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Actualizado: 19/05/2024 23:18

Opinión

Las trampas de la fe

Marx, la izquierda y los crímenes del comunismo: ¿Se puede matar a cien millones de personas en nombre del amor?

La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobó (99 contra 42) la resolución Necesidad de una condena internacional a los crímenes del comunismo totalitario (Estrasburgo, enero 25, 2006). El ponente Goran Lindblad (Partido Popular Europeo) subrayó que las "violaciones masivas de los derechos humanos" por los gobiernos comunistas "incluyeron asesinatos y ejecuciones" fundamentados en la teoría marxista de la lucha de clases.

A diferencia de los crímenes de otro régimen totalitario del pasado siglo, el nazismo, aquellos "cometidos en nombre del comunismo nunca han sido objeto de investigaciones ni de condena internacional".

El líder del Partido Comunista ruso, Guennadi Ziuganov, criticó apasionadamente esta "visión sesgada" del pasado cercano. A su lado se alinearon los grupos Socialista e Izquierda Unitaria, en particular los eurodiputados de los partidos comunistas griego (KKE) y francés (PCF).

Un comunicado del PCF puntualizó que ninguna revisión histórica podrá equiparar nazismo y comunismo: "No es la idea comunista, sino su desnaturalización, la que produjo esos crímenes". Negar la "excepcionalidad" del nazismo valdría tanto como banalizar "el genocidio de los judíos".

Eros y Thanatos

Poco antes del debate y la votación en el Consejo de Europa, el Partido Comunista de Cuba (PCC) había llamado "a los políticos responsables de la Asamblea Parlamentaria" para que abrazaran "la causa que simboliza la justicia y la verdad" rechazando el proyecto de resolución. Este "burdo documento" sería parte de una "cruzada anticomunista" para identificar "la lucha de clases y la dictadura del proletariado como los instrumentos a través de los cuales se cometieron crímenes contra la humanidad".

En principio puede prescindirse del pleonasmo teórico. Según el propio Marx, la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado, como tránsito hacia la sociedad sin clases ( Carta a Joseph Weydemeyer, marzo 5, 1852). Luego puede abordarse si la teoría marxista de la lucha de clases fue instrumentalizada criminalmente.

Por supuesto que los crímenes perpetrados en nombre de una teoría social no bastan para desacreditarla. Marx no es responsable del comunismo a lo soviético. Pero las experiencias históricas se juzgan por los hechos. La Asamblea Parlamentaria estimó que las "ejecuciones individuales y colectivas, defunciones en campos de concentración y víctimas fatales del hambre y las deportaciones" arrojaron 65 millones de muertos en China, 20 millones en la URSS, 2 millones en Camboya y otros 2 millones en Corea del Norte, 1,7 millones en África, 1,5 millones en Afganistán, 1 millón en Europa Oriental y otro millón en Vietnam, así como unos 150.000 en América Latina.

Tales cifras son estimaciones muy conservadoras del historiador francés Stéphane Courtois y sus colaboradores, pero suman 100 millones de muertos, cuatro veces más que el saldo del nazismo ( Le livre noir du comunismo [El libro negro del comunismo], 1997).

El demógrafo ruso I. A. Kurganov, por ejemplo, divulgó en el exilio ( Novie Russkoié Slova, abril 14, 1964) que sólo el balance del comunismo soviético entre 1917 y 1959 daba 66,2 millones de muertos. En 1917, la URSS contaba con 143,5 millones de habitantes; por anexiones se agregaron 20,1 millones y el crecimiento natural habría llevado la población hasta 319 millones en 1959. Pero ese año había 208,8 millones de soviéticos y la Gran Guerra Patria explicaría sólo 44 millones del déficit.

Courtois picó al medio la naranja de la criminalidad: "la muerte por inanición del hijo de un kulak ucraniano, condenado deliberadamente al hambre por el régimen estalinista, vale igual que la muerte por inanición del hijo de un judío del gueto de Varsovia, condenado al hambre por el régimen nazi". Esta comparación dista mucho de ser escandalosa. El escándalo se arma cuando la izquierda reacciona con indignación y desemboca sin remedio en que "todos los muertos no valen lo mismo".

