto estuvo Estévez esos años —como ni antes ni después— cerca, casi dentro de la actividad teatral. En el último período de la vida de Roberto la salud empieza a fallarle y busca en sus colaboradores una forma de que siga existiendo una compañía como Teatro Irrumpe, en tiempos de penuria económica, apagones, comienzo de esa furia de éxodo en la “población teatral” cubana que ya no se detendría.
“La noche… se enlaza en mis recuerdos con los otros dos textos de Abilio que asumió la tropa de Blanco y en los que participé más en los ensayos. Un sueño feliz fue trabajada en colaboración muy próxima con el autor. Perla Marina resultó la única puesta en escena que dirigió Roberto Bertrand, formidable actor y el amigo común por el que frecuenté algo más a Blanco.
“La dirección de La noche la firman Ariel Wood y Mario Muñoz. En aquella reseña de diciembre de 1995 decía que había mucho más que asesoría de Blanco en ese montaje. En todo caso, es hermoso que Roberto limitara su vanidad —que la tenía, en su caso con total lógica y merecimiento— y diera protagonismo en el crédito a dos jóvenes teatristas.
“Todavía estaban en Cuba y en Irrumpe varios formidables actores. Mi comentario pudo evaluar, contrastando un trabajo de interpretación con los anteriores. El ambiente, la luz, la ambición de aquella puesta en escena de La noche, me llegan, tras tantos años, con ese sello de elegancia, inteligencia y rigor que siempre acompañó al maestro Roberto Blanco”.
© cubaencuentro
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