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De la revista

¿Puede España enseñar algo a la transición cubana?

Las claves de la democracia española. Síntesis de un ensayo de Emilio Lamo de Espinosa publicado en 'Encuentro'.

Hay países que no consiguen superar sus estereotipos, ni hacia adentro ni hacia fuera. Estos son tan fuertes que no se alcanza a ver el país mismo, sino sólo su imagen retórica y eso les ocurre a nativos y foráneos por igual. A los españoles nos ocurrió durante mucho tiempo y así, la imagen romántica que inventaron los viajeros europeos del XIX servía tanto para el contrabandista, el toreador o la Carmen cigarrera como para el anarquista catalán, el jornalero andaluz, el miliciano de la Guerra Civil o el maquis de la Guerra Fría.

A Cuba le pasa algo semejante. Su estereotipo o imagen es tan fuerte que a nadie le interesa la verdad. La imagen de sus paisajes naturales o sociales, la simpatía de la gente, la hermosura de las mujeres, la sensación de tiempo detenido y, por lo tanto, de autenticidad, aunque sea decadente, todo ello la marca como premoderna y, en cierto sentido, auténtica.

Esto es relevante, entre otras cosas, porque es esa visión romántica y exótica, "orientalizante", de Cuba, lo que explica el interés por el país, pero puede que también explique el desinterés por su dictadura, que incluso se diría que "hace gracia". Del mismo modo que los que odiaban a Franco, pero les costaba entender una España sin golpes de Estado, obispos inquisitoriales y contrabandistas o anarquistas. Una Cuba sin guerrilleros o que haya dejado de ser bananera, una Cuba moderna, democrática y próspera, ya no sería "nuestra" Cuba.

A diferencia de muchos de mis compatriotas, mi admiración por Cuba, e incluso mi oposición a la política cubana de Estados Unidos (y en concreto, al embargo y la Ley Helms-Burton), no me lleva a confraternizar con el dictador Castro en ningún sentido.

Sin embargo, Castro tiene la suerte de contar con la benevolencia residual de la intelectualidad europea y, sobre todo, latinoamericana, que, al parecer, sigue discriminando entre unos y otros dictadores y unas y otras víctimas. Pero todo modo de ver es un modo de no ver, y la fascinación con la revolución es, qué duda cabe, el olvido del presente. El cubano real aparece escondido, tapado, detrás del cubano ideal o teórico. Cuba interesa por lo que representa, un orgulloso y trasnochado bastión antiimperialista (y recuerdo ese ingenuo si no estúpido cartel en La Habana: "Señores imperialistas, no les tenemos absolutamente ningún miedo"), pero no por lo que es.

La transición española como modelo

La transición española a la democracia (y más allá, a la modernidad) ha sido modélica, y así es aceptada por todo el mundo. Ahora bien, ¿por qué fue un modelo? Y sobre todo, ¿qué significa ser un modelo? Para comenzar, daré tres respuestas a la primera pregunta.

Por supuesto, es modélica porque ha sido un éxito, y muy pocos países (quizás Irlanda) han tenido un proceso de cambio social tan intenso, extenso y acelerado, como España, resultando en un altísimo nivel de libertad, seguridad y prosperidad. La monarquía del rey Juan Carlos ha entrado ya en la historia como el período más brillante de la historia moderna de España, con pocos parangones.

Ello hizo del caso español un caso "de manual", ejemplificador de lo que debe hacerse, estudiado y analizado en miles de seminarios, simposios, artículos o libros. Es probable que, por vez primera en lustros —quizás siglos—, España se haya presentado como modelo y no como contra-modelo (de país mal gobernado, de imperio decadente, de violencia fratricida o de integrismo cultural).

Pero fue modélica, sobre todo, por ser inesperada, porque iba contra todas las expectativas. La élites pactaron, la Iglesia contribuyó a la pacificación, el Ejército se mantuvo en sus cuarteles (salvo una noche siniestra), las masas se movilizaron con orden. España se incorporaba a la modernidad con fuerza inesperada y, al hacerlo, mostraba a toda América Latina que no hay incompatibilidad alguna entre hispanidad y democracia o capitalismo.

Debemos reconocer, sin embargo, algunas limitaciones importantes a todo mapa, que nos obligan a cierta humildad cognitiva. Porque cada caso es singular por sus circunstancias, como nos recordaba Janos Kornai, y quizás el de Cuba lo será por muchas, no pocas, circunstancias singulares.

