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liberalismo, Mercado, Marx

Necesidad de abandonar los paraísos

Aquellos que creen que con el Mercado basta, dan por sentado vivir en un Universo antropocéntrico semejante al de Marx

Un aspecto vital para toda sociología, el cual suele ser pasado por alto en la reflexión sociológica, es el Universo en el que el sociólogo sitúa a la sociedad humana.

Exactamente no es que no se tenga en cuenta, sino que más bien el sociólogo da por sobreentendido un cierto Universo. Le resulta tan evidente, que considera lo mismo sucede para sus oyentes o lectores, y por lo tanto no se preocupa en partir de definir en qué medio ubica a la sociedad humana, sobre la cual reflexiona.

Sin embargo, definir el Universo en que cree vivir el sociólogo es vital a toda reflexión sociológica. En particular la preponderancia que se le dará en el cambio y evolución del sistema social a los factores internos, o a los externos al mismo, dependerá de si el sociólogo cree vivir en un Paraíso, o sea, en una realidad creada con el fin de que el hombre pueda realizarse en ella; en un Universo indiferente a la existencia humana, y por tanto a su realización personal; o en uno francamente hostil a esa existencia en la aplastante mayoría de sus puntos espacio-temporales, en que lo importante siempre será mantenerse vivo en medio de la tendencia general en contra.

Por ejemplo, Marx en su obra da preponderancia a los factores internos precisamente por haber adoptado sin cuestionarlo el Universo antropocéntrico propuesto implícitamente por los pensadores del Renacimiento: uniforme, estático o en todo caso de cambios muy graduales, con las leyes que lo rigen evidentes a todos, de alguna manera existente para la realización del hombre. No es de extrañar entonces que para Marx lo determinante en el desarrollo de la sociedad sean los conflictos de clases sociales, a su interior. Para él la historia de la sociedad humana de hecho no es más que un gradual acomodamiento a ese Universo paradisíaco, y en el específico momento en que reflexiona el proceso permanece a un nivel tan bajo que no se pueden aprovechar las bondades infinitas de este, por las divisiones al interior de la sociedad. Para Marx deberá por lo tanto esperarse a que la evolución que determinan esos conflictos conduzca a la Sociedad sin Clases, al Reino de la Libertad, el Comunismo, en que los bienes brotaran a chorros de la productividad humana.

Marx en realidad pudo haber superado esa visión si hubiese ahondado en los conflictos entre esos dos conceptos propuestos por él: Base Material, y Superestructura Ideal. Sin embargo, para Marx la Base Material en su relación con la Naturaleza solo puede seguir una evolución determinada, siempre la misma —para su reflexión es como si solo hubiese un único camino posible de evolución tecnológica—, mientras la Superestructura Ideal solo le sirve para explicar los fenómenos de desfase negativo, o sea, cuando la Superestructura se opone a un determinado cambio social o tecnológico —asignarle a la Superestructura el papel de impulsar el desarrollo tecnológico le sabía demasiado a idealismo.

La cuestión está en que Marx cree vivir en el Universo antropocéntrico de los renacentistas, y en base a ello nunca se plantea una Humanidad consciente de su movimiento, en capacidad real de decidir sobre este. En su Paraíso no es necesario: solo hay que dejarse llevar por las leyes del desarrollo social, las cuales, dada la uniformidad de ese Universo, tiene por universales. La Humanidad de Marx no es un ente consciente, capaz de decidir en su interacción con la Naturaleza, es solo un agregado de individuos, que se deja llevar por esa Naturaleza, y las leyes que dicta para todo agregado de individuos, por más conscientes que sean. En realidad, no hay necesidad de nada más: es el suyo un Universo tranquilo, del cual no hay que esperar grandes sorpresas, y en el cual las leyes que lo rigen son evidentes. Si se adopta la actitud correcta, claro –en esencia, paradójicamente, aceptar que son evidentes.

Aquellos que creen que con el Mercado basta, por su parte, dan por sentado vivir en un Universo antropocéntrico semejante al de Marx. Un paraíso, en el cual los individuos pueden desgranarse por el mundo, y dejar su interacción social, más allá de sus lazos familiares, en manos de los mecanismos impersonales del Mercado —estos sustituyen, con el mismo efecto desmovilizador de la voluntad de coordinar conscientemente los esfuerzos humanos, a las leyes sociales universales y supra humanas del Marxismo.

