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EEUU, México, López Obrador

Del antiamericanismo al panamericanismo

La propuesta de una revolución copernicana en la Izquierda de América Latina, de Andrés Manuel López Obrador

Históricamente la izquierda latinoamericana ha tenido al anti-americanismo como su característica más distintiva. Alguien me dirá que en realidad ha sido el antimperialismo, pero como el único imperialismo del cual en América Latina tendemos a quejarnos, incluso hoy en que tenemos tantos, es del de los Estados Unidos de América, pues no creo que cometa ningún error si en su lugar hablo aquí por lo claro de anti-americanismo.

La izquierda latinoamericana, más por latinoamericana que por izquierda, ha culpado siempre a otros de los problemas de la región, y en particular por los defectos evidentes del latinoamericano para vivir en una sociedad moderna, y ha supuesto que en la desconexión, cuando menos, del Sistema Mundo actual, centrado en los Estados Unidos, se encuentra la panacea a todos sus males: para algunos, con el fin de alejarnos de la Modernidad; para otros, porque suponen que de alguna manera solo así aprenderemos a ser modernos. Por décadas ser de izquierdas en nuestra región ha significado culpar de todo a los “gringos”, o “yanquis”, y proponer alejarse lo más posible de ellos, si es que no se puede provocar el colapso de su civilización. De ahí lo rupturista de la propuesta con que se nos ha aparecido desde el 2018 el actual presidente mexicano, para revivir el Panamericanismo, nada menos que desde la izquierda.

En esencia Andrés Manuel López Obrador está proponiendo refundar la izquierda latinoamericana, ya no en el antiamericanismo furibundo.

En nuestra región el antiamericanismo tiene una fecha de nacimiento: los años posteriores a la Primera Conferencia Panamericana de 1889. Entonces, con una población que en total era bastante menor a la de los Estados Unidos, una posible ocupación y repoblación de la América Latina por su vecino del norte no era una posibilidad descabellada. Eran, por demás, los tiempos en que los Estados Unidos se definían a sí mismos no como la realización de la Utopía de la Libertad sobre la Tierra, una utopía abierta a todos los hombres, sino como una civilización étnica, la de los anglosajones blancos, protestantes, en contraposición a la latino-india-negra, católica, al sur del hemisferio. Los Estados Unidos había por entonces olvidado, y hecho olvidar, su pasado hispano, y dada su muy homogénea población —entre aborígenes y negros no pasaban del 13 %—, podía darse el lujo de imaginarse la civilización de los únicos blancos en capacidad de vivir según los principios de la Libertad, a diferencia de sus vecinos de abajo, gente de natural nacida para malvivir en regímenes despóticos.

A pesar de que en el transcurso del siglo XX, El Siglo Americano, fue cada vez más evidente que las posibilidades de los estadounidenses para desplazar de todo, o de parte del hemisferio, a los pueblos de ascendencia latina, desaparecía con el explosivo crecimiento de las tasas de natalidad en los mismos, el antiamericanismo en Latinoamérica no retrocedió, sino que por el contrario se fortaleció. Las frecuentes intervenciones de los Estados Unidos, y sobre todo el aumento de la inversión económico-financiera, fueron determinantes en ello. Los Estados Unidos, al ocupar el lugar de Europa, para unas economías que habían surgido en un contexto globalizador como dependencias productoras en lo esencial de materias primas, no podían más que convertirse para la izquierda latinoamericana en la causa de los males asociados a la dependencia.

No es hasta los 1950, sin embargo, en medio del proceso descolonizador de África y Asia, que la izquierda latinoamericana se convierte definitivamente en no otra cosa que en un sinónimo del anti-americanismo. A partir de ese momento el socialismo, en la región, no fue visto como el resultado de la evolución de la lucha de clases, sino como el imprescindible recurso a emplear por las élites nacionalistas anti-americanas para acabar con la dependencia, para lograr controlar las economías de sus países en medio de la enorme influencia de los Estados Unidos sobre el mundo de la época.

En este contexto la Revolución Cubana, en esos años homéricos antes del 23 de agosto de 1968, en que en verdad se proponía revolucionar su realidad, de la mano del Comandante Ernesto Guevara, intentó hacer colapsar al Sistema-Mundo surgido en las ciudades italianas mediterráneas poco antes del Renacimiento, con la promoción de otros dos nuevos “Vietnams”, uno en el Congo Belga, y otro en Bolivia. La idea, en su simplicidad, era grandiosa hasta el delirio. La de que tras ese colapso se abrirían las posibilidades para edificar un mundo más igualitario, en el cual nuevo mundo el lugar de Latinoamérica, África y Asia en las relaciones internacionales ya no sería el de dependencias de las economías centrales.

