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Actualizado: 17/04/2024 23:20

Medicina, Lenguaje, Diccionario

Epónimos

La idea para esta revisión le llegó al autor de la enfermedad genética que padece el personaje de Berlín en la serie de la televisión española/Netflix La Casa de Papel

Probablemente Icaro creía tocar el cielo cuando se hundía en el mar epónimo.
Julio Cortázar

«Bello como Apolo, de joven fue un Casanova. Acaudalado como un Creso, de viejo se volvió tacaño y ruin como Tío Rico McPato. Y terminó, quien lo diría, temblequeando por el Parkinson y perdido en las tinieblas del Alzheimer, hasta que se lo llevaron las Parcas y el olvido».

El párrafo anterior no se refiere a un personaje en específico. Es, por supuesto, un invento del autor de este artículo, aunque en verdad —que todos conocemos historias más o menos parecidas— pudiera haber ocurrido algo así. Pero realmente lo escribí para meter, un poco a la brava, siete epónimos en menos de tres renglones: Apolo, Casanova, Creso, Tío Rico McPato, Parkinson, Alzheimer y Parcas.

Muy bien, pero… ¿Qué es un epónimo?

Epónimo viene del griego eponymos que significa «nombrado después», o sea, epi = sobre, encima y ónima = nombre. Aunque no fueron los primeros en utilizarlos, y mucho menos los únicos, son los médicos los que han exprimido el empleo de estos sinónimos o palabras hasta la extenuación.

De hecho, la idea para esta revisión me vino de la enfermedad genética que padece el personaje de Berlín en la serie de la televisión española/Netflix La Casa de Papel. Berlín tiene una «miopatía mitocondrial de Helmer», una de las formas de presentación de una enfermedad bastante rara descrita hace algunos años por un investigador de apellido Helmer. O, dicho de otra forma, el nombre médico de lo que tiene Berlín, enfermedad de Helmer, es un epónimo. Y si lo invertimos y decimos que una miopatía mitocondrial es la enfermedad —que padece— Berlín, pues acabamos de convertir a Berlín, no la capital de Alemania sinó a Berlín, el delincuente, en un epónimo. Así de fácil.

Para la medicina, por definición, un epónimo sería la enfermedad, estructura, reflejo nervioso, tipo de cirugía o técnica en general cuyo nombre proviene de una persona que lo descubrió o describió por primera vez. También puede referirse a un paciente —el caso de Berlín—, un sitio, un hecho histórico o un personaje ficticio, generalmente literario, como en el síndrome de Pickwick. Una definición simple de epónimo, aplicada a todos ellos, sería: es un sustantivo o adjetivo que se refiere a la transposición de un nombre propio a una cosa. Otra, casi igual de sencilla sería: se trata de un término genérico para referirse a cualquier palabra derivada de un nombre propio o idéntica a él. Las definiciones de epónimo sobran, pero lo mejor para entenderlos es usarlos, que cortando hue… en fin, usted me sigue.

Los epónimos constituyen una parte fundamental del lenguaje, de la jerga más bien, y de la cultura histórica de los médicos. Y sería, sin dudas, un rasgo de elevado interés conocer la fuente original del epónimo. Conociendo esa fuente, o sea, la historia del epónimo, ya no olvidamos el hecho —la enfermedad, la parte anatómica, la técnica quirúrgica, la maniobra, la imagen radiológica o lo que sea— al que da nombre. Si sabemos que el investigador Helmer describió una miopatía mitocondrial, al escuchar el apellido Helmer lo asociaremos siempre con esa enfermedad. Y si decimos que Berlín se va a morir pronto, y por eso es tan rarito y poco empático como es, porque tiene una miopatía mitocondrial, tampoco olvidaremos ese diagnóstico por muy poco frecuente que sea. Que así funciona esto.