Por amor y por odio

El tendel comparativo de regímenes nazis y comunistas sirvió ya para que Hannah Arendt examinara el totalitarismo y Allan Bullock escribiera su biografía paralela de Hitler y Stalin. Ernst Nolte fijó hasta un nexo causal: el nazismo como reacción simétrica contra el comunismo, pero con iguales técnicas de exterminio y métodos de terror. Sin embargo, la opinión de que el nazismo fue peor campea por sus respetos morales, ya que los comunistas habrían obrado por amor a la humanidad y los nazis, por odio racista.

La diferenciación entre crímenes por vocación y por error pone de inmediato sobre el tapete sociológico si los regímenes políticos deben juzgarse con arreglo a sus intenciones o a sus actos. La justificación moral de la intención siempre está del lado del culpable. Nadie deja de ser víctima por haberlo sido de una buena idea malograda en la práctica.

Así como el comunismo, el nazismo pretendía "la felicidad" del (super) hombre y prometía perspectivas "radiantes". Aquí "genocidio de raza" y "genocidio de clase" son meras subcategorías de "crimen contra la humanidad", si en nombre de las utopías de raza pura o sociedad sin clases son eliminados los sospechosos de poner piedras en el camino hacia la meta grandiosa de la sociedad mejor.

No importa que por el comunismo hayan dado su vida hombres virtuosos. Así probaron sus convicciones, pero nunca la justeza de la causa: la sangre de los mártires no demuestra nada, decía Nietzsche.

En perspectiva a la vez subjetiva y moralista de la historia de las ideas, la izquierda alega que los ideales del comunismo quedan a salvo por la bondad de la intención. Si en nombre de la doctrina del amor puede matarse cuatro veces más gente que por la doctrina de odio, quizás sea hora de empezar a revisar los criterios del amor.

Asimismo se requiere dar precisión a los rasgos definitorios de los regímenes totalitarios. Carl Friedrich y Zbigniew Brzezinski sentaron ya la ideología oficial que abarca todos los sectores de la vida, el partido único enraizado en las masas, el sistema político organizado sobre el terror, el control monopólico tanto de los medios de combate como de los medios de comunicación masiva, y la dirección centralizada de la economía ( Totalitarian Dictatorship and Autocracy [Dictadura totalitaria y autocracia], 1965).

Máscaras y sambenitos

No sorprende que los griegos rojos se sumaran con fervor a sus hermanos rusos en la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa. El KKE fue uno de los cuatro partidos comunistas que apoyó sin reservas la invasión de Checoslovaquia (1968). También los rojos franceses tienen larga historia de lealtad incondicional a Moscú, pero al menos estuvieron mayoritariamente en contra de aplastar con tanques la Primavera de Praga.

No obstante, el PCF y mucha gente de izquierda que sucumbió antaño a la tentación comunista no tiene hogaño intención alguna de reconocer su culpa, para seguir ejerciendo magisterios de opinión en medio de la confrontación democrática. No atinan a "desestalinizarse" porque siguen apegados a la mitología del frente popular y a la idea de continuidad entre las revoluciones francesa y rusa.

Para la izquierda, siempre ha sido difícil determinarse en relación con su pasado. Su "deber" de memoria es proclive a la frivolidad solemne del "deber ser". No cuenta tanto la indagación histórica, sino más bien las conmemoraciones. Allí donde la historia reclama guardar la distancia, la izquierda exige adhesión, aunque se pase de rosca moral.

Esta tesitura se apuntala con uno de los legados ideológicos más sólidos de la alianza victoriosa entre Occidente y la URSS contra Hitler: la noción de antifascismo arraigó como doble criterio de verdad y bondad de la izquierda comunista pro soviética.