Mencionaré algunas: la proximidad a Estados Unidos, el exilio de Miami, el carácter marcadamente arcaico, viejo, enrocado y bunquerizado del régimen de Castro, una verdadera reliquia o fósil después de 1989 y el fin de la Guerra Fría.

El esquema clásico

El canonizado esquema español explicativo de la transición es, en última instancia, un modelo clásico, funcionalista, asentado en dos grandes ideas estándar en las ciencias sociales. La primera, la del ajuste entre economía, sociedad y política, como sistemas independientes; y la segunda, la de la modernización social como tránsito obligado desde lo "tradicional" (siempre diverso y variado, local y estático) a lo "moderno".

Efectivamente, el punto de partida es el desarrollo económico de los años sesenta desatado por el Plan de Estabilización de 1957, que certifica el agotamiento de una economía autárquica (casi de "sustitución de importaciones"), da lugar a un nuevo gobierno tecnocrático (del Opus Dei) y, tras el Pacto con Estados Unidos de 1953 (también Franco se aprovechó de la Guerra Fría), inicia el primer desarrollo económico sobre tres pilares (y los tres actúan hoy igualmente en Cuba), a saber: el turismo extranjero, que crece al ritmo del desarrollo económico de Europa tras el Tratado de Roma de 1957; las inversiones extranjeras, sobre todo americanas; y, finalmente, las remesas de los emigrantes españoles en Europa. La consecuencia es obvia: la progresiva emergencia de una clase media.

Éste es el primer ciclo de ajuste funcionalista. Cambios políticos que dieron lugar a una apertura económica, que dio lugar a importantes cambios sociales. Todo ello va a asentar las precondiciones de la verdadera transición.

Evidentemente, las nuevas generaciones demandan mayor libertad en todos los órdenes, y cuando la tienen, la usan contra el régimen, lo que acaba por deslegitimar por completo al franquismo. Cuando muere Franco, él goza de gran popularidad, pero su régimen carece por completo de legitimidad. Esto explica lo más inexplicable: que las mismas Cortes de Franco aprobaran la Ley de Reforma Política que certificaba su muerte política.

A comienzos de los setenta, sólo faltaba que muriera Franco. Todo estaba preparado para la transición. Pero en esta segunda fase el ciclo de ajuste funcionalista es distinto.

Esto es, sin embargo, una lectura teleológica, visto todo desde el final y a vista de pájaro. Casi una mirada divina. La pregunta, por supuesto, es: ¿podía haber ocurrido de otro modo? Adelanto mi respuesta: probablemente no, pero sin la incertidumbre, sin la sensación subjetiva de que las cosas podían ir mal, probablemente no hubiera ido tan bien. Salió bien, en buena medida, porque no estaba planificado, porque el miedo y la incertidumbre domaron pasiones y voluntades.

Para ver esta dimensión de la transición española (y de cualquier otra) es necesario ir más allá de las visiones canónicas y formales para indagar en elementos más profundos y que tienen que ver con la psicología colectiva, con la gestión de expectativas y de miedos. No soy un experto en Cuba, en absoluto. Haré un relato de algunos aspectos de la transición española, seleccionados mirando a Cuba y en función de Cuba, un intento de ver aquella transición desde la perspectiva de los albores de una nueva transición y que los transitólogos, en general, han menospreciado.

Me centraré en tres ideas claves: el pacto de perdón o de cómo cancelar el pasado; la incertidumbre del resultado, o de cómo abrir el futuro y, finalmente, la importancia del Estado y su relevancia.

Cómo gestionar el pasado: la importancia del pacto de perdón

Salvo que resulte de una revolución, que no creo posible, sospecho que la transición en Cuba saldrá desde dentro, a través de un proceso de reformas, de una Ley de Reforma de Cuba que abrirá el camino a un proceso. ¿Cómo hacer que esa ley llegue a existir? Veamos lo que ocurrió en España.

La pregunta clave de la transición española es por qué las Cortes franquistas aprobaron la Ley de Reforma Política en 1976 (con 425 votos a favor, sólo 59 en contra y 13 abstenciones) y se suicidaron abandonando el poder. Es evidente que, de haber votado de otro modo (y fueron libres para hacerlo), el resultado hubiera sido bien distinto. ¿Por qué el franquismo abrió la puerta a la democracia? ¿Por qué los procuradores de Franco votaron "sí" en lugar de "no"?

