Cambios, Reformas, Transición
La eternidad del presente
Hacer un análisis de la situación en la Isla inevitablemente lleva a un replanteamiento del papel del exilio
Desde la óptica del exilio cubano, el proceso iniciado el 31 de julio de 2006, con lo que fue entonces la entrega temporal del mando del gobernante cubano Fidel Castro, ha tendido a verse con una óptica pendular, cuando la realidad y la historia cubana tienden al círculo o a la espiral. Durante meses —y hasta años— artículos de periódicos, programas de radio y televisión, comentarios en internet y blogs acumularon discusiones sobre dos conceptos supuestamente antagónicos: sucesión y transición.
Cuando los posibles cambios anunciados por el ahora gobernante Raúl Castro comenzaron a posponerse —o reducirse a pocos, incompletos, sin llegar a las causas profundas de los problemas para muchos— y terminaron convertidos en parte de una nueva metafísica insular, la discusión giró hacia el estancamiento y la posibilidad del caos y la catástrofe. En ese punto estamos todavía, entre la apatía y la violencia, a partir de la represión, la escasez y la corrupción, los tres pilares en que se fundamenta el gobierno cubano.
A la vez que el régimen de La Habana continúa exigiendo una actitud de aceptación absoluta e incondicionalidad a toda prueba —que no es más que abrir la puerta a oportunistas de todo tipo—, se aferra a un concepto medieval del tiempo: confundir el presente con la eternidad.
Dos son las actitudes que parecen determinar la conducta de quienes están al frente del régimen cubano. Una es un afán desenfrenado en ganar tiempo, para mantenerse en el poder por lo que les queda de vida. Cae igualmente dentro de esta actitud su reverso: sobrevivir a la espera de la muerte natural de Fidel Castro, para a partir de ese momento establecer alianzas de todo tipo —las que incluso no excluyen a una parte de la comunidad exiliada— y poder integrarse lo más posible dentro de un supuesto nuevo centro del poder.
La otra actitud parece ser el reflejo de un gran temor a mover lo mínimo, no vaya a ser que se tambalee todo. Una especie de efecto mariposa insular.
El general Castro aparenta estar interesado en impulsar el desarrollo económico del país. Pero tanto el limitado sector privado como el amplio sector de economía estatal están en manos de personas que conspiran contra ese desarrollo, por razones de supervivencia.
La fragilidad de un socialismo de mercado es que su sector privado, si bien en parte está regulado por la ley y la demanda, en igual o mayor medida obedece a un control burocrático. Al mismo tiempo, ese control burocrático decide, en la mayoría de los casos, a partir de factores extraeconómicos, políticos e ideológicos principalmente.
En su edición del 29 de junio, el diario Granma titulaba así un artículo sobre el próximo período ordinario de la Asamblea Nacional del Poder Popular, a realizarse entre el miércoles y el jueves de esta semana: “Control y fiscalización en el centro de la agenda de las comisiones”.
El análisis de incumplimientos, deficiencias, cuentas por cobrar y pagar, la ejecución de proyectos e inversiones dominará la agenda de las sesiones. El necesario examen que se anuncia no estaría mal si fuera acompañado de una mentalidad abierta al balance de la función estatal con la privada en la esfera económica. No hay que hacerse muchas ilusiones de que ello ocurra. Es de esperar, de acuerdo a los resultados de una reunión ministerial realizada en días pasados, que finalmente se den algunos pasos necesarios a favor de poner en práctica formas no estatales de gestión en las actividades de gastronomía, servicios personales y técnicos, donde los precios estarán determinados por la ley de la oferta y la demanda, aunque ello no implique la creación de la pequeña propiedad mercantil ni el establecimiento de empresas privadas dueñas de todos los medios de producción. Será un avance y un viraje económico dentro de un sistema absolutamente centralizado y estatista al máximo. Pero no la transformación que el país requiere.