Mas tras la muerte del Comandante Ernesto Guevara en Bolivia, la Cuba de los Castro no tardó en abandonar estos planes. A partir de agosto de 1968 el antimperialismo de Guevara, anti-americanismo mondo y lirondo en el caso de los burdos Castro, se convirtió en no más que en una mera justificación para el mantenimiento del control, y del privilegio relacionado a ese control, sobre la sociedad cubana que la nueva oligarquía “revolucionaria” había alcanzado durante el periodo realmente revolucionario.

Mas al tiempo que en las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado el antiamericanismo se convertía en el rasgo identitario del izquierdismo latinoamericano, en una marca distintiva para la identificación grupal más que en una propuesta de algo positivo para sus países —la propuesta anti-americana de izquierdas no pasaba del buscar alejarse, poner distancia—, la realidad global comenzaba a cambiar, el peso de los Estados Unidos en las relaciones internacionales disminuía, al tiempo que su composición étnica dejaba de ser homogénea, a favor de los llamados “blancos anglos”.

Es precisamente en esos cambios ocurridos de entonces a la fecha, y todavía en desarrollo, que se fundamenta cualquier propuesta de refundar el izquierdismo latinoamericano más que en el anti-americanismo, en todo lo contrario: la aproximación a los Estados Unidos. En especial distinguimos dos fundamentos principales para justificar esa Revolución Copernicana en la izquierda del Hemisferio:

Primero: Los Estados Unidos no son ya la indisputada superpotencia hegemónica del mundo que fueron en el año 1945, 1960, o incluso 1990. Por el contrario, hoy no son más que la principal superpotencia en un club de tres —Rusia, a pesar de su desprestigio en Ucrania, mantiene el mayor arsenal de armas nucleares, y por lo tanto un lugar seguro en ese club—, y es muy probable que para mediados del presente siglo pase a una posición secundaria en el mismo, a la cola de China.

Sin embargo, lo importante aquí no es tanto esa posición, sino el hecho de que lo que puede esperarse de un mundo regentado por China no es para nada lo que cabría esperarse en el ya en desaparición Orbe Norteamericano, sino peor, o hasta mucho peor. Así que la racionalidad política indica que es doblemente aconsejable acercarse a los Estados Unidos antes que a China: (1) por el aquello de que siempre se puede sacar más del poder más débil —Cuba en la época soviética es una clara demostración de ese axioma político—; (2) y porque por demás por su naturaleza, tradición y cultura los Estados Unidos serán siempre un poder bajo el cual se tendrá mayor libertad de acción que en un mundo regentado por una superpotencia global al modo chino —la China actual no es otra cosa que la misma autocracia, con superficiales retoques y tecnología moderna, que ha imperado allí desde hace milenios, un sistema al cual Marx llamaba con evidente matiz descalificador formación asiática.

Que los Estados Unidos siempre serán un mejor poder bajo el cual cobijarse está dado por la naturaleza más abierta de su sistema político. Mientras en China hablamos de una élite cerrada incluso a ser influida por su propia ciudadanía, en los Estados Unidos, por el contrario, esa posibilidad de influir llega incluso más allá de las fronteras del país —las elecciones en nuestro vecino del Norte son cada vez más una contienda en que todos los poderes del mundo intentan ganarse a los votantes americanos, para impulsar desde Washington sus agendas particulares. Por otra parte, los movimientos sociales y de trabajadores en Latinoamérica deben entender que será más posible luchar por sus derechos en un espacio en que los Estados Unidos sean el principal poder, que en el Orbe Chino, en que los individuos sirven al Estado, para su engrandecimiento, y no al revés.

La naturaleza diferente de ambos imperialismos quizás nos quede más clara en una comparación de sus modelos de explotación minera respectivos en el Tercer Mundo: Los Estados Unidos explotaron el níquel cubano por años. Para ello, aunque nunca produjeron en Cuba el níquel metálico, al menos lo llevaban hasta el estado de sulfitos y sulfatos, lo cual implicó transferirnos tecnologías de punta de los 1950, con la consiguiente creación en el país de empleos de cierta sofisticación. En general esta fue la tendencia de los Estados Unidos: no elaborar el producto terminado en las economías de dónde sacaban sus materias primas, pero si transferir parte del proceso industrial a esos países, con los consiguientes beneficios que ello implicaba para las naciones subdesarrolladas. Algo muy diferente nos encontramos hoy con el modelo chino, aplicado a la explotación del mineral de hierro en Brasil y África. Los chinos simplemente cargan con la tierra en vagones de ferrocarril hasta la costa, para luego transportarla en megabarcos a China, en dónde se realiza absolutamente todo el proceso. O sea, la explotación minera china, a diferencia de la americana durante toda su historia, solo emplea mano de obra dedicada a la extracción directa.