Olvidemos explicaciones infantiles del orden de que se les presionó, se les engañó o que alguien había hecho un diseño maquiavélico perfecto que se cumplió milimétricamente. Olvidemos tanto explicaciones historicistas en términos de leyes sociales mecánicas, como modelos conspirativos de la historia. Los procuradores franquistas no eran niños; eran hombres duros que habían hecho la Guerra Civil y con más de treinta años de compleja política a sus espaldas. Sabían perfectamente lo que estaban votando, y que estaban votando el fin del régimen y de su propio poder en él. ¿Por qué lo hicieron?

Esa es la pregunta clave de la transición, que casi nadie se ha hecho. Antes de responderla, contaré una circunstancia personal, pero que ejemplifica a muchas otras familias españolas.

Mi padre fue político franquista desde antes de la Guerra Civil, cuando ingresa en Falange Española (era, por tanto, de la llamada Vieja Guardia), hasta su jubilación política en 1977 con las primeras elecciones democráticas. Mi hermano mayor, Jaime, era entonces un ingeniero agrónomo, un "tecnócrata" se decía entonces, que trabajaba con López Rodó en la oficina del Plan de Desarrollo, y luego se incorporó a la UCD con Suárez y Calvo Sotelo, y fue ministro con ambos. Fue, por consiguiente, ministro en los primeros gobiernos democráticos y protagonista de la transición. Yo era demócrata de izquierdas, activo en el antifranquismo universitario y compañero de los socialistas, un "progre"; fui después alto cargo con el primer gobierno del PSOE.

Finalmente, mi hermano pequeño, José María, que jamás se ha dedicado a la política, era entonces compañero de pupitre, en el Colegio del Pilar de Madrid, de José María Aznar. Mi circunstancia familiar es casi una miniatura del país. Por eso la pregunta anterior tiene sentido. Cuando hablo de la transición, hablo de mi casa y de mi familia, no de algo lejano y distante. Pero lo mismo les ocurría a todos los españoles. Una transición se juega en cada casa y en cada hogar, es allí donde hay que hacer los pactos y los acuerdos.

Volvamos a la pregunta: ¿por qué se suicidaron los franquistas? La respuesta es compleja pero simple al mismo tiempo: Porque esa era la mejor alternativa. Veamos los hitos.

Primero: la deslegitimación política del franquismo efectuada desde la Universidad fue total, y tanto los mismos franquistas como la juventud lo sabían. Hacia 1970, las lecturas y preferencias de los jóvenes universitarios eran claramente de izquierdas.

Segundo: los franquistas sabían que no tenían herederos ni posibilidad de renovación de sus élites, ya que buena parte de los hijos de la élite franquista habían desertado y se habían pasado a la democracia. La mayoría de los universitarios e incluso de los estudiantes de secundaria (pero no así de los jóvenes sin educación) había abandonado el autoritarismo.

Esto fue mucho más importante que el asesinato del vicepresidente Carrero Blanco por ETA, pues lo que clausuró la continuidad del franquismo y rompió lo "atado y bien atado", fue una ruptura generacional radical. Como dice Carlos Alberto Montaner, Franco acabó con el autoritarismo español (como Castro, añade, ha acabado con el revolucionarismo cubano).

Tercero: buena parte de la élite antifranquista eran hijos de la élite franquista. Los nombres de quienes hacen la transición, e incluso muchos de los nombres de los gobiernos socialistas, están ya en el franquismo. Los Solana, Bustelo, Calvo Sotelo, Fernández Ordóñez, Conde, Maragall, Satrustegui, Areilza, incluso Almunia (y, por supuesto, Lamo de Espinosa), no eran ajenos al franquismo, aunque su grado de implicación variara. Pero también Aranguren, Ridruejo, Ruiz Giménez, Tierno Galván, Laín, Maravall, Díez del Corral, casi todos nuestros maestros en democracia, provenían del franquismo.

Cuarto: por ello mismo la transición la realizan y la ejecutan, conjuntamente, la generación última del franquismo (los más jóvenes, como Suárez), en colaboración con la generación mayor del antifranquismo, mediando entre ellos la confrontación histórica, guerra-civilista, existente entre "nacionales" y "rojos", franquistas y antifranquistas. En términos sicoanalíticos podríamos decir que la tensión entre padres e hijos la solventaron los hermanos mayores.

Quinto: todo es una operación de familia, y por eso, los mayores ceden el paso a sus hijos reformistas, en quienes confían. Una transición es un cambio de actores políticos y, por ello, un cambio generacional.