Al ritmo que Castro está conduciendo los cambios, necesitaría vivir unos doscientos años para llevar a cabo una renovación en Cuba, y en ese caso limitada solo a una mejora del nivel de vida de los ciudadanos. Así y todo, esta reforma estaría encerrada dentro de los parámetros dados por la necesidad inherente al régimen de mantener la escasez y la corrupción como formas de control.
De este modo, lo mejor es no hacerse muchas esperanzas y apostar más al seguro de que la retranca a un cambio profundo vuelva a funcionar, salvo en los aspectos de supervivencia a que obligan las circunstancias.
Todo esto ocurre mientas la represión a quienes buscan mayores espacios de libertad y cambios políticos se mantiene sin variaciones.
Sin embargo, no parece probable que el reclamo por cambios verdaderos disminuya, no solo entre quienes con toda justicia apelan a modificar la situación actual —desde el punto de vista económico, social y políticos— sino también en aquellos que plantean la necesidad de reformas y a la vez se manifiestan fieles al gobierno cubano.
Tampoco la situación cubana puede definirse en términos de que nada ha cambiado, luego de haber apuntado las limitaciones de las medidas adoptadas por el gabinete de Castro, algunas positivas (tal el caso de la reforma migratoria), otras a medias, (como ocurre con la agricultura) otras pendientes de sus resultados en la práctica (ley de inversiones).
El papel del exilio
Hacer un análisis de la situación en la Isla inevitablemente lleva a un replanteamiento del papel del exilio, o resignarse a un aislamiento aún mayor.
Lo que podría ayudar al desarrollo de esas posiciones que apuestan por un cambio —que van desde lo que hasta cierto punto podría considerarse actitudes reformistas hasta la franca oposición pacífica— es el desarrollo de un discurso dentro del exilio que rechace la confrontación, sin por ello renunciar a la denuncia de los abusos a los derechos humanos.
Mejor que consagrar tanto tiempo a la discusión de una transición que no llega —ni hay muchas posibilidades de que se produzca más o menos de inmediato—, sería apropiado dedicar mayor atención al análisis específico de una evolución lenta pero continua.
Por supuesto que en tal discusión caben todas las posiciones —salvo las extremistas y los fanatismos de cualquier índole— y que la inclusión no implica aceptación incondicional.
Ya es hora de sustituir el atrincheramiento en una actitud de todo o nada —que incluso desde el punto de vista ético puede resultar meritoria— por un aprovechamiento de las condiciones del momento.
Practicar la moderación y la cordura en nuestras discusiones políticas no nos libra del exilio. No contribuye al fin del castrismo o al mejoramiento de las condiciones en Cuba. Tampoco ayuda a la permanencia del régimen. Simplemente facilita el entendernos mejor.
Contra este ideal de entendimiento, hay en el exilio quienes a diario se declaran opositores del régimen cubano, pero manifiestan una actitud similar a la existente en La Habana: “con nosotros o contra nosotros”. Las opiniones e informaciones contrarias a sus puntos de vista son consideradas un ataque y no un criterio divergente.
Estas manifestaciones de intransigencia dentro de un sector del exilio reflejan el ideal totalitario. No se trata de rebatir una idea sino de suprimirla. Apelando al argumento del respeto a la comunidad, el “dolor del exilio” y la necesidad de no “hacerle el juego” a La Habana, algunos intentan imponer un código de lo que se debe o no se debe informar; la fotografía que se debe o no se debe colocar; lo que es correcto y no es correcto hacer; definir la estrategia a adoptar por Washington respecto a la relación con el gobierno cubano y excluir o santificar a priori cualquier opinión.
Es cierto que esa ha sido siempre la actitud proclamada y repetida con orgullo por el régimen de La Habana —y que cuesta trabajo decirle “gobierno” y no catalogarlo simplemente como “dictadura”, que lo es—, pero a lo largo de tantos años la exaltación ha demostrado brindar pobres resultados. Tampoco hay que imitar al enemigo en sus tácticas y estrategias.
