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Actualizado: 27/03/2024 22:30

Casey, Literatura, Literatura Cubana

Un secreto bien guardado

Cuarenta y cinco años después de su muerte, Calvert Casey sigue siendo uno de esos escritores pendientes de ser releído o descubierto

La obra de Casey responde, por intensidad, por falta de aparato, por el carácter visionario y retraído de la persona que se traduce en los relatos, a un tipo de escritor que no hace correr a la gente a las casetas de firma pero agrupó en torno a sí a un pequeño y aguerrido ejército de seguidores hasta la muerte; la categoría a la que pertenecen, por establecer un marco comparativo, narradores como Robert Walser, Felisberto Hernández, Ackerley o Landolfi.

Vicente Molina Foix

Como es uno de los tantos excluidos del Diccionario de la literatura cubana, no se sabe el día ni el mes en que nació. Sí se conoce el año, 1924, lo cual permite afirmar que en 2014 cumpliría nueve décadas de existencia. Eso, claro, si no hubiese muerto el 16 de mayo de 1969, en el apartamento de Roma donde residía. La suya no fue una muerte natural, sino provocada por mano propia. Según el informe de la policía, “yacía en el lecho en una posición que hacía natural pensar que se había tomado un frasco entero de barbitúricos”.

En general, son muchas las incertidumbres biográficas que hay en la breve vida de Calvert Casey (no usaba el apellido materno, que era Fernández). Una vida que estuvo hecha de llegadas y partidas, y en la cual, como ha señalado el escritor chileno Rafael Gumucio, todo es impreciso e inasible. Había nacido en Baltimore y era hijo de una cubana y un norteamericano. Vivió allí hasta 1941, año cuando se fue a La Habana con su madre y su hermana. Hacia 1946 —por lo que antes apunté, aclaro que algunas fechas deben tomarse con cautela— salió de Cuba, viajó por Europa y finalmente se asentó en Nueva York.

Fue en esa ciudad donde comenzó a escribir o por lo menos donde redactó en inglés su primer cuento conocido, “The Walk”. Con él ganó un concurso convocado por la editorial Doubleday. Fue publicado en el número de invierno 1954-1955 de la revista New Mexico Quaterly, y en la ficha biográfica que la acompañaba se puede leer: “Calvert Casey hasta el año 1946 vivió y se educó en Cuba, su tierra natal. Ha trabajado como traductor en el Canadá y en Suiza y, durante seis años, en este país (Nueva York). Este es su primer cuento”. Reproduzco la traducción hecha por Gustavo Pérez Firmat, que aparece en su excelente ensayo “Balance del bilingüismo en Calvert Casey”. También de la etapa cuando residía en Nueva York son las colaboraciones que Casey envió a la revista Ciclón, que editaba en La Habana José Rodríguez Feo.

No obstante, antes de “The Walk” Casey contaba ya con un primer intento como escritor que se suele pasar por alto. Hablo de la novela Los paseantes (Imprenta Aguiar, 1941), que publicó bajo el seudónimo de Juan de América, y cuya edición pagó de su bolsillo. Evidentemente era un típico pecado de juventud, lo cual explica que después su autor renegara de ella e incluso se ocupó de destruir los ejemplares. No he encontrado registro de que exista en ninguna biblioteca.

Alrededor de 1957, Casey retornó a Cuba. En La Habana fue empleado de la Cuban Telephone Company. En “¿Quién mató a Calvert Casey?”, Guillermo Cabrera Infante recordó que también se ganó la vida “trabajando en el más habanero de los comercios, una quincalla”. Fue a partir de 1959, cuando pasó a desarrollar una intensa actividad periodística y creativa. Hizo crítica teatral y literaria en los periódicos Pueblo, La Calle, La Tarde y Revolución, así como en las revistas Casa de las Américas, Bohemia, La Gaceta de Cuba. Asimismo formó parte del grupo de intelectuales nucleados en torno al suplemento Lunes de Revolución, del cual fue colaborador regular. Acerca de ello, Cabrera Infante comentó: “Ciertamente Calvert salvó con uno de sus raros artículos o sus penetrantes ensayos más de un número del magazine, rescatable del olvido porque Calvert Casey aparece ahí”. En esta época, se relacionó con escritores como Antón Arrufat, Virgilio Piñera, Humberto Arenal y Luis Agüero. Después de 1961, cuando cesó Lunes de Revolución, fue a trabajar a la Casa de las Américas. Allí se ocupó de la Colección Literatura Latinoamericana. A esos años pertenece el prólogo que redactó para la edición de La vorágine, de José Eustasio Rivera, así como la compilación de Cuba: transformación del hombre (1961).

