Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Mar, Literatura

Cuba y el mal

A lo largo de siglos, se ha ido sedimentando una honda frustración que refleja el hecho de que la Isla es un país flotando en ese líquido del que no puede escapar

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Nuestra relación con el mar siempre ha sido conflictiva. Decía Martí: “Odio el mar, muerto enorme, triste muerto”. Unos versos después, insistía: “Odio al mar, que sin cólera soporta/ Sobre su lomo complaciente, el buque/ Que entre música y flor trae a un tirano”. Su aversión al océano reaparece en los Versos sencillos: “El arroyo de la sierra/ Me complace más que el mar.”

Lezama Lima parece lamentarse cuando nos regala esta imagen: “La mar violeta añora el nacimiento de los dioses”. ¿Qué se añora? ¿Lo que nunca sucedió, o lo sucedido que ya no volverá a ocurrir? La ambigüedad acelera las paradojas poéticas cuando agrega: “la mar inmóvil y el aire sin sus aves/ dulce horror el nacimiento de la ciudad/ apenas recordada.”

A lo largo de siglos, se ha ido sedimentando una honda frustración en nuestra plataforma insular. La Isla es un país fetal flotando mórbidamente en ese líquido amniótico del que no puede escapar. Virgilio Piñera lo vio mejor que nadie: “la maldita circunstancia del agua por todas partes”.

En el Testamento del pez, Gastón Baquero asume la voz de un pez que contempla la ciudad desde la línea del horizonte. El tono casi elegíaco parece prefigurar el exilio del poeta, quien morirá en Madrid, lejos de su amada ciudad. El poema sigue la estela del Himno del desterrado, de José María Heredia, cuando dice: “no en vano entre Cuba y España tiende inmenso sus olas el mar”.

Entusiasmado con las playas y clubes privados abiertos al pueblo, Nicolás Guillén comparó en 1964 nuestro mar con un “gigante azul abierto democrático”. Pero ese tropo enseguida devino obsoleto cuando empezaron a desaparecer del litoral los yates particulares tripulados por cubanos, los veleros y hasta los botes de remos.

Una ley “revolucionaria” impide a los nativos alejarse de la costa para pescar en embarcaciones privadas. Las últimas regatas organizadas en el malecón tuvieron lugar en 1960, acaso por temor a que los deportistas siguieran remando hasta llegar a Miami.

Nuestro mar perdió lo poco que tenía de “democrático” a finales del siglo pasado, cuando se le prohibió al pueblo bañarse en las mejores playas, reservadas por el Gobierno para turistas extranjeros.

La Habana colonial creció a la defensiva, entre bastiones, castillos, murallas y cañones, hasta muy entrado el siglo XIX. La ciudad vivía inmersa en la paranoia de los asedios. El miedo a los ataques de piratas y corsarios, a las invasiones inglesas, al comercio con los contrabandistas, el temor a las inundaciones provocadas por los huracanes… eran algunas de las fobias de antaño.

Esos fantasmas resurgieron hace medio siglo y ahora son el imperialismo yanqui y su invasión mil veces anunciada, el cacareado bloqueo yanqui, las nefastas influencias capitalistas que llegan de allende los mares y, ante todo, impedir a toda costa la evasión de los que quieren huir en cualquier cosa capaz de flotar.

Estas viejas pugnas con el océano quizá expliquen la ausencia de playas en la mayor parte de la fachada marítima habanera. Lo que hay son pocetas con mucho diente de perro, una larga orilla torturada de arrecifes, incrustada de escaramujos y erizos, amortajada de espumas.

Para encontrar verdaderas playas hay que recorrer algunos kilómetros hacia el oriente o el occidente. Al este, entre musicales casuarinas, sobreviven las casamatas de la Crisis de Octubre como fósiles de la Guerra Fría mientras que el elegante Miramar carece de paseo marítimo. Diseñado de espaldas al mar: Miramar no mira al mar.

La Quinta Avenida corre paralela al agua, pero a varias cuadras de distancia de la orilla. Sus principales emblemas son ajenos al mar rompiendo así con el entorno: la torre del reloj que reproduce las campanadas del Big Ben de Londres, una iglesia apócrifa de estilo románico-bizantino y la horripilante embajada de la antigua Unión Soviética que parece salida de una película de vampiros.

La Habana —y por extensión la Isla— está aquejada de mentalidad de plaza sitiada. Esa psicosis de guerra ha sido minuciosamente fomentada y agudizada por las autoridades comunistas desde que se inventaron —o exageraron— el poderoso enemigo exterior. Al igual que en tiempos de España, ese adversario externo siempre ha sido el espíritu anglosajón, la cultura protestante.