Nada de ello, por supuesto lleva a negarle a quien lo desee la práctica de una actitud “vertical”, pero además de que esta “verticalidad” implica el compromiso de ser verdadera, hay que reconocer que en la actualidad no es compartida —y por motivos diversos— ni por la totalidad del exilio ni de la población residente en la Isla.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que a la hora de hablar de los famosos cambios en Cuba se debe distinguir entre los espontáneos o naturales y los dirigidos. Los segundos son las esperadas reformas, que en algunos casos no acaban de concretarse o extenderse. Los primeros ya están en la calle. Lo que lleva a estudiar no solo lo que el régimen quiere o no cambiar, sino también ver lo que ha cambiado a pesar o a contrapelo del régimen.
Para alentar estos cambios espontáneos, el exilio debe asegurar a los que viven en la Isla que cualquier participación de la comunidad exiliada en el futuro de Cuba tendría entre sus objetivos el contribuir a buscar los medios necesarios para lograr el difícil equilibrio entre la justicia social y la libertad individual.
El defender un modelo de justicia social —desaparecido en buena medida en Cuba—no implica el suscribir propuestas agotadas. Se puede estar a favor de la educación gratuita, servicios médicos a la población y renglones económicos de propiedad estatal sin tener que andar con las obras de Marx y Engels bajo el brazo. Y mucho menos tener que salvar a Lenin y echarle toda la culpa a Stalin.
No es que el exilio ha dejado de ser anticastrista, sino que el anticastrismo ha cambiado de forma. Ha dejado de ser vocinglero y pueril. No le interesa perseguir músicos y tampoco se regodea en la nostalgia de una Cuba anterior a 1959. Incorpora los valores culturales de esa época y tira por la borda la exaltación pueblerina de un país plagado de pobreza, corrupción y asesinatos. Entiende lo ocurrido en la Isla durante más de medio siglo como un proceso con razones y causas, no como un destino espurio.
Por conveniencia o facilismo de una prensa local, nacional e internacional —que se siente cómoda al presentar el estereotipo del exiliado reaccionario—, se relega a un segundo plano la existencia de organizaciones, líderes exiliados y puntos de vista que no responden al cliché de una comunidad intransigente, ignorante y fácil de manipular.
La realidad cubana, en su forma más cruda, es la tragedia de la ilusión perdida. En un país donde la mayor parte de la población se encontraba en la infancia o no había aún nacido en la fecha en que Fidel Castro entra triunfante en La Habana, la vida ha estado regida por un padre nacional dominante y despótico, pero también sobreprotector y por momentos generoso: el Estado cubano, que por demasiado tiempo se vio reducido a una figura, un hombre, un gobernante. Decir que esta situación ha cambiado sustancialmente es una exageración, pero considerar que todo en Cuba sigue igual que hace unos años es una muestra de ignorancia.
En la Isla se mantiene firme, sin embargo, ese control rígido e inmovilismo ya mencionados, que hace que la realidad cubana continúe inculcando a sus ciudadanos la necesidad de dominar el arte de la paciencia. Una tras otra vez, han ido acumulándose las generaciones inacabadas, incompletas en su capacidad de formar un destino.
Este panorama ha ido cambiando en los últimos años, tanto con la presencia incesante de opositores que a diario muestran su desacuerdo —incluso en las calles que por años fueron el coto cerrado “de Fidel”— como de quienes alientan el surgimiento de la necesaria sociedad social o luchan para que la información llegue a todos los cubanos.
En este sentido —y aunque a algunos pueda parecerles paradójico—, sería alentador que también comenzara a cambiar la política norteamericana hacia la Isla, con una mayor sensatez que sustituya una retórica de confrontación absurda, inútil y contraproducente. No es una fórmula garantizada, que va a llevar de inmediato a la añorada transición política del país, pero sí un intento válido para romper la eternidad del presente.
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