Conclusión: el pacto de la transición es un pacto de familia, cuya viva representación es el pacto del rey Juan Carlos con su padre, don Juan, por el que este cede la cabeza de la dinastía a su hijo, el actual Rey.

Este es el trasfondo social y personal. ¿Podía haber sido de otro modo en la sociedad española de los años setenta? La respuesta es no. ¿Alguien puede creer que tras cuarenta años de dictadura franquista la mayoría de los españoles no estaban implicados, no eran parte del mismo franquismo, de modo que romper con él era romper con uno mismo, con familia, hermanos, amigos, vecinos, compañeros?

Por supuesto, hubo algunos, pocos, que se mantuvieron completamente al margen. Pero por ello mismo, no fueron sujetos políticos, aunque sí referentes indudables, morales en muchos casos. Sin embargo, sólo con ellos no se hubiera podido hacer la transición.

Esto tiene consecuencias importantes acerca de cómo cerrar el pasado. Todo pacto —y toda transición es un pacto— depende de un análisis coste-beneficio que las dos partes deben hacer. Las partes comparan lo que pueden ganar o perder pactando, con lo que pueden ganar o perder no pactando. En ese trade off la seguridad de un lugar bajo el sol alimenta la voluntad pactista, sobre todo si se compara con el miedo a un retorno de la violencia. Puede que no gane tanto como deseo, pero al menos no pierdo tanto como podría. El lucro cesante debe compararse con el daño cesante.

La transición es así un trueque por el que los perdedores ceden poder político pero obtienen, a cambio, garantías de vida, libertad y propiedad, mientras los ganadores obtienen el poder, pero deben respetar esas garantías a las que están atados. Se abre camino al futuro, pero se debe aceptar el pasado.

Aceptar significa exactamente eso; no es respetar; no es tampoco olvidar. Pero sí es renunciar al principio básico de la justicia, a saber: la restitución de las cosas como debieron estar si no se hubieran cometido injusticias. Se renuncia, por consiguiente, a hacer justicia a las víctimas en aras del bien común, se renuncia al pasado en aras del futuro. Las víctimas obtienen, si acaso, una reparación, pero no justicia, de modo que transición y amnistía van juntas.

En España hemos hecho la mejor de las amnistías posibles: hemos cerrado el pasado y nos hemos olvidado (y para cuando nos enfrentamos con Pinochet, a finales de siglo, ya nos habíamos olvidado de nuestros pecados).

Es un principio de razón de Estado, un principio maquiavélico por el que los derechos privados ceden ante el bien común. Este debe primar sobre el derecho particular. Hay una tensión entre la moral y la política o, para ser más precisos, entre dos tipos de ética: la de los particulares y la de la colectividad.

Ello significa también que, aunque el futuro rompa con el pasado, éste sigue ahí, esperando su defunción natural, jubilado, pero vivo. Puesto que si los perdedores de la transición aceptaron el trueque es porque así compraban también su futuro, un futuro particular y privado, no político, un lugar bajo el sol. Ganaron futuro privado a costa de renunciar a los derechos públicos que les otorgaba el pasado, a costa de ceder el poder. Los perdedores se privatizan para que los ganadores se publifiquen.

Llevamos con nosotros el pecado original de nuestra fundación política. Y nadie como el Rey mismo representa mejor esa ambivalencia. Rey de Franco y Rey de la democracia al mismo tiempo, es la representación física y simbólica de la continuidad de la ruptura y de la ruptura de la continuidad. Podemos olvidar su origen (e incluso olvidar que olvidamos), pero ello no ayuda nada, pues ese origen es también motivo de su doble legitimidad histórica y actual.

Pero, cuidado, y esto es quizás lo más complejo, el olvido no debe decirse por adelantado. O al menos, no mucho. Porque sin el miedo de perderlo todo, la voluntad de aceptar un pacto se deteriora de nuevo. Si los duros llegan a saber de antemano que tienen asegurada la amnistía, ésta deja de valer como premio. En ese caso harán todo lo posible por evitar la transición, sabiendo que su conducta es gratis y no tiene costes. De modo que, amnistía sí. Pero cuidado con cómo y cuándo se anuncia. Debe ser una expectativa, no una seguridad. Una incertidumbre, algo a ganar en el juego, no algo regalado a priori.

En resumen, es necesario dar una salida a los perdedores, pues son muchos (pueden ser la mayoría), y son fuertes; no arrinconarlos, que no se revuelvan. Eso implica tres garantías: de seguridad física, de libertad y de propiedad. Que puedan llevar su vida civil, sin molestias, sin miedo a ser detenidos o procesados, aunque pierdan el poder.

