Narrativa, La Habana, Cuba
La Historia de verdad, verdadera de Cuba: Pepito
Pepito, nacido y criado en un barrio humilde de La Habana Vieja, era bastante pobre como para pagarse los novelones
Era un niño que leía, con muchísima atención… libretos de óperas o novelones románticos, de esos en que el protagonista era siempre un joven y apuesto patriota, que daba su vida por la libertad de su amada Patria, oprimida por alguna sanguinaria y cruel metrópoli colonial. Que sus padres fueran precisamente colonos de la metrópoli correspondiente a su caso personal, no parecía decirle mucho al muchacho.
Pepito, porque José se llamaba nuestro chiquito de marras, le compraba los libretos y novelones a unos libreros de Feria, que solían armar sus negocios en los portales de extramuros. Eran, por más señas, malas traducciones de novelones por entrega franceses, pero sobre todo de óperas italianas y hasta alguna memoria novelada de algún carbonario. Traducidas casi siempre por un mulato ya viejo, que había recorrido medio mundo como marino y ahora se ganaba así los tres reales para la completa del almuerzo, y el alquiler de un cuarto inmundo.
En esos textos, como ya he dicho, el protagonista no tenía más idea fija que la de liberar a su Patria de la malvada y malévola Austria, o de algún sátrapa otomano. Por lo general lo mataba una descarga cerrada de fusilería, contra un paredón, o sobre lo alto de alguna barricada, tras haberle dejado una carta a la madre, o a la novia, más trascendental que un tomo completo de Kant, y sin que faltara el grito postrero de: ¡Oh, Patria Amada, muero por ti!
A la novia, por cierto, el protagonista nunca pasaba de darle algún mal beso… en la frente, antes de la mentada rociada de plomo. O a lo sumo un beso desabrido que aquella le había robado, sin conseguir por ello enfriarle su ardor patriótico, y a su vez transmitirle ese calor a alguna otra parte de su cuerpo marmóreo, de tipo nacido para estatua o busto.
Pepito, nacido y criado en un barrio humilde de La Habana Vieja, era bastante pobre como para pagarse los novelones, porque por desgracia su padre, un militar español que había terminado de agente de policía en las calles de La Habana, por más años que llevaba en aquella Isla, no había acabado de bajarse de la Luna de Valencia. Al padre no había manera de hacerlo entender que la Isla de Cuba estaba para robarla, y sobre todo para amasar a su costa las fortunas barcelonesas sobre las que, andando el tiempo, se erigiría el moderno complejo de superioridad de los catalanes.
Pero como a Pepito, para aliviar la situación familiar, lo colocaron de ayudante de un gallego bodeguero, le salió al paso el modo de ganar lo necesario para pagarse su literatura.
El asunto estaba en que entre tanto suspiro romántico-patriótico, quizás por esa liviandad que para él tenían las cosas materiales, de alguna manera se le metió en la cabeza que la libra solo tenía doce onzas. El gallego propietario no tardó en notar los excesos en caja tras el turno de trabajo diario de aquel muchacho, a quien con su carita de querubín a nadie se le ocurriría acusarlo públicamente de robarle cuatro onzas a cada libra. Tampoco demoró en comprender la razón del error de cálculo de su flamante ayudante, quien parecía flotar impoluto entre la materia mugrienta y las muchas cucarachas de la bodega, e incluso que de algún modo eran esos libracos suyos los responsables del mismo. Por ello, tras darle gracias a Santiago de Compostela por haberle puesto en su camino, o mejor, tras la balanza de su bodega a aquel pelmazo, tomó rápidamente la decisión de hacerse a su cargo del pago de la literatura del muchacho. Si el chico quería flotar en un mundo con gravedad menor a la real, tanto mejor para su bolsillo, se dijo.
De este modo nuestro candidato a morir de la consabida descarga de fusilería pudo pagarse sus óperas y novelones, aunque claro, al precio de ganarse el mote de “Pepito tres cuartos de libra” entre las negras y mulatas del barrio de Jesús María, donde estaba afincada la susodicha bodega. Detalle del que nunca llegó a enterarse, como tampoco de las leyes básicas de la economía.
Así, fuera de sus horas de bodega, y de escuela, Pepito se pasaba leyendo sus óperas de Verdi y novelones romántico-patrióticos de claro en claro, y de turbio en turbio, y se saltaba las comidas que le ponía delante la vieja, y que se zampaban su media docena de hermanas, cuando aquella volvía la espalda. Y del poco dormir, y del menos comer, a nuestro muchacho se le secó el seso, y dio en la idea más loca en que alguna vez vino, o vendría a dar algún habitante de esos barrios marginales de la Habana Vieja: la de que él guiaría a sus compatriotas a enfrentar a España, y derrotaría al cruento y sanguinario régimen colonial español, y acabaría para siempre con la colonización cultural de su amada Patria, aherrojada de cadenas y obligada a consumir garbanzos… en fin, que le dio por meterse no a chulo, guapo, mula, informante del sereno, babalao, ladrón o vendedor de chivos para brujerías, sino a revolucionario (continuará).
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