Cambios, Inmigración, Embargo
Tonterías
Si volvemos por un instante al caso de Vietnam, vemos como las circunstancias que entonces posibilitaron el restablecimiento de vínculos entre dos naciones enemigas no se dan hoy día respecto a Cuba
Una de las cosas que llama la atención en el desparpajo cubano es la liviandad con la cual se expresa y publican comentarios sobre la situación del país y sus vínculos con Estados Unidos. Ese estilo superficial y tonto no distingue fronteras ideológicas ni límites políticos. Se practica a lo largo de un espectro que se alimenta de la necesidad asombrosa de hablar constantemente de Cuba (a la cual, por supuesto, no es ajena este sitio) y de mantener el tema en el candelero.
Así que un reportero amanece un día sin algo mejor que decir y recurre a lo publicado en su blog por un cantante simpatizante del castrismo. El trabajo no lo escribió el cantante, sino que éste se limita a divulgarlo. El periodista lo envía, la agencia cablegráfica lo distribuye y aparece en el periódico más importante del exilio.
Con el título Flujo de viajeros entre Cuba y EEUU puede “terminar” con embargo, el diario El Nuevo Herald trae un cable de la AFP donde se informa de un artículo de un “experto” cubano.
“Esos flujos de cubanos hacia un lado y otro (…) puede convertirse en lo que (el presidente Barack Obama tal vez no quiera que se convierta¸ en una forma de terminar con el bloqueo” a la Isla vigente desde 1962, señaló el académico cubano Estaban Morales, experto en relaciones con Estados Unidos, cita el cable de la AFP.
Más allá del abuso clásico ejercido sobre el vocablo “flujo”, llama la atención la afirmación de que el embargo a la Isla “podría terminar por la vía del intercambio migratorio creciente entre los dos países”.
“En esas circunstancias, el bloqueo podría irse en disolvencia. Si en Vietnam el bloqueo terminó por la vía de la relación comercial creciente, con una economía que comenzó a recuperarse rápidamente de la guerra, con una población, que a pesar de las pérdidas, no cultivó el odio al norteamericano; en Cuba, podría terminar por la vía del intercambio migratorio creciente entre dos países, muy cercanos geográficamente, en que los cubanos residentes en ambos lados, comparten hábitos, intereses culturales, aspiraciones de vida, mucho de idiosincrasia y deseos de reencontrarse con sus familiares”, señala Morales en el blog de Silvio Rodríguez.
Aunque el “experto” dedica la mayor parte de su trabajo a propugnar —y alegrarse— del cambio en las políticas migratorias cubana y estadounidense, la referencia a Vietnam es significativa, porque precisamente tanto Hanói como Washington llevaron a cabo pasos que hasta el momento no hay la menor indicación de que otros similares ocurran ahora entre Cuba y Estados Unidos.
Dos factores pusieron en marcha el proceso que llevó al establecimiento de relaciones diplomáticas plenas entre Estados Unidos y Vietnam, uno económico y otro político.
El segundo fue el más espinoso y difícil. Se inició en 1991, durante el gobierno de George Bush padre, y al año siguiente cobró fuerza con la entrega por parte de Hanói de gran cantidad de fotografías y documentos sobre los soldados norteamericanos muertos o desaparecidos en el sudeste asiático.
En aquel entonces dijo el presidente Bush: Sr. “Podemos comenzar a escribir el último capítulo de la Guerra de Vietnam”. Estaba en lo cierto.
El primer factor resultaba igualmente apremiante, sólo que en un sentido más vulgar: Vietnam había comenzado un proceso de transformación económica, que aunque limitado implicó la liberación del mercado y abrió el país a la inversión extranjera.
A partir de ese momento los empresarios norteamericanos comenzaron a buscar el levantamiento del embargo. Cuando llegó a la presidencia Bill Clinton hizo del restablecimiento de los vínculos comerciales un aspecto fundamental de su agenda de gobierno y la Cámara de Comercio de Estados Unidos se encargó de recordarle a la nación, como hizo en 1994, de que las empresas no estaban “aprovechando el mercado potencialmente lucrativo de esa nación”.
Entre las corporaciones estadounidenses, la Boeing Corporation estaba ansiosa de que se restablecieran los vínculos, debido a un plan de venta de unos 80 aviones de pasajeros, por valor de $5.000 millones a Vietnam, durante la próxima década.