¿Con qué límites? ¿También para quienes tienen delitos graves? Depende de cada caso. En España no hubo límites, y la familia de Franco continuó viviendo en el centro de Madrid, sin ser molestada en absoluto, disfrutando de su notable patrimonio. Los crímenes más graves del franquismo habían ocurrido hacía mucho tiempo.

En otros países las cosas son distintas. Pero el dilema es siempre el mismo: qué precio de injusticia pagar para abrir camino al futuro. En ese dilema, más vale pasarse que quedarse, más vale pensar en el optimista futuro de nuestros hijos que en el terrible pasado de nuestros padres. Para unos y otros, lo mejor es enemigo de lo bueno, y se acepta lo menos malo.

La gestión del futuro: incertidumbre, recuerdo del horror y miedo a la violencia

En definitiva, además de gestionar la cancelación del pasado mediante un pacto de olvido, debemos gestionar el futuro, y eso es otro escenario de management de expectativas.

Richards ha sostenido que el "pacto del olvido" de la guerra y la dictadura fue una "condición indispensable" para la transición. En el mismo sentido, N. Sartorius y J. Alfaya argumentaron que ésta, más allá de exigir una amnistía legal, ha requerido de un ejercicio de amnesia colectiva. ¿Es esto así? ¿Reposa la transición sobre la desmemoria o, al contrario, sobre un memoria casi obsesiva?

Creo que, como señalaba Javier Pradera comentando los dos textos anteriores, "cuatro décadas después de su estallido, la Guerra Civil no se había borrado de la memoria colectiva pero operaba en dirección opuesta al revanchismo: el recuerdo de aquella matanza, vivida de modo personal o transmitida de padres a hijos, tuvo efectos disuasorios contra la violencia".

Los españoles sabían a la altura de 1975 que la Guerra Civil fue una tragedia colectiva, sobre todo porque debió haberse evitado. Pradera recuerda que en las primeras elecciones democráticas de 1977 los ciudadanos castigaron a los partidos vinculados a la memoria de la guerra (al Partido Comunista de Carrillo y a Alianza Popular de Fraga) para potenciar los que no estaban vinculados con ese suceso (el Partido Socialista de Felipe González y la UCD de Adolfo Suárez).

Hay otro aspecto que puede afectar a Cuba: quiénes son los actores de la transición. En España estábamos solos; no había comunidad internacional ni mediadores. La emergencia de actores externos como mediadores quizás hubiera facilitado el proceso; pero quizás no. La necesidad de verse frente a frente, de llegar a acuerdos con el viejo enemigo, elimina muchos juegos que pueden aparecer tan pronto lo hacen los mediadores. Y no digamos si ese mediador es Estados Unidos.

Una vez más, una transición es un juego de expectativas en el que el presente aparece determinado por los posibles futuros. Sin miedo no es posible pactar, no hay voluntad de consenso. Pero sin eliminar el miedo, no hay pacto posible. Hay que cancelar el pasado, pero no del todo; abrir el futuro, pero no del todo. Todo debe cambiar para que todo siga igual; todo debe seguir igual para que todo pueda cambiar.

La importancia del Estado

A semejanza de España, sospecho que no es probable que un régimen tan personalista como el de Castro le sobreviva. A semejanza de España, tampoco será problema la necesidad de capital para un desarrollo económico; capitales no van a faltar: europeos, americanos, cubanos de Miami. Cuba tiene dos fantásticos recursos, que también tuvimos en España: remesas de emigrantes y turismo. Ello, aparte de una población culta y educada. A semejanza de España, tampoco la democratización es un problema; los cubanos son cultos y hacer elecciones y articular un parlamento o unos ayuntamientos democráticos, no es difícil.

La diferencia con España, y el principal problema, será crear una maquinaria administrativa eficiente que sea la columna vertebral del Estado, separándola del Partido. Transformar el Partido en Estado.

El régimen de Franco no fue propiamente fascista ni su Estado, un Estado fascista. Se aprovechó del fascismo al principio, pero renunció a él ya en los cincuenta. Era un régimen militar, conservador, clásico, que pasa de totalitario a autoritario (Linz), más parecido a Horthy, Pilsudski, Primo de Rivera, Salazar o Pinochet, que a Hitler o Mussolini. Y, sobre todo, no hubo un partido que fagocitara al Estado.