El Kremlin montó el antifascismo como vitrina de su comunismo y propagó la idea de que no se podía ser a la vez anticomunista y antifascista. La izquierda francesa no vaciló en tildar de "falsificador" y "borracho" al ex funcionario soviético Víctor Kravchenko por denunciar los campos de concentración estalinistas en Yo escogí la libertad (1947). Parecida suerte corrió Alexander Solzhenitsin tras publicar El archipiélago del Gulag (1973). A fin de cuentas, uno de cada cinco hombres soviéticos pasó por colonia penitenciaria o campo de trabajo forzado entre 1934 y 1953.

En semejante orden social, sólo disfrutan de plena libertad quienes se encargan de pisotearla. Desde octubre de 1936 hasta noviembre de 1938, más de millón y medio de soviéticos fueron detenidos y, de ellos, 668.305 fueron ejecutados.

Así y todo, un intelectual de la talla de Bertolt Brecht escribió: "Por lo que atañe a los procesos, sería absolutamente inadmisible adoptar una actitud hostil [hacia la URSS], aunque sólo fuera porque pronto se habría transformado, automática y necesariamente, en actitud de hostilidad hacia el proletariado ruso amenazado de guerra por el fascismo mundial".

Especies del mismo género

Al parecer comunismo y nazismo son especies del mismo género, porque tratan de erradicar el mal y crear tanto la sociedad perfecta como el hombre nuevo. La razón práctica (todo lo posible mediante la libertad) queda entonces subordinada al determinismo y la predestinación, mientras que la pasión humana por las novedades se desboca hacia el paroxismo de dar el tajo definitivo en la historia.

Tras la desunión postsoviética, la izquierda se empeña en absolver al comunismo por su inspiración en ideales sublimes, sin advertir que no hay comunismo fuera de aquel "realmente existente". La noción platónica que contrapone "Idea" y "Realidad" es pura metafísica del verdugo. Tampoco puede justificarse que la bondad original se transfiguró en maldad por "circunstancias históricas". El terror totalitario prosigue, sin adversarios en guerra, contra los disidentes en paz y se vuelve incluso contra los propios partidarios que no estén "claros".

El peso de lo circunstancial suele ilustrarse con la fábula de "Lenin bueno" y "Stalin malo", pero desde que tomaron el poder los bolcheviques desencadenaron el terror siguiendo la vieja pauta leninista (1914) de "guerra civil [como] agudización natural de la lucha de clases". El régimen zarista ruso dictó 6.321 condenas a muerte (1825-1917). Para marzo de 1918, el gobierno leninista soviético acumulaba 18.000 ejecuciones.

Uno de los jefes de la Comisión Extraordinaria de Toda Rusia para Combatir la Contrarrevolución y el Sabotaje (CHEKA), Martín Latsis, recalcó: "No hacemos la guerra contra las personas en particular, sino para exterminar a la burguesía como clase". El Comité Central acordó "liquidar físicamente hasta el último cosaco" (enero 24, 1919). Máximo Gorki echó esta salsita intelectual: "El odio de clase debe ser cultivado como una repulsión orgánica respecto al enemigo en cuanto ser inferior".

Todos los regímenes comunistas hacen pasar la tiranía de unos pocos como conjugación de coerción sobre todos y participación de todos. Las tiranías clásicas se contentan con adueñarse del cuerpo y controlar la expresión, pero el totalitarismo tiene apetito religioso e intenta engullir las almas. "O bien la ideología burguesa, o bien la ideología socialista. No hay punto intermedio", decía Lenin.

Tanto para él como para Hitler, la salvación colectiva precisaba suprimir el mal (desigualdad de clase o yugo judío) no en el más allá, sino en el futuro. A tal efecto fueron masacrados millones de hombres no sólo por lo que hacían, sino también por lo que eran: enemigos de raza o de clase que, como "enemigos objetivos" de la historia o de la naturaleza, sobraban en el reino de este mundo. Lenin urdió la metáfora "limpiar" a Rusia de "parásitos" e "insectos dañinos". Para junio de 1919, comentaba: "Sería una gran vergüenza mostrarnos dubitativos y no fusilar por falta de acusados".

