Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Inmigración

¿Hasta dónde puede llegar Raúl Castro con el tema migratorio?

La llamada actualización raulista tiene muchos límites, y la reforma migratoria parece ser uno de ellos

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Nadie debe equivocarse: cuando los intelectuales subsidiarios del Gobierno cubano, en particular aquellos que no gozan de la protección de la UNEAC y del cariño del frívolo Ministro de Cultura, afirman algo, es porque lo oyeron en algún lugar autorizado. Y si hacen sus afirmaciones en sus giras por las universidades americanas —donde se dan sus duchas de liberalismo para la exportación— es definitivamente porque alguien les dijo que lo podían decir.

Por eso, cuando contrasto la hemorragia de declaraciones a favor de una reforma migratoria —artistas, académicos, ex funcionarios— con lo afirmado por Raúl Castro en la pasada sesión de la ANPP, no me queda más remedio que pensar que efectivamente la actualización raulista tiene muchos límites. Y entre ellos pudiera estar éste de la migración.

Siempre me pareció un alarde de estolidez pensar —como nos sugirieron algunos de los voceros académicos en sus giras de ultramar— que en este tema el General/Presidente nos iba a dejar sin aliento por su radicalidad humanista.

Pero siempre creí —y en esto me gasté mi propia cuota de cretinismo— que pudo haber puesto algo en la mesa. Pues en realidad el escenario migratorio cubano es tan abigarrado, opresivo, represivo y miserable, que hay mucho espacio para donde moverse sin tocar teclas sensibles.

Por ejemplo, pudo anunciar la reducción de tarifas, el alargamiento de los permisos de estancias en el extranjero, o la eliminación de algunos documentos medievales como la carta de invitación. Y junto con la liberación de los tres mil presos —bienvenida la medida— haber permitido la reunificación de decenas de familias que siguen separadas por disposiciones de las autoridades migratorias cubanas.

Pero en lugar de cualquier cambio, no importa cuán pequeño fuese, lo que nos regaló Raúl Castro fue la misma verborrea cansada de cincuenta años justificando la represión interna por el diferendo con Estados Unidos.

Por un lado, aclaró, nada puede moverse por ahora, porque cualquier movimiento pone en peligro el “destino de la Revolución y la Patria”. Siempre teniendo en cuenta “las circunstancias excepcionales en que vive Cuba bajo el cerco que entraña la política de injerencias y subversiva del Gobierno de Estados Unidos, a la caza de cualquier oportunidad para conseguir sus conocidos propósitos”.

Y por otro, reiteró su compromiso de resolver este problema, sin definir el problema, ni decir cómo ni cuándo, y menos aún explicar cómo podemos creerle cuando él ha sido durante cinco décadas uno de los creadores de esta maquinaria de infelicidad y opresión que es la política migratoria cubana.

Reitero que este tema será especialmente difícil de resolver para los dirigentes cubanos, y la propia desproporción entre los voceros clamando cambios y los cambios que no se producen pudiera indicar las contradicciones internas de la élite.

Una parte de la cual efectivamente entiende que debe “actualizar”, es decir, producir cambios suficientes para un mejor aprovechamiento económico de la migración, lo que en la estrecha visión de los tecnócratas reformistas significa remesadores, turistas y probables inversionistas. Y otra, que sigue aferrada a los viejos usos rentistas de la emigración, con captaciones nada despreciables para una economía en crisis permanente. Y para los cuales los migrantes solo son dos cosas: o bestias pardas contrarrevolucionarias, o patriotas buenos que bailan salsa, admiran la bandera y de vez en cuando piden libertad para los cinco héroes.

Pero más allá de la economía, la manera como el Gobierno cubano ha manejado la cuestión migratoria la convierte en una pieza clave de su estrategia de dominación social y política. Para millones de cubanos viajar resulta una acción imprescindible económica y espiritualmente. Implica ganar dinero básico para sobrellevar las penurias de la Isla, encontrar familias y amigos, y finalmente respirar atmósferas menos asfixiantes. Y es así, por igual, para un obrero que para un intelectual.

Si los cubanos, no importa ahora sus ubicaciones sociales, pudieran hacerlo sin pedir permisos, fijando libremente las fechas de regresos y de salidas, y de paso sin pagar los servicios consulares leoninos que el Gobierno cubano fija, se estaría dando un paso muy importante en el desmontaje del sistema político autoritario. Un paso que probablemente pocos en el Palacio de la Revolución estarían dispuestos a dar.

Pero si al mismo tiempo se levantaran todas las disposiciones que impiden a los emigrados disfrutar sus derechos legítimos como ciudadanos cubanos (sin ello no hay normalización migratoria) y en particular el derecho a regresar, entonces este sistema político excluyente y discriminatorio estaría firmando su propia acta de defunción. Y con seguridad esto no lo van a hacer ni los tecnócratas mercantilistas ni los ateridos burócratas ideologistas.

El asunto es muy claro: la política migratoria cubana es un inmenso mecanismo de expropiación de derechos de los cubanos y cubanas, de represión, de coacción social y de abusos fiscales. Y esto es válido tanto para los cubanos insulares como para los emigrados. La ciudadanía secuestrada que sufren los emigrantes es la contrapartida perfecta de la ciudadanía incompleta que afecta a los habitantes de la Isla. No podía ser de otra manera, sencillamente porque una y otra condición son resultados de un Estado que se coloca por encima de sus ciudadanos para administrar sus derechos civiles y políticos, los que confisca, delega y revoca según las circunstancias.

Si en realidad Raúl Castro pretende normalizar las relaciones de la comunidad insular con la emigrada debe declarar públicamente cuales son las acotaciones y alcances que prevé. Debe fijar un calendario de acciones graduales que en un plazo no mayor de tres años (antes de su salida del Gobierno) conduzcan de manera absoluta e inequívoca al derecho de los cubanos y cubanas a salir de y entrar al territorio nacional libremente. Y debe autorizar espacios de debates y concertaciones autónomas de las comunidades emigrada e insular. Y que, por supuesto, no son los llamados encuentros de la Emigración con la Nación, reuniones insípidas entre minorías progubernamentales emigradas y funcionarios de ese mismo Gobierno. Es decir, ni la nación ni la emigración.

No hay solución a este asunto si los dirigentes cubanos mantienen sus políticas de exclusiones, sus discursos maniqueos y sus hipócritas remilgos ideologistas, escondiendo sus mezquindades tras el vestido raído de lo que nos queda de la patria. Con un sistema político aborrecible, una economía en escombros, una población que no crece y mucha gente que se nos va. Para no volver.


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