Temperamento tímido y espíritu introvertido

El escritor mexicano José de la Colina lo conoció en esa época, y ha dejado un testimonio del cual copio este fragmento: “A Calvert yo lo conocería tras una matiné dominical de la Cineteca (sic) del ICAIC, saliendo de ver no recuerdo qué película irrecordable, es decir una película checa. Era un hombre cerca de los cuarenta, delgado, de largo rostro blanco, lácteo, de grandes ojos húmedos y apagados, de calvicie comenzada muy arriba en la frente e insinuada en la coronilla. Discutía sobre la película con el crítico de teatro Rine Leal y se silenció de inmediato al acercarnos el cineasta Fausto Canel y yo, como abochornado por su tartamudeo.

“Pero no lo avergonzaba su tartamudeo: descubrí que podía ser un tartajoso locuaz, a veces una metralleta de sílabas, cuando los dos echamos a caminar conversando por la avenida 23 hacia «mi» hotel, el Habana Libre, ex Habana Hilton (...) Cuando llegamos al Habana Libre y lo invité a tomar algo en uno de los bares interiores, echó una mirada desconfiada hacia el hall y dijo que no podía acompañarme, que debía ir, ¡en domingo!, a su trabajo en la Casa de las Américas, y se despidió, amable y apresurado. Más tarde, cuando supe que ciertas personas señaladas como inmorales tenían prohibido entrar en los grandes hoteles de Cuba a los que llegaban los visitantes extranjeros, sospeché que Casey, aun si al parecer no estaba tan fichado como por ejemplo el inteligente y temeroso y temerario Virgilio Piñera, habría preferido no arriesgarse”.

Y al evocar una cena en diciembre de 1963, José de la Colina expresa: “Luego, como por asociación de ideas, pasó a decir que a él le gustaría vivir en México, ¿creíamos nosotros que se podría?, pero que al mismo tiempo no deseaba salir de Cuba, pues, considerándose esencialmente cubano, se había adherido tanto a la sociedad nueva que ni moral ni sentimentalmente sería capaz de abandonarla: él en otros tiempos, en Europa, en los Estados Unidos, tenía buenos empleos y buen tren de vida, y lo había dejado todo para venir a la isla, pues aquí sentía que recobraba su tierra verdadera, que la revolución abría una esperanza, una forma de libertad en todos los órdenes de la vida. Pero —ahora tartamudeaba algo menos, y empezaba a sollozar— ¿cómo hubiera él podido adivinar que en la misma tierra a la que había decidido darse, en la nueva sociedad a la que deseaba integrarse de todo corazón y con entera conciencia, lo considerarían un enfermo moral y político, un monstruo sexual, antisocial, antirrevolucionario, a quien había que aislar, relegarlo al exilio interior, acaso condenarlo a forzosos trabajos agrarios en los campos de «reeducación»? Esta parrafada no la dijo exactamente así, pero eso significaba”.

De acuerdo a los testimonios de quienes lo trataron, Casey poseía un temperamento tímido y un espíritu introvertido. Cuentan que era inteligente, pálido, medio calvo, tenía algunos tics nerviosos y debido a su miopía usaba unos gruesos espejuelos. Coleccionaba objetos de santería y le gustaba pasear por los cementerios. El novelista y dramaturgo Vicente Molina Foix narró el que fue su último encuentro con él. Y anota que le impresionó “el muy relativo entusiasmo que ponía en hablar de su tarea de creación, por la que yo le manifestaba una gran admiración. Paradójicamente, era mucho más capaz de excitarse hablando de la última lectura, de una posible traducción de Lawrence o de la edición que querían hacer para Alianza (María Zambrano, su muy querido amigo José Ángel Valente y él) de la Guía espiritual de Miguel de Montesinos”.

Por cierto, Molina Foix es una de las personas que más ha contribuido al rescate de la obra de Casey. Pocas semanas después de su suicidio, publicó en la revista Ínsula (números 272-273, julio-agosto 1969) un largo y magnífico artículo titulado “En la muerte de Calvert Casey”. Parte de aquel texto sirvió de introducción al impagable dossier que la revista Quimera dedicó al escritor cubano en 1982. Y cuando en 1997 se publicó en España la antología Notas de un simulador, Molina Foix comentó su salida en el diario El País. Personalmente puedo además dar fe de la admiración que profesa a Casey. Cuando yo vivía en Madrid, me tocó entrevistarlo a propósito del estreno de su pieza teatral Don Juan último. En esa ocasión hablamos de quien fue su amigo y me confesó que en un viaje que había hecho a Buenos Aires compró los ejemplares de la edición española de El regreso que halló en una librería, para ir regalándoselos a sus amigos. Entonces tuvo la amabilidad de obsequiarme uno de ellos y hasta hoy lo conservo.