Una de las luchas y cantinelas permanentes que teníamos los profesores de medicina de mi época, que tienen los de ahora, y que probablemente tendrán los del futuro —aunque ya nada es seguro en estos tiempos posmodernos— es tratar que los alumnos, residentes y médicos jóvenes conozcan la fuente histórica de los centenares de epónimos que utilizamos los profesionales de la medicina todos los días. Una lucha larga y muchas veces un poco frustrante, pero… bueno, no metamos mucho el dedo en nuestras cuitas profesionales, que no es de buen gusto hacerlo.

Pero ya hay que decir que los epónimos no solo son comunes a las ciencias médicas. En el lenguaje popular no médico también son muy corrientes y cada vez se utilizan con más frecuencia. ¿Quién no sabe que un Casanova es un individuo extraordinariamente seductor o que una Mesalina es una señora muy ligera de cascos y de bastante mala entraña? Qué le dice a usted que la leche se pasteuriza —por Louis Pasteur—; que el calendario en uso es el gregoriano —por el papa Gregorio XIII—; que mi mamá tenía en Cuba un frigidaire blanco —por la vieja marca norteamericana de equipos eléctricos—; que el relojito que le vendieron los chinos es mickymaus —por Mickey Mouse, el personaje de Walt Disney— o que fulanita tiene unas caderas parecidas a las de JeiLo —por quien usted sabe.

A veces los epónimos difieren de unos países a otros, un hecho que dificulta su empleo y causa confusiones. Esto ha llevado a algunos lingüistas a pensar en su eliminación, pero también la erradicación de los epónimos puede, además de ser una tarea casi imposible, constituir un motivo de grandes conflictos. Elimine sadismo —por el Marqués de Sade— y verá qué difícil es definir a un sádico. Elimine pasteurización de la leche y verá que complicado es explicar el procesamiento que requiere hacer eso. Elimine castrismo, anticastrismo, castrista, anticastrista, castrato, castroenteritis —como decía Guillermo Cabrera Infante— y algunas otras derivadas del mismo apellido y verá que los cubanos se quedan casi sin temas de qué hablar, hacer chistes, hacer radio y TV, pelear entre ellos o escribir historia y literatura.

Por otra parte, los epónimos suelen transformarse con la práctica, con el uso continuado, en adjetivos. Veamos unos cuántos ejemplos: paciente «mongólico», enfermo con «salmonellosis», genocidio «polpotiano», ideología «marxista-leninista», defensa «numantina», ondas «hertzianas», disputas «quijotescas», sabiduría «aristotélica», temblor «parkinsoniano», nudos «gordianos», nariz «helénica», la Venezuela «saudita», izquierda «maoista», movimiento «browniano», Argentina «peronista», disciplina «germánica», ciclo «carolingio», comidas «pantagruélicas», prácticas «onanistas», imaginaciones «bovaristas» y lenguaje «cantinflesco».

¿Son los epónimos homenajes y recordatorios agradecidos? Pues a veces sí, como lo es el bacilo de Koch, el efecto Doppler, el Jumbo 747, la teoría de la relatividad de Einstein, el Premio Nobel —un poco a la baja últimamente—, el teorema de Pitágoras, los libros de Baldor y Nitza Villapol —que no pasan de moda—, las leyes de Newton, los elementos de la Tabla Periódica —que casi todos vienen de nombres de personas y países—, el Hada Madrina, la constante de Planck y el radio de Bohr, pero otras veces no lo son tanto, como en el caso de Vlad el Empalador, Nosferatus el Vampiro, la Hidra de Lerna, Al-Qaida y Osama Bin-Laden, el Conde Drácula, los Basiliscos, el barquero Caronte, las Arpías, el Chupacabras, el KKK, los Muertos Vivientes, el Fantasma de la Opera y los vampiros de La Habana.

