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Dioses, Cuba, Sociedad

La voluntad divina

Eludir la voluntad de los dioses es nuestro éxito y nuestra condena

La diferencia crucial entre las sociedades premodernas y la nuestra no son los antibióticos ni la energía atómica, ni los viajes espaciales o Internet. Es la derogación de la voluntad divina.

Para las tribus de cazadores recolectores, para los griegos, los romanos y el resto de las sociedades premodernas, la vida era parte de una representación teatral cósmica. Diluvios y sequías, pandemias y guerras, eran parte del guion divino en el cual los hombres representábamos nuestro papel aunque ignoráramos el texto. Si vencían los griegos y no los troyanos, si morían de peste bubónica todos los miembros de una familia salvo uno, si la sequía excepcional nos obligaba a emigrar hacia tierras ignotas, todo era parte de un plan maestro que nosotros, míseros mortales, nunca alcanzaríamos a comprender. Sólo nos quedaba cumplir nuestro pequeño papel en la coreografía de los dioses.

Al poner al hombre en el centro, al asumir nuestra capacidad para cambiar el destino —vencer la pandemia, combatir la sequía con ingeniosos sistemas de riego, evitar las guerras— la sociedad moderna se evade del fatalismo divino. Eludir la voluntad de los dioses es nuestro éxito y nuestra condena. Podemos fabricar el destino. Pero al mismo tiempo no tenemos ningún ente superior en el que descargar nuestra responsabilidad. Usurpar el papel de los dioses nos otorga el poder y la culpa.

Si repasamos la historia de Cuba, desde las rebeliones de los vegueros en el siglo XVIII, pasando por las guerras de independencia, hasta las revoluciones del siglo XX y las manifestaciones del 11 de julio, los cubanos asumimos el protagonismo de nuestro destino siempre que el poder ominoso de los dioses locales rebasaba ciertos límites. Imponer la construcción del propio relato nos obligaba a derogar total o parcialmente la voluntad divina. Al mismo tiempo, ha coexistido con ello la pulsión contraria: huir. Desde los palenques de cimarrones hasta Kendall, siempre que la dictadura de los dioses parecía invulnerable, hemos optado por la distancia. Nada original. La historia de la humanidad es la crónica de sus emigraciones. O estaríamos aun apiñados en Sudáfrica de espaldas a un planeta despoblado.

Durante la primera mitad del siglo XX, varios axiomas apuntalaron la noción de que rebelarse contra los dioses era insensato: “Puedes hacer una revolución con el ejército, sin el ejército, pero nunca contra el ejército”. “Puedes hacer una revolución con los americanos, sin los americanos, pero nunca contra los americanos”. Ambos fueron derogados por la revolución de 1959. Venta de tren blindado y otras componendas aparte, se hizo contra el ejército. Y aunque no desde el primer minuto, también contra Estados Unidos, que se convertiría en el comodín para delegar todos los males: sequías, ciclones, escasez de penicilina y desaparición de la malanga. (Aquellas malangas de Oklahoma que ahora el bloqueo nos veta. Qué nostalgia).

Al mismo tiempo, Fidel Castro, nuevo Jehová del olimpo nacional, inoculó en nuestra imaginación su propio axioma: “Esto no hay quien lo arregle, pero no hay quien lo tumbe”. Su intento de convertirnos en hombres premodernos, sujetos a la voluntad divina, tuvo un éxito insólito, por su fijación y durabilidad, en la historia de la Isla. Para ello se vio obligado a vencer, primero, la resistencia de los hombres modernos que se alzaron en armas contra la posibilidad de verse reducidos de nuevo a la obediencia divina. Sustituyó la prensa más o menos independiente por Revolución, Granma, Juventud Rebelde, Cubavisión, sagradas escrituras donde solo se admite la palabra revelada. Derogó los viejos dioses en nombre de una nueva religión presuntamente laica. Creó su propia corte de escribas y sacerdotes, encargados de mantener vivo el culto y difundir sus parábolas y milagros. A la manera del estamento eclesiástico medieval, confiscó tierras y otros medios de producción reduciendo a sus fieles al status precapitalista de siervos de la gleba cuyo destino depende de los humores del amo. Por último, construyó su cuerpo inquisitorial, la única institución eficaz del castrismo, dado que su propósito no es promover la felicidad de los fieles sino el temor a Dios. Y gracias a la combinación entre la fe y el miedo, la propaganda y el adoctrinamiento, la repetición incesante del nuevo catecismo y los sermones de siete horas, una buena parte de los cubanos creyó / creímos / cree que “esto no hay quien lo arregle, pero no hay quien lo tumbe”, y que el poder está dotado de omnisapiencia y omnividencia. Todo lo sabe y todo lo ve. Y eso lo hace invulnerable. Aunque no sea cierto, lo importante es que los fieles lo crean.

Durante mucho tiempo, cuando los sacerdotes del nuevo Dios eran incapaces de rebatir una duda, el argumento final era apelar a la fe en la palabra revelada, dado que el señor cuenta con datos que tú, mísero mortal, desconoces. Y ahí terminaba cualquier atisbo de dialéctica. Cuando alguien pronunciaba una herejía, siempre había una cautelosa mirada en busca de ojos, oídos y micrófonos. Omnisapiencia y omnividencia. Tomen nota.

Lo más curioso es que, crucificado Dios por el calendario, sus apóstoles han heredado, no la supuesta omnisapiencia, dado que en su gestión no aciertan ni por error, pero sí una presunta omnividencia que es el único y endeble sostén de su poder.

Si frecuentan un libro muy recomendable, Postguerra, de Tony Judt, descubrirán lo frágil que era ese último axioma en los “países hermanos” de Europa del Este y lo rápido que descubrieron en Berlín que un muro de piedra no era un “muro de ideas” y que en Bucarest bastaban unos pocos abucheos en la plaza pública para que el Dios local alzara el vuelo en su helicóptero poco antes de que su alma ascendiera hacia el olvido después del fusilamiento.

© cubaencuentro

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