El exilio era su única opción

En los años que van de 1963 a 1969, Casey publicó todos los libros que integran su exigua bibliografía. En Cuba dio a la imprenta la colección de cuentos El regreso (1963), que año y medio después tuvo una segunda edición, y Memorias de una isla (1964), donde reunió once ensayos breves. En España, Seix Barral reeditó la primera de esas obras bajo el título de El regreso y otros cuentos (1967). Incluye algunas narraciones que no aparecían en la edición anterior, aunque deja fuera el poema en prosa “En San Isidro”. También apareció bajo ese sello Notas de un simulador (1969), donde además de varios cuentos está la noveleta de la cual el volumen toma su nombre. A esas narraciones se sumó años después “Piazza Margana”, capítulo de una novela que Casey estaba escribiendo y cuyo manuscrito arrojó al río Tíber. Es un texto admirable y sorprendente, que ha contribuido mucho a la fama póstuma de su autor.

En 1966, Casey viajó a Hungría invitado por la Unión de Escritores de ese país para dar conferencias sobre literatura cubana. Para entonces el exilio era su única opción, así que decidió no volver a Cuba. Vivía aterrado por la cruzada emprendida contra los homosexuales, lo cual unido a su desencanto político lo empujó al límite. A eso además se sumaban sus depresiones y problemas personales, que venían de atrás. En una carta a su amigo Fernando Palenzuela, fechada en marzo de 1962, le escribió: “Paso en estos momentos por una crisis personal y me es difícil escribirte nada que tenga sentido. He comenzado y terminado un capítulo de la novela y me he preguntado ¿es que yo no puedo escribir más que sobre cosas y gentes muy jodidas como yo? ¿Y el lado alegre de la vida? ¿Y la alegría de estar vivo? ¿Y el humor? ¿Y el amor? Luego la crisis personal de quien ve concluir la juventud y se pregunta qué pasará -posiblemente no pasará nada. La decadencia es demasiado sutil para que pase «nada» -o eso es precisamente: que no pasa nada”.

Esa última etapa corresponde a la de sus errancias europeas. Estas finalizaron cuando se estableció en Roma, que junto con La Habana era la ciudad donde parecía sentirse más cómodo. Allí vivía en un apartamento ubicado en la corta calle Gesú e María. Volvió a trabajar como traductor en la ONU, la FAO y la UNESCO. También pertenece a esos años su versión al español de En las montañas de la locura, de Lovecrfat, que Seix Barral publicó en 1968. Pero en lo que se refiere a obra de creación, Casey escribió poco.

Sí mantuvo una correspondencia regular con sus amigos. Una parte de esas cartas se conservan hoy en la biblioteca de la Universidad de Princeton. A propósito de ello, en otra de las misivas a Fernando Palenzuela le expresa: “He vivido fuera y sé la importancia que tiene recibir cartas, el prestigio increíble que tiene un sobre sin abrir, y el misterio. Recuerdo haberlos conservado hasta dos días y mirarlos sin querer abrirlos para no develar el misterio, que muchas veces, casi todas las veces no era más que palabras banales como estas que te escribo, pero qué extraño y sugerente valor tenían cuando aún estaban dentro del sobre sin abrir”.

Fue amante de Giovanni Losita, un estudiante de filología a quien dedicó Notas de un simulador. Pero tras un ardiente romance, el joven lo abandonó. En 1969 Casey abandonó su residencia habitual en Roma y viajó a Madrid, Ginebra, Londres, con el propósito de visitar a sus amigos. Era como si quisiera despedirse de ellos. Unas semanas después de haber recibido ejemplares de Notas de un simulador se suicidó. Antes de hacerlo, tuvo un gesto propio de él: redactó una nota dirigida a la policía italiana, en la que pedía disculpas por los inconvenientes de que lo encontrasen en un estado tan desagradable. Fue enterrado en un cementerio a las afueras de Roma. Su tumba tenía este epitafio escrito en inglés: “He was gentle/ He was weak/ He was destroyed”. En un texto que aparece en el dossier de la revista Quimera, Severo Sarduy escribe: “Última noticia: una amiga común retira sus restos de la bóveda para conservarlos en el osario de la familia. Al salir del cementerio -me escribe-, queda prendida a la rama de un árbol que la retiene, afectuosa, agradecida”.