El empleo común de los epónimos, como casi todo en la vida, tiene sus ventajas y sus desventajas. La precisión, la síntesis y la rapidez de comprensión son ventajas obvias. La Tetralogía de Fallot, para los estudiantes de medicina, es algo muy específico que evita una larga descripción, siempre y cuando esos alumnos conozcan al dedillo esa larga descripción —que esa es la cuestión, como decía Cantinflas—. Pero esa ventaja puede convertirse rápidamente en desventaja. El denominado signo de Babinsky, por ejemplo, designa cinco fenómenos neurológicos diferentes. Los epónimos compuestos —enfermedad de Legg-Calve-Perthes, por ejemplo—también pueden llevar a serias confusiones. Mercedes, sin el Benz, puede convertirse en un embrollo, sobre todo cuando nos enteramos de que sus creadores fueron Daimler y Jellineck y sus principales diseñadores fueron Porsche y Maybach. ¿Es un embrollo o no, querido lector?

Señalemos, para quedar bien con los lectores puntillosos y la linguística, que los epónimos pueden estar sometidos a procesos de homonimia (identidad fonica) polisemia (significados multiples) y sinonimia (significados relacionados). Citemos algunos ejemplos.

  • Homonimia En medicina la hernia de Douglas y la punción de Douglas tienen el mismo nombre, pero vienen de dos médicos diferentes. Otro ejemplo: el famoso barrio de Castro, en la ciudad norteamericana de San Francisco, nada tiene que ver con los Castro de Cuba.
  • Polisemia La fruta granada suena igual que el arma explosiva de mano e igual que la ciudad cuna del poeta Federico García Lorca. El negocio granadero (de frutos) no se aviene con los granaderos (militares) que se entrenan en la huerta de Granada. Confuso, ¿verdad?
  • Sinonimia Aunque no tiene mucho que ver con los epónimos —creo que nada—, se me ocurre citar, por soberbios, estos versos relativamente poco conocidos de Don Miguel de Cervantes y Saavedra: «Pérfidos, desleales, fementidos / crueles, revoltosos y tiranos, / cobardes, codiciosos, malnacidos, / pertinaces, feroces y villanos; / adúlteros, infames, conocidos / por de industriosas, más cobardes manos». ¡Terrible insultando el querido señor Cervantes, eh! Para quedar bien con la medicina (y con los epónimos), mencionemos que la enfermedad tiroidea de Basedow es idéntica a la enfermedad de Parry.

Es de notar que los epónimos pueden ser muy injustos. La gripe española de principios del siglo XX (1918), que mató alrededor de cincuenta millones de personas, comenzó en cuarteles militares de Estados Unidos, se extendió por una buena parte de la Europa en guerra y casi no tocó a España. La enfermedad de Lyme se diagnosticó en un solo caso, en el pueblo de Lyme, Connecticut, en 1976, sin embargo, es hoy un problema nacional en casi todo Estados Unidos. El Ebola se nombra así por el primer caso estudiado en la cuenca del río Ebola, en la actual República del Congo, pero en realidad es una enfermedad transmitida por los murciélagos y puede presentarse en casi cualquier parte.

Hay epónimos que pegan bien y otros que no lo hacen tanto. La condición patológica nombrada encefalopatía espongiforme bovina se llama también, cuando se presenta en el humano, enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, pero todo el mundo la conoce por enfermedad de las vacas locas. A veces los epónimos pueden ser compasivos, como ocurre en la enfermedad de Hansen (lepra) o la trisomía 21 (mongolismo). Otros son algo siniestros, como la guillotina, Little Boy y Fat Man (las bombas atomicas de Hiroshima y Nagasaki), Judas Iscariote, Jack el Destripador, Bony and Clyde, Rasputin, Buchemwald, el Hijo de Sam (David Berkowitz) o las mentiras goebbelianas, que se convierten en verdades con la repetición.

Ahora que estamos enfrascados en ciertas discusiones acerca de la Segunda Enmienda (ella misma un epónimo) debemos recordar que Kalashnikov, Beretta, Colt, AR-15, Heckler and Koch, Mauser, Galil, SIG-Sauer, Barrett, Garand, Springfield, Luger y montones más son, además de armas mortíferas, epónimos.