Lo mismo sucede con la agricultura. Por ejemplo, en el año 2000 Argentina le exportaba a China su soya transformada industrialmente en aceite refinado, en lo fundamental; 22 años después, tras los acuerdos comerciales que Pekín le ha impuesto a Buenos Aires en el medio tiempo, la nación austral ha terminado por convertirse en un exportador de granos de soya, sin elaborar, y si acaso de pequeñas cantidades de aceite. Para que se entienda: es como si los Estados Unidos, en 1902, mediante su desproporcionado poderío de negociación, nos hubiera impuesto a los cubanos que toda la parte industrial del proceso azucarero fuera trasladada a su costa este, mientras en Cuba solo se conservaba la parte agrícola —algo plenamente realizable con las tecnologías de la época, por cierto, ya que existían las tecnologías para garantizar que la caña recién cortada no demorara más de un día antes de llegar a las fábricas azucareras en la costa de Florida, por ejemplo.

Pero lo realmente importante, y preocupante, aquí, es el hecho de que en el caso chino hablamos de una nación étnicamente más homogénea que la Alemania de 1939, y casi tanto como el Japón de esa misma fecha, con la desagradable tendencia que sabemos suelen tener naciones semejantes a centrarse demasiado en sí mismas, mientras ponen a los extraños en la categoría de “bárbaros”, o incluso de “subhumanos”… En todo caso las tendencias étnico-culturales chinas van en dirección contraria al proceso de mestizaje racial y cultural que sigue el resto de la Humanidad, y que en lugares como los Estados Unidos marcha a todo vapor. Y es precisamente en esta dirección que vemos el segundo fundamento para una propuesta semejante.

Segundo: los Estados Unidos, por su inevitable evolución demográfica —a menos que mañana una súbita catástrofe cualquiera acabara con toda la Humanidad—, cada vez se parecen más y más a Latinoamérica, donde ya habita el futuro mestizo global. Partamos de que los Estados Unidos de 2022 ya nada tienen que ver con la nación de hegemonía global indiscutible en 1945, e incluso menos con la nación étnicamente homogénea de 1898, o 1960. Esta tendencia solo podrá mantenerse en el futuro, y así para 2060 la población de origen latinoamericano en nuestro principal vecino norteño será igual en proporción a la blanca anglosajona, y en ciertas regiones abiertamente mayoritaria —mientras los afroamericanos a su vez disminuirán proporcionalmente. De modo que si México conserva sus tendencias actuales de crecimiento, los Estados Unidos terminarán por convertirse en el país con más hablantes del español como primera y segunda lengua en el mundo para ese entonces, y el segundo por el número de católicos.

En este nuevo contexto, es evidente que las diferencias que dieron lugar al nacimiento del anti-americanismo habrán quedado por completo fuera de lugar: empeñarse del lado de la izquierda latinoamericana en no ver las posibilidades en un acercamiento, y sobre todo del establecimiento de una Unión Americana semejante a la Unión Europea actual, solo podrá ser interpretado como anquilosamiento mental, anacrónico conservadurismo del menos sano, o interés de algunas élites oligárquicas post-revolucionarias en no perder aquel diferendo en que han justificado por décadas su privilegio.

Aquellos que nos situamos más hacia el Centro, que hacia la Izquierda, no podemos dejar apoyar esta propuesta, por más que sospechemos de las reales intenciones de AMLO. Sin duda esto puede ser no más que una maniobra del presidente mexicano, para ganar tiempo para las viejas oligarquías post-revolucionarias de Cuba, Nicaragua, o Venezuela, o incluso una maniobra de distracción, para hacer avanzar tras esta cortina de humo una agenda de autoritarismo izquierdista en México… Pero el hecho concreto es que en este momento está haciendo una propuesta, desde su privilegiada posición para hacerla llegar a más latinoamericanos, en la que sí, puede y él mismo no crea personalmente, pero que dada la circunstancia histórica presente es casi inevitable: un giro mayoritario de Latinoamérica hacia los Estados Unidos, en la conformación de actuales zonas de influencia.

Lo importante aquí, repito, es que uno de los más importantes líderes de la izquierda latinoamericana presente está haciendo la propuesta de revivir el Panamericanismo, e insisto en señalarlo: lo está haciendo desde la izquierda, la mayor opositora al Panamericanismo a través de toda su Historia. Andrés Manuel López Obrador puede estarlo haciendo por los motivos oscuros que tenga, pero lo cierto es que esta propuesta desde la izquierda necesariamente va a encontrar necesariamente apoyo dentro de ese sector del arcoíris político latinoamericano, porque simplemente es la respuesta más lógica de la izquierda a los cambios experimentados por el Mundo y los Estados Unidos de 1960 a la fecha.

© cubaencuentro

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