Algunos grabados de los siglos XVI y XVII muestran la bocana del puerto habanero cerrada con una gigantesca cadena. La corona española tenía pánico a todo lo que viniera del peligroso mar. Obviamente la cadena ya no existe, pero no significa que haya perdido vigencia, al contrario, ahora ciñe invisible el contorno de la Isla. Sus eslabones se oxidan en lo profundo del inconsciente colectivo de la nación, traumatizándolo.

Por si fuera poco, nuestros muros de agua están vigilados, ola tras ola, no solo por los guardacostas cubanos, sino también —para colmo— por las patrulleras de la US Coast Guard, que interceptan o deportan a cualquiera que quiera escaparse de la Isla dependiendo de si tiene los pies secos o mojados.

Nuestro muro acuático iguala —y en algunos casos supera— a la Muralla China, al Muro de Adriano, al Muro de Berlín, a los Muros de Constantinopla, a las murallas de Dubrovnik y al muro de Belfast.

El asunto del mar es tan fastidioso que en todo el siglo XX hubo un solo pintor consagrado a las marinas. Luis Martínez Pedro se mantuvo fiel a ese tema desde 1959 hasta 1973. Habría que preguntarse por qué no tuvimos a un Sorolla. Nuestros pintores académicos preferían los paisajes rurales, prolongando así las preferencias bucólicas de Martí: “El arroyo de la sierra/ Me complace más que el mar.”

Los plásticos vanguardistas siempre fueron más dados a pintar interiores, persianerías francesas, templos barrocos, vitrales como abanicos de colores, estallidos frutales, floras, mulatas y gitanas tropicales, episodios mitológicos afrocubanos.

En prosa de ficción, Cuba ha producido dos magníficas narraciones con tema marino. Tenía que ser un extranjero quien escribiera El viejo y el mar, donde lo que se cuenta es la historia de una tenaz frustración. La novela Pedro blanco, el negrero tampoco fue escrita precisamente por un cubano, sino por un gallego aplatanado. Lino Novás Calvo describe el mar como elemento funesto: puente de sal para la trata de esclavos.

En Cuba el pescado lleva años racionado. Pero incluso antes de la libreta de abastecimientos —cuando la langosta y el camarón aún no estaban prohibidos—, el cubano no sentía mucha predilección por los productos del mar. A Martí tampoco le gustaban. En su opinión, el mar estaba habitado por “torpes y glotonas criaturas/ Odiosas…”

Así las cosas, no es raro que los cubanos se destaquen en todos los deportes… menos en natación. Tampoco es extraño que en nuestro lenguaje popular aflore el conflicto con el mar. Frases como “estoy más salado que un bacalao” o “tengo tremenda salación encima”, expresan mala suerte, desgracia, calamidad.

Hasta en la música salen a relucir las desavenencias con el mar. En el cancionero cubano este tema casi brilla por su ausencia, sobre todo considerando que se trata de una Isla que es, además, una potencia musical. Aparte de la clásica Perla marina, de Sindo Garay, solo otras dos canciones pasarán a la historia: En el mar, la vida es más sabrosa, cuya antítesis es la guaracha: No te bañes en el malecón/ porque en el agua hay un tiburón.

Más curioso aun es que un fenómeno musical como “las habaneras” siga vivo, al compás de las olas, en las costas de Cataluña, Valencia, Murcia, Cádiz, Canarias, pero no en La Habana, de donde se supone que son oriundas estas canciones marineras.

Barcelona —ciudad portuaria igual que La Habana— alberga mucha más imaginería náutica que la capital de Cuba. Colón tiene su estatua en la Ciudad Condal al final de las Ramblas, desde donde domina el puerto. En cambio, ¿dónde está nuestra estatua de Colón? Medio escondida a la sombra de un jardín en el patio del Palacio de los Capitanes Generales.

En La Habana escasea la iconografía naval, y cuando la hay, enseguida se revela una especie de resistencia a exhibirla. Una fuente de Neptuno con su tridente estuvo dando tumbos por toda la ciudad durante el siglo XIX y gran parte del XX sin encontrar su lugar definitivo. Tras permanecer muchos años almacenada en algún oscuro depósito municipal, recientemente fue instalada frente al mar. Menos mal.

Barcelona está repleta de fachadas con hipocampos, anclas, caracolas, delfines y sirenas, que se multiplican en altares, capiteles, columnas rostradas, balaustradas y hasta en el embaldosado del Paseo de Gracia decorado con pulpos. Viví doce años en esa ciudad y, durante todo ese tiempo, no dejaba de preguntarme por qué La Habana no es tan orgullosamente marítima como la capital de Cataluña.