Obra breve, pero singular e intensa

Casey, ya lo apunté antes, dejó una obra breve, pero singular e intensa. Pese a que tuvo una plataforma de lanzamiento tan importante como lo era Seix Barral, en su momento sus libros encontraron escaso eco crítico. Entre otras razones, eso se debió a que en ellos transitaba terrenos narrativos entonces inexplorados por la literatura latinoamericana de esos años, que como se recordarán eran los del boom. Asimismo sus cuentos tenían muy poco que ver con las obras de Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Guillermo Cabrera Infante, los autores cubanos más conocidos internacionalmente. Nada más alejado de los barroquismos lingüísticos que su escritura. En sus textos, Casey adoptó un lenguaje narrativo que, como alguna vez hizo notar Juan García Hortelano, es aparentemente primitivo y neutro, pero posee un misterioso poder. Un lenguaje que posee cubanía, aunque sin pretender ser “popular”. Eso también puede aplicarse a sus personajes, cuya autenticidad no les hace perder su innegable universalidad.

Como buena parte de los narradores cubanos de la década de los 60, en muchos de sus cuentos Casey vuelve al pasado. Sin embargo, lo hace para abordar problemas de mentalidad que expliquen alienaciones del presente. Así, en “El paseo” recrea el ritual de la iniciación sexual de un adolescente, a quien su tío lleva a un prostíbulo cuando estrena sus primeros pantalones largos. En “Los visitantes” e “In partenza”, aborda el mundo del espiritismo, que dominó la vida de muchas familias cubanas. Varios de esos cuentos transcurren en ambientes habaneros. Pero Casey los impregna de una sensibilidad alucinada y los recrea con esa mirada oblicua y esa economía de medios que distingue a su escritura.

Algunos temas se repiten de modo obsesivo: la memoria recurrente, el tiempo, la irrealidad de la vida, la necesidad de recuperar la identidad personal, la muerte. Esto último es un aspecto que la mayoría de los críticos han destacado, y tras el suicidio del escritor adquiere un raro aliento premonitorio. Hay que apuntar, no obstante, que Casey incorpora diferentes matices y niveles de interpretación. Para ilustrar con un ejemplo, en “Mi tía Leocadia, el amor y el paleolítico inferior” el protagonista, sentado en el Ten-Cén, recuerda y medita sobre la muerte. Imagina que está rodeado de muertos, de casas destruidas. Allí estuvo la ceiba que él plantó con sus manos. Pero como ha comentado Antón Arrufat, la lectura que propone se refiere más a ese “bien supremo” que para Casey es la vida: “En este cuento están nuestras mejores páginas sobre la muerte, y más bien, sobre la vida. Sobre esos muertos que Casey nos señala, sobre la tierra hecha de cenizas, el hombre, paciente y obstinado, construye su existencia”.

A propósito de El castillo, para él una de las pocas novelas que realmente pueden calificarse de grandes, Casey anotó: “¿Qué ocurre en El castillo? Muy poco, o mejor dicho nada esencialmente. El genio de Kafka es capaz de hacer una gran novela sobre un hecho que no llega a ocurrir”. Varias de sus narraciones están construidas a partir de similar premisa: hechos que solo ocurren en la imaginación, el temor o el deseo de los personajes. Y ya que mencioné a Kafka, conviene señalar que los textos de Casey poseen una filiación kafkiana. En ocasiones, él mismo se encarga de revelarlo, como sucede en el epígrafe que encabeza “La ejecución”. Su narrativa también posee nexos con el existencialismo, así como con Samuel Beckett y algunos autores del nouveau roman francés.

Pero influencias aparte, Casey consiguió crear un estilo propio y reconocible. Así lo hizo notar Edmundo Desnoes, cuando comentó su primer libro: “Lo último que logra un escritor, es lo primero que ha conseguido Calvert Casey: personalidad. Los cuentos de El regreso pueden leerse sin firma porque cada detalle revela la mirada del autor. Cuando reconocemos un cuadro no exclamamos que es un paisaje o una naturaleza muerta; lo primero que hacemos es identificar al autor: es un Lam, es un Portocarrero. Lo mismo podemos decir, por ejemplo, de «Mi tía Leocadia, el amor y el paleolítico inferior»: es un Calvert Casey”.

Cuarenta y cinco años después de su muerte, Casey sigue siendo uno de esos escritores pendientes de ser releído o descubierto. Cada cierto tiempo, alguien trata de rescatarlo. En 1995, Jesús Vega editó en Estados Unidos Calvert Casey, el olvidado. En 1997, Mario Merlino preparó la antología Notas de un simulador. Al año siguiente, Ilan Stavans editó en inglés sus Collected Stories. En 2003, apareció en Polonia Exilio del discurso, discurso del exilio: Tres voces de la diáspora cubana: Sarduy, Casey, Arenas, de Barbara Stawicka. En México vieron la luz en 2009 sus Cuentos (casi) completos. Y en 2012, Jamila Medina Ríos publicó en Cuba el ensayo Discriminaciones de Calvert Casey. Gracias a esos esfuerzos, Casey se mantiene, lo comentó el propio Stavans, como un secreto bien guardado, como un mártir en vías de la beatificación.

© cubaencuentro

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