Los utopistas del Mercado creen vivir en un medio paradisíaco, en el cual los cambios naturales, si los hubiera, son tan graduales que no afectan el funcionamiento del Mercado. De hecho, sin esa gradualidad el Mercado no funciona, incluso a nivel teórico. Sin la posibilidad de prever racionalmente con un alto grado de probabilidad el resultado de nuestras acciones, los mecanismos del Mercado no pueden funcionar: por ejemplo, es poco probable que, con un clima completamente errático, en el Caribe y el Atlántico Norte, se hubiese podido desarrollar un mercado de valores.

Por otra parte, para ellos la Naturaleza, de alguna manera, es capaz de absorber cualquier nivel de actividad humana, sin transformarse en esencia. No hay, por lo tanto, necesidad de coordinar conscientemente los esfuerzos comunes, más allá de los mecanismos del Mercado, para proteger y mantener benigno para la sociedad humana ese medio en que vive, porque de alguna manera ese medio se auto-recupera constantemente, para mantenerse como un Paraíso. Esa capacidad auto-recuperativa del Universo de los Fundamentalistas del Mercado lo aproxima al Paraíso cristiano mucho más que al Universo de Marx: es en realidad el particular Universo de la Reforma Cristiana.

La idea, común a comunistas y fundamentalistas del Mercado, según la cual en un futuro no se necesitará de gobierno, ni de estado, ni de ninguna institución que coordine los esfuerzos comunes para la sobrevivencia, nace precisamente de esa impresión implícita de vivir en una especie de paraíso, creado o concretado de alguna forma para la realización humana. Y es que el ideal según el cual algún día lo individual y lo social llegarán a engarzar perfectamente, en que el vivir en sociedad no impedirá la autorrealización plena de todos los individuos, solo es posible para quien cree vivir en un paraíso.

En sí, el Universo antropocéntrico renacentista, que aún es el universo en que la inmensa mayoría de los occidentales creemos vivir, es una reelaboración del Universo dividido del hombre medieval. Aquel creía vivir en una parte del Universo, la hostil, un valle de lágrimas, asolado por los cuatro jinetes del Apocalipsis. Pero también creía en la existencia de otra mejor mitad, la cual Dios había creado para la realización de lo mejor de cada alma humana, o al menos de lo que para el pensamiento medieval era lo mejor del alma humana.

En el Renacimiento los hombres recuperaron la antigua idea greco-latina de que lo importante era este mundo, no ningún más allá del que no tenían ninguna constancia concreta. Mas no tuvieron el valor de recuperar la idea griega de que se vivía en un Universo en esencia hostil, en que la vida de cada cual —incluidos esos súper hombres: los Dioses helenos— estaba sometida a algo tan poco reconfortante y aleatorio como el Destino. Reeducados en la tradición cristiana por más de un milenio, en cambio prefirieron asignarle a ese más acá las características del más allá medieval: un paraíso abierto a la plena realización de lo que los renacentistas llamaban la virtud humana.

Esta fue la evolución en la vertiente escéptica, la cual en esencia abandonó el cristianismo, aunque sin alcanzar a desprenderse por entero de él —que muchos de los renacentistas comulgaran frecuentemente no indica nada: por no hacerlo podías terminar quemado vivo. Pero hubo otra evolución, en que no se abandonó la idea del Dios cristiano rigiendo el Universo: La Reforma. Por un lado, una mejor adaptación de la concepción en esencia gregaria del cristianismo, de lo que nunca alcanzó a ser el catolicismo, al ancestral individualismo celta. Por el otro un mejor acomodamiento del cristianismo a ese ser más concreto y material: el hombre europeo atlántico, de las abstracciones cristianas nacidas del choque entre hebreos y helenos. Un Universo, el salido de la Reforma, en esencia similar al de sus primos escépticos, solo que con una fuerte capacidad de auto-regularse para seguir al servicio del hombre.

Nadie, aclaro, definió en el Renacimiento ese nuevo Universo. Por lo general esto quedaba implícito en el análisis y respuesta teórica a los problemas puntuales que aparecían ante la Humanidad. De hecho, esa visión no se llegó a depurar por entero hasta Las Luces, a mediados del siglo XVIII. Quedaba evidente aquí y allá, como cuando Giordano Bruno hablaba de un Universo infinito, poblado de infinitos sistemas solares, todos ellos habitados —Cyrano, en sus comedias cósmicas, admitía que la vida superior existía en todos los planetas del sistema solar, incluida la Luna, e incluso imaginaba al Sol habitado, en un Universo en que la vida, y sobre todo la vida altamente organizada, tenía terreno fértil en cualquier lugar, incluso en el espacio vacío.