Primero se liquidaron los oponentes al régimen, luego los delitos fueron remplazados por la mera posibilidad de que fueran cometidos y, a la postre, cualesquiera personas fueron consideradas "enemigos objetivos". Este patrón no se disolvió en la geografía. Lo siguieron China y Corea del Norte, Vietnam y Camboya, así como las "democracias populares" en Europa oriental y el resto del mundo.

¿Males menores y mal absoluto?

Marcela Ocampo demuestra en "Un brindis por el sonso" ( Enepecé, noviembre-diciembre de 2005) que originalmente los comunistas no eran tan antifascistas como fanáticos del Poder Soviético. Para la izquierda francesa, por ejemplo, el pacto entre Hitler y Stalin (agosto 23, 1939) no podía más "que contribuir a garantizar la paz" ( L'Humanite, agosto 24, 1939).

Después no importó que Moscú se anexara Ucrania Occidental y Bielorrusia, invadiera Finlandia y usurpara Moldavia, Bucovina y las repúblicas del Báltico, con las cuales tenía firmados pactos anteriores de no agresión.

Sólo que el 21 de junio de 1941 Hitler faltó a su palabra. El papel subsiguiente de la URSS en la caída del fascismo desvió la atención de los crímenes del comunismo y, de paso, transformó al fascismo en cajón de sastre donde ahora cabe todo anticomunismo. Aunque este último casi se extinguió tras la desunión postsoviética, el antifascismo conserva su actualidad: cualquier ocasión parece propicia para denunciar "resurgimientos" del fascismo.

Los intelectuales pro castristas, por ejemplo, cuelgan el sambenito de fascismo al gobierno estadounidense en ejercicio de la razón perezosa, que echa mano a males del pasado para no sudar mucho la camiseta en aprehender los males del presente. La izquierda nostálgica del marxismo-leninismo tacha de fascistas a sus adversarios con la esperanza de capitalizar el efecto repulsivo del término. Al mismo tiempo, las patologías de izquierda pasan como males menores frente al "mal absoluto".

Clío y civilización

En su llamado a "los políticos responsables", el PCC valoró la condena de los crímenes del comunismo como premisa deliberada para sacar del juego político europeo y mundial a las organizaciones comunistas. Pero la resolución propone "una reconciliación fundada sobre la verdad histórica", "rinde homenaje a las víctimas" e "invita a todos los partidos comunistas o postcomunistas (…) a reexaminar la historia del comunismo y su propio pasado, a distanciarse claramente con relación a los crímenes cometidos por los regímenes comunistas totalitarios y a condenarlos sin ambigüedad".

El disidente ruso Vladimir Bukovski abogó ya por el "Nuremberg del comunismo", mas la Asamblea Parlamentaria prefirió seguir la tradición del edicto de Nantes (1598), donde y cuando se reconoció la necesidad de que, para restaurar la paz, "la memoria de cuantas cosas acaecieron por un lado y por el otro (…) se mantenga apagada y adormecida".

Esta prevención contra el horror de la guerra, sin embargo, no supone pasar de largo ante los hechos y abstenerse de contrarrestar las tendencias totalitarias. Desde 1939, el líder de la primera generación de la Escuela de Francfort, Max Horkheimer, indicó que el orden nacido en 1789 como camino hacia el progreso llevaba consigo la tendencia totalitaria. Quizás Marx se había adelantado ya, en sus Kleine Ökonomische Schriften (1847), a este planteo crítico: "La barbarie reaparece, pero esta vez es engendrada en el propio seno de la civilización y es parte integrante de ella".

La resolución parte de que "el gran público es muy poco conciente de los crímenes cometidos por los regímenes comunistas totalitarios", y concluye: tomar "conciencia de la historia es una de las condiciones para evitar que crímenes similares se reproduzcan".

No por gusto la cabeza del fundador de la CHECA, Félix ( El Hierro) Dzerzhinski retornó a un pedestal en la sede del Ministerio del Interior ruso y por las calles de Moscú circula el cuento de una joven en camilla que pregunta al enfermero:

— ¿Adónde me llevan?
— A la morgue.
— Pero yo estoy viva.
— Por supuesto; es que aún no hemos llegado.

El nombre de la joven es Democracia.

© cubaencuentro

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