Franco había heredado un Estado moderno, con funcionarios independientes seleccionados por mérito y capacidad (jueces o diplomáticos, incluso catedráticos), con registros de propiedad, con ayuntamientos y administración local, haciendas locales y, por supuesto, una economía de mercado, intervenida, pero de mercado.

En esas condiciones, la transición implicaba cambiar al soberano, pero no cambiar el Estado, ni menos crearlo. El gobierno unipersonal de Franco se sustituye por un gobierno que rinde cuentas ante un parlamento democrático. Cambias la cúpula, pero la máquina del Estado continúa funcionando igual, sólo que con otras órdenes y otras leyes. Debe preocuparnos el Estado, por una segunda razón: sin Estado no hay economía, sino corrupción.

No hay economía eficiente sin democracia, pero tampoco democracia posible sin economía de mercado, y esos dos grandes inventos políticos europeos del siglo XX lo ponen de manifiesto. Por la simple razón de que la soberanía del ciudadano y el respeto a la dignidad de las personas se da en bloque, aunque se manifiesta en variadas dimensiones.

La libertad de pensar y expresar lo pensado es, sin duda, la primera. La libertad de formular propuestas y programas políticos o de participar en su aprobación, libertad de elegir o de ser elegido, que es la libertad política, es un corolario de la anterior. Y, finalmente, la libertad de ofertar productos y servicios o de elegir los que se deseen, que es la base de la economía de mercado, no funciona a la larga sin libertad de expresión o sin libertad política.

Sin una democracia fuerte el mercado deviene corrupción (como vemos en Rusia, México, Argentina y tantos otros sitios, y como está empezando a ocurrir en China), pero sin mercado, la democracia deviene autoritaria y corrupta.

Ese es el riesgo alto de Cuba. Allí, como en México o en Rusia (y en cierto modo Argentina), el partido fagocitó al Estado. La caída del castrismo será así la caída del Estado cubano, forzando a Cuba a una gigantesca y muy difícil tarea de construcción institucional. Que si no se hace a tiempo, antes de que la oleada de inversión americana invada la Isla tras la muerte de Fidel, dará lugar a corrupción y no a economía.

Cuba necesita urgentemente asentar las precondiciones de la transición y estas son dos: de una parte, una clase media que sea impulsora y colchón. Pero, sobre todo, Cuba necesitará un enorme apoyo para la construcción institucional, para la puesta en marcha de un Estado, no ya democrático, sino Estado a secas, al margen del Partido, que le otorgue al mercado el marco normativo sin el cual no es sino corrupción.

Si puedo dar algún consejo para la transición en Cuba (y creo que no puedo), sería éste: el problema principal será la construcción del Estado. No soy pesimista, sin embargo. Los diseños institucionales son transferibles con facilidad. Usualmente lo difícil es transferir las normas y valores, la cultura, que da vida a esos diseños. Esa cultura está viva en Cuba; no es Afganistán, atrapado por relaciones tribales o de lealtad personal. Basta con que recuerde su viejo Estado liberal.

En ese sentido me atrevo a dar un segundo consejo. A la hora de articular ese Estado y esa administración, recurramos al viejo y contrastado modelo de función pública weberiana, que es, a la postre, el modelo de derecho administrativo francés, el modelo napoleónico, con procedimientos escritos, supervisión, controles a priori, etcétera, más que al modelo moderno americano de control por objetivos a posteriori, que es caldo de cultivo de corrupción.

No hay modelos ni esquemas. Cada pueblo tiene que hacer frente a sus fantasmas, y tiene que hacerlo por sí mismo, encontrando su camino hacia la reconciliación, en cada casa y en cada hogar. Hacer una transición no es una operación de ingeniería, sino mucho más, un psicoanálisis colectivo que hace las paces con el pasado y abre la ilusión del porvenir.

Es tarea de los jóvenes y supone una ruptura generacional. En ese proceso, el miedo, la incertidumbre, la inseguridad incluso, es el aceite del motor, lo que suaviza y lima pasiones y deseos de venganza o de resistencia. Todo un país tiene que aprender a confiar en el futuro y a hacer del pasado materia de historiadores, no de abogados o políticos.

(*) Texto íntegro ("Las transiciones como microprocesos: ¿Puede España enseñar algo a la transición cubana?") en el número 37/38 de la revista Encuentro de la Cultura Cubana. Suscripciones y pedidos: revista@encuentro.net.

© cubaencuentro

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Carlos Alberto Montaner , Madrid

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