De esta forma, ambos factores encontraron puntos de convergencia y destacadas figuras políticas de los dos partidos que se alternan el poder en Estados Unidos contribuyeron a hacer posible que dos países separados por una guerra cruel, sangrienta y costosa dejaran atrás las diferencias e iniciaran una era de entendimiento, pese a mantener sus diferencias.
Visto en perspectiva, llama la atención como acciones personales y relativamente menores tuvieron un alcance tan grande. A comienzos de la década de 1990, Ted Schweitzer, un investigador estadounidense que trabajaba con refugiados, logró permiso de los vietnamitas para recopilar información en un museo de guerra en Hanói para un libro sobre el ejército de Vietnam. Schweitzer no encontró editor para su obra. Entonces ofreció toda la información que había recopilado al gobierno norteamericano y se convirtió en asesor del Pentágono. Lo asombroso para aquel momento fue que lo hizo con el conocimiento y el beneplácito de los vietnamitas.
Aprovechando esa apertura informal, un grupo compuesto entre otros por el exprisionero de guerra y senador republicano por Arizona, John McCain, viajó a Hanói y logró un acuerdo oficial en 1992.
Fue en ese año que Vietnam dejó de afirmar que no retenía ninguna información significativa sobre prisioneros de guerra norteamericanos.
El resto lo constituye el debate que se llevó a cabo en Estados Unidos, durante los últimos años del gobierno de Bush padre y luego el mandato de Clinton, sobre la utilización o no del embargo como instrumento de presión para obtener una mayor colaboración de la nación asiática en el tema de los norteamericanos muertos o desaparecidos durante el conflicto.
La respuesta es conocida. Con el apoyo de los empresarios, se impusieron quienes apoyaban el camino del diálogo frente a la confrontación.
A primera vista parece singular que tras veinte años del fin de la contienda armada, donde murieron millones de vietnamitas y camboyanos y 54.000 soldados norteamericanos, se lograra el restablecimiento de relaciones diplomáticas y el diferendo entre Washington y La Habana, luego de más de cincuenta años, siga sin saldarse. Cuando Clinton estableció el pleno reconocimiento diplomático entre ambas naciones, aún 2.202 militares norteamericanos continuaban en el listado de desaparecidos en el sudeste de Asia, de ellos 1.618 en Vietnam.
¿Qué puede pesar más que la vida de estos norteamericanos, para impedir que Estados Unidos y Cuba se sienten a la mesa de negociación? Las respuestas son conocidas, pero las diversas maneras, mediante las cuales se puede romper este estancamiento, no parecen formar parte de las prioridades ni de Estados Unidos ni de Cuba.
Si volvemos por un instante al caso de Vietnam, vemos como las circunstancias que entonces posibilitaron el restablecimiento de vínculos entre dos naciones enemigas no se dan hoy día respecto a Cuba.
La mayor oposición al restablecimiento de nexos diplomáticos, tras lograrse el fin del embargo y las relaciones comerciales, eran la Legión Americana, grupos de familiares de los desaparecidos en la guerra y políticos republicanos como Bob Dole, quien tenía aspiraciones presidenciales.
A favor no sólo estaba un presidente que había evadido el participar en una guerra a la que estaba opuesto y “despreciaba”, sino también una buena parte del Congreso. Una resolución para el levantamiento del embargo había sido aprobada por el Senado en 1994 por una votación de 62 votos contra 38. Legisladores de ambos partidos que habían participado en la contienda apoyaban el superar las diferencias. Además del caso citado de McCain, estaba el senador demócrata Bob Kerrey, quien había perdido una pierna en el conflicto y condecorado con la Medalla de Honor.
Pero tras la pantalla política se movía una fuerte maquinaria empresarial, deseosa de obtener dividendos económicos con la superación del conflicto.
En resumidas cuentas, un diferendo entre dos naciones, que en una de ellas se veía desde dos puntos de vista políticos diferentes, pero con un solo objetivo económico. El factor que aparentemente tenía un mayor peso, los 54.000 soldados norteamericanos muertos y los 2.202 militares desaparecidos en el sudeste de Asia, resultó a la larga secundario.
Respecto a Cuba, la razón principal que impide una solución de las diferencias es que hasta el momento el factor político ha sido más determinante que el económico. O lo que resulta más importante: la política se ha impuesto sobre la economía. No resulta fácil que ello ocurra en Estados Unidos, pero ha sucedido. Hay que otorgarle el crédito al sector más conservador del exilio, que al mismo tiempo es el más poderoso, de lograr mantener inmovilizada la política estadounidense hacia Cuba, sobre todo en estos últimos años. Pero para esta victoria han contado con un aliado poderoso: la falta de interés, por parte de Washington, de que se produzca un cambio político en la Isla.