La literatura y Hollywood (el cine en general, que Hollywood también es un epónimo) son, o fueron, que las series de TV las están desplazando, fábricas de epónimos: Tarzán, Peter Pan, 007, Sherlock Holmes, Doctor Jekill y Mr. Hyde, Frankenstein, Humpty-Dumpty, El Padrino, Fresa y Chocolate, Fahrenheit (que viene del físico alemán y por ahí sigue a la termometría y a la literatura), La Bella Durmiente, el Patito Feo, Robinson Crusoe, La Cenicienta, Rambo, La novia de David, Robin Hood y centenares, o miles, más.

Es probable que el terreno más sabroso de la eponimia se encuentre en la comida. Rossini, el maestro italiano, no solo nos dejó óperas estupendas sino también platos deliciosos, como las pastas huecas con foie gras (canelones a la Rossini). El carpaccio no lo inventó el pintor veneciano Vittore Carpaccio sino el chef Giuseppe Cipriani, dueño del Harry’s Bar de Venecia, que se inspiró en el color rojo del pintor para satisfacer el deseo de carne cruda de la Condesa Nani Mocenigo. Pudiéramos continuar con la salsa Talleyrand, los blinis Demidoff, el festín de Babette, el solomillo Chateaubriand, la tarta Sacher, las ciruelas Claudia, los huevos Delmonico, las galletas Garibaldi, el filete Wellington, la charlota de manzana Careme, la salsa Bechamel, los melocotones Melba, el filete a la Richeliu, la tostada a lo Porter Mitchell, la Milanesa Napolitana, el Dim Sum chino, el pollo Tandoori, la Bandera dominicana, los Moros y Cristianos cubanos, el Curanto chileno, la Quesada Pasiega española y… mejor paremos aquí. Les prometo, para pronto, un artículo dedicado a la eponimia gastronómica, vale.

¿Sabía usted que Himen era hijo de Apolo y dios del matrimonio? Pero la griega Afrodita nos dejó más porque de ella vienen hermafrodita, afrodisíaco y anafrodisíaco. La sífilis es una enfermedad rica en epónimos: Morbo Gallicus, Mal de Nápoles, Mal Francés, Mal de bubas y unos cuántos más. Y la más terrible es Atropos (de ella viene atropina, el alcaloide), una de las tres Parcas, que son las encargadas de ejecutar las órdenes del destino, ese fatum que corta el hilo de la vida de improviso y cuando le place, o sea, cuando le da la gana.

Digamos algo de Cuba, pero sin los Castro.

El urólogo cubano Joaquín Albarrán es uno de los grandes de la eponimia. Llevan su nombre la fibrosis inflamatoria retroperitoneal (síndrome de Albarrán-Ormond), las glándulas prostáticas de Albarrán, el signo de cáncer de pelvis de Albarrán, la uña citoscópica de Albarrán, la prueba de Albarrán para medición del tejido renal residual, la colibaciluria de Albarrán, el uretrótomo de Albarrán y la resección quirúrgica de la pelvis renal dilatada o técnica de Albarrán.

Pongamos otro ejemplo cubano: una enfermedad de origen genético, la neutropenia maligna familiar o enfermedad de Béguez-Chediak-Higashi lleva el nombre de tres médicos, dos de ellos cubanos: el pediatra santiaguero Antonio Béguez César y el laboratorista habanero Alexander Moisés Chediak. Una historia, la de esta enfermedad y sus avatares, que también contaremos con más detalles en su momento.

Y para no hacer tan largo esto concluimos diciendo que al nivel actual del conocimiento, tanto el científico como en otros saberes, los epónimos deben ser empleados con propiedad, con cuidado y con conocimiento de sus raíces históricas. El tiempo dirá —yo me permito dudarlo— si en algún momento serán sustituidos definitivamente.

¡Ah, y no olvide que hay epónimos que sirven para todo! Lo duda, piense entonces en la maravillosa Aspirina.

© cubaencuentro

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