Un día paseaba yo por la playa de la Barceloneta cuando de pronto oí unas estridencias en el aire que me remontaron a mi niñez maleconera. Acababa de redescubrir el chillido de las gaviotas, pues desde hacía mucho tiempo esas palmípedas habían desaparecido de la bahía habanera. ¿Emigraron también esos pájaros para Miami, o se los comieron convertidos en fritas allá por los años sesenta? ¿Confirmarán esas gaviotas ausentes la visión profética del arúspice Lezama: “la mar inmóvil y el aire sin sus aves”?

Ese mar tan quieto, esas aves extinguidas, nos remiten a El cementerio marino, de Paul Valéry. ¿Qué otra cosa sino una necrópolis sumergida es lo que se extiende al otro lado del malecón? Solo Dios sabe cuántos cubanos han naufragado tratando de llegar a la orilla de enfrente. Algún día habrá que erigir sobre esos sepulcros abisales un deslumbrante monumento fúnebre que brote del mar, en medio del Estrecho de La Florida.

El malecón es también nuestro Muro de las Lamentaciones, pues los cubanos somos los judíos errantes de los siglos XX y XXI. “¿Qué es un malecón?” —se pregunta Stephen Dedalus en la novela de Joyce y responde—: “un puente frustrado”.

¿Dónde quedaron aquellos espectáculos nocturnos frente al malecón cuando cientos de botes salían durante la corrida del pargo sanjuanero? Todas aquellas candelitas flotando en el horizonte semejaban estrellas bajadas del cielo para beberse el agua del mar. En la capital cerraron, o confiscaron, las tiendas donde vendían avíos de pesca y equipos para la caza submarina. Durante décadas no se ha visto ni un anzuelo en ningún comercio cubano, mucho menos un snorkel o un par de patas de rana. Conseguir una vara y un carrete es casi un milagro. En ocasiones, tener una brújula implicaba un delito, porque despertaba sospechas en la policía política.

Nuestra Avenida del Puerto alcanzó su máximo protagonismo el 5 de agosto de 1994 cuando una parte de la población se lanzó a la calle gritando “¡libertad!”. El “Maleconazo”, el secuestro de la lanchita de Regla, el hundimiento del Remolcador “13 de marzo” a siete millas de las costas cubanas y miles de personas bajando por las calles, llevando balsas en andas, como en un cortejo fúnebre, hacen que el mar adquiera entre nosotros tintes luctuosos.

Cada quince años el mar se torna tragedia: éxodo por el puerto pesquero de Camarioca en 1965; fuga masiva por Mariel en 1980; Maleconazo y Crisis de los Balseros en 1994.

Aquel año reapareció el mar en la plástica cubana gracias a Kcho con su instalación La Regata. Ese desfile de frágiles y efímeras embarcaciones constituye un homenaje a los balseros, aunque en sus declaraciones públicas el escultor diluya ese mensaje tratando de universalizarlo. Sea lo que sea, sus ensamblajes revelan el eterno conflicto de Cuba con el mar.

Un conflicto que se manifiesta incluso en la dimensión espiritual. La patrona de Cuba es una virgen marinera. En el siglo XVII Cachita se les aparece —flotando sobre una tabla, cual balsera— a tres pescadores durante una tempestad en la bahía de Nipe. Sin embargo, tras una serie de misteriosas desapariciones, su santuario quedó definitivamente instalado mucho más al sur, en Santiago de Cuba.

¿Por qué una virgen tan navegante fue a parar tan lejos de su bahía original? ¿Por qué su iglesia está tan apartada del mar, en una antigua mina de cobre, entre montañas? Pareciera que a ella también, como a Martí, “el arroyo de la sierra” le “complace más que el mar”.

La imagen de los tres Juanes remando y rezando en un mar encrespado, bajo rayos y truenos, vaticinaba ya, en nuestra iconografía mitológica, el turbulento futuro que el mar nos tenía reservado. En rigor, la Virgen de la Caridad es la patrona de los balseros.

La Habana siempre ha estado robándole terreno al mar, y a veces pienso que éste, en venganza, se desquita con los habaneros, ora cuando sopla un ciclón y sus aguas penetran en la ciudad, ora con el vía crucis de los balseros.

Por el mar nos han llegado cosas buenas y cosas malas, pero siempre más de estas que de aquéllas. Aquel “buque” profetizado por José Martí, “que entre música y flor trae a un tirano”, ¿acaso no recuerda al yate Granma?

Siempre he pensado que en todo este asunto subyace una especie de maldición indescifrable: el mar como imagen del mal.


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