Lo que en cierta medida ha impedido la solución del conflicto Cuba-Estados Unidos es que, en la medida en que éste ha ido perdiendo importancia internacional, ha mantenido vigencia en el terreno local. Los triunfos políticos y económicos de este poderoso exilio han contribuido, en última instancia, a que no se exploren otras alternativas frente al gobierno de La Habana. Pero si bien el exilio de “línea dura” ha contado con el apoyo incondicional de Washington para su victoria, también se ha beneficiado de la “ayuda” indirecta que le proporciona La Habana, sin interés en explorar nuevas vías de entendimiento. Frente a la intransigencia de Miami, la Plaza de la Revolución ha respondido con igual empecinamiento, en un tira y encoje de no sólo quién tiró la primera piedra, sino también la última.
Precisamente en este sentido es que cabe preguntarse si no resulta más apropiado que el gobierno cubano comience a adoptar una actitud similar a la de Hanói. Cuando Vietnam dejó de negarse a brindar información sobre los soldados norteamericanos desaparecidos, con independencia de las limitaciones de la misma y los pasos paulatinos que se necesitó transitar, abrió la puerta que llevó a que Estados Unidos levantara el embargo comercial.
En cierto sentido se limitó a contribuir con un argumento a un debate político. En otro, facilitó un pretexto para un fin económico. Pero por encima de consideraciones específicas, fue un cambio positivo.
Cuba, por el contrario, desde hace algunos años viene jugando a la apertura de pequeñas ventanas económicas. En un momento volvió a cerrar algunas y tras la llegada de Raúl Castro al poder cotidiano parece empeñada en mantener abiertas unas pocas e incluso ampliarlas. Pero las puertas políticas siguen selladas. La Habana no puede seguir cruzada de brazos si quiere un mejoramiento de relaciones con Washington; si en realidad ese es su interés, algo por otra parte muy dudable.
Sin embargo, el artículo de Esteban Morales —quien en una época se caracterizó por ser el altanero decano de la Facultad de Humanidades y una figura política nada abierta a una mayor comprensión de las diferencias ideológicas— transita por el camino trillado de considerar a los exiliados como una masa informe de ciudadanos apegados a los clichés de la cubanía repetidos en Cuba y Miami: las palmas, las canciones y el cafecito mañanero en la esquina. Un grupo ávido en gastar en la Isla, por lo cual es bienvenido, y atraído por la nostalgia mas plañidera.
Así que Morales alza su voz a favor de una reconciliación de café con leche, que no excluya a inversionistas y gastadores, mientras que saluda —con cierto cinismo— una política migratoria que alienta el escape, o al menos la distracción temporal, porque de esa manera se quita presión a la olla interna.
Solo que esa política de permitir los resquicios ha sido inherente al régimen cubano desde sus inicios, y lo mismo fue catalogada de “socialismo con pachanga” por el Che Guevara que justificada por Fidel Castro cuando permitió los vuelos de la comunidad. Cuba nunca llevó a cabo una construcción “seria” del socialismo. Lo mismo permitió, en plena ofensiva revolucionaria, la permanencia de restaurantes de lujo —donde los camareros atendían con esmoquin blanco en verano y negro en invierno, en la mejor tradición burguesa— que dejó a los funcionarios de menor rango llevar grabaciones de chistes de Álvarez Guedes a las fiestas sindicales, mientras exhibían grabadoras y casetes que para entonces quedaban fuera del cubano de a pie.
Esa superficialidad en el análisis no hay que achacarla por completo a la (in)capacidad de análisis del “experto”, sino a una “retinitis tecnocrática” que —como señala Haroldo Dilla en un artículo aparecido en la edición ayer lunes en esta publicación— determina hasta donde se puede profundizar en los problemas. Todo come consecuencia de un sistema autoritario que fija límites muy claros al discurso público.
Mientras el régimen de La Habana continúe empeñado en una estrategia de supervivencia, y sus intelectuales orgánicos sean incapaces de la menor transgresión al comentario autorizado, seguirá la exhibición de análisis truncados, conclusiones parciales y premisas inadecuadas: el desfile, en fin, de tonterías.
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