La creencia en un Universo en que la sociedad humana puede considerarse un sistema cerrado, existente en condiciones ideales, se explica en el hecho de que al menos desde el final de la última glaciación en nuestro planeta no han ocurrido cambios no graduales, catastróficos, que pusieran en peligro la existencia de la especie humanas. Por el contrario, salvo algunos hechos muy puntuales, como la explosión volcánica de la isla Santorini, que detuvo el desarrollo de la civilización cretense, nada ha ocurrido que nos haga plantearnos la necesidad de anteponer los factores externos, a los internos, en la evolución de las sociedades humanas.

Las sociedades humanas han evolucionado desde hace 10 000 años en un medio prácticamente inmutable, lo cual nos ha ocultado el hecho de que lo más importante no son las relaciones sociales al interior de las mismas, sino que las relaciones sociales tienen como función precisamente permitir la adaptación humana al medio, y que cuando los cambios son demasiado rápidos no podemos abandonarnos a leyes suprahumanas o a mecanismos del Mercado, o sea, a dejar las cosas correr, sino que estamos obligados a consensuar con rapidez una respuesta concreta.

Sin duda puede pensarse, por el hecho de que ocurriera ese periodo de inusual tranquilidad, que algo nos protege. Como evidentemente pensaba Trump, cuando les respondió a los científicos de un panel sobre el cambio climático que él estaba seguro de que la atmosfera planetaria no se calentaría, sino que, por el contrario, comenzaría a enfriarse. Creer que algo me protege, y que mi realidad ha sido creada para mí, puede ser muy reconfortante, pero nos deja por completo desarmados cuando los cambios súbitos ocurren.

Por otra parte, en un Universo en que nos creemos protegidos, no hay en realidad ninguna necesidad de cooperar con mi prójimo. Podemos creernos en la obligación de salvar al otro, en esencia de sí mismo y sus creencias “erradas” —algo que ha multiplicado los conflictos, más que disminuirlos—, pero no de cooperar en nuestra sobrevivencia común, frente a un medio no pensado para nuestra realización.

Hay en esencia dos actitudes ante la constatación de que la vida altamente organizada en la Tierra pudo desarrollarse por un alto número de inhabituales coincidencias: pensar que esa acumulación de circunstancias fue algo no fortuito, y que algo semejante a nosotros en capacidad intelectiva lo permitió, o asumir por el contrario que sí fue fortuito.

En realidad, esa acumulación de circunstancias, por más grande que llegáramos a descubrir fue, de ninguna manera implica que necesariamente haya sido producto de una súper inteligencia —del mismo modo que el que Sol haya salido todas las mañanas desde que los hombres tenemos memoria, no implica necesariamente que mañana deba hacerlo de nuevo. Lo único que nos queda claro de esa acumulación es que el Universo en que vivimos, en la aplastante mayoría de sus puntos y de sus tiempos, no es un paraíso, sino un medio en el cual la vida altamente organizada no puede sobrevivir, a menos que sea capaz de transformar ese medio. Por lo tanto, lo única racional que nos queda por hacer, más allá de aceptar ideas las cuales no podemos demostrar —ni negar— racionalmente, es pensar como si estuviésemos absolutamente solos, sin nadie que nos cuide, con solo la compañía de otros miles de millones de seres humanos en nuestra misma situación.

En esencia lo que se impone es abandonar el universo antropocéntrico renacentista, y volver al modelo heleno, para desarrollarlo hasta las últimas consecuencias a las cuales ni los mismos griegos nunca llegaron. Un Universo no concebido para la realización humana, sino un universo indiferente a nuestra presencia o nuestros propósitos, pero un Universo regido por leyes que podemos llegar a conocer aproximadamente, y con cuyo conocimiento podemos transformar la realidad de modo que podamos hacer más llevadera nuestras vidas, a la vez que garantizarnos un poco más de posibilidades de sobrevivir a los seguros cambios bruscos con los cuales nos sorprenderá en el futuro.

En esencia sustituir el modelo de una Humanidad habitante de un Paraíso, al cual no le saca todo el provecho posible por los errores y defectos humanos, por el de una Humanidad como tripulación de un pequeño barco de velas en medio de un mar tempestuoso, en el cual modelo solo puede tener esperanzas de mantenerse viva en el próximo segundo si la tripulación acepta cooperar los unos con los otros. O sea, un real humanismo, a diferencia del renacentista, que lo era falso. Aquel, al establecer que eran los defectos y errores humanos los responsables de la situación humana, implicaba de cierta manera la existencia de un orbe supra humano —Dios, o las leyes supra humanas del desarrollo de los conjuntos de individuos conscientes de sí mismos, o los mecanismos del Mercado. Mientras que el verdadero Humanismo no es en sí la creencia en que los humanos somos lo máximo, y la realidad toda gira a nuestro alrededor, sino únicamente en que no tenemos nada más firme que los unos a los otros.

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