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Fidel Castro

Siluetas intelectuales: el castrismo cultural

Ningún país tiene derecho a descargar por tanto tiempo sus faltas en el gobernante

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En algún lugar dijo Marx que si una nación se avergonzara de sí misma, semejaría un león que se recoge antes de saltar. La vergüenza nacional sería premisa del salto para revocar la revolución de Fidel Castro, que cristalizó en el castrismo; sin embargo, las siluetas intelectuales circulan para persuadir de que no hay de qué avergonzarse. Manuel Cuesta Morúa acaba de proferir el último grito de esta moda: el “castrismo cultural”, que conecta “rasgos de comportamiento, mentalidad, visión y estilos de vida (con) la Galicia rural”. Así, el castrismo sería pura salación gallega y se consuma en teoría el espejismo que hacia 2009 concitó emprender la campaña “Cien mil firmas por la propiedad” como iniciativa “jurídica, no política”.

Tras velarse este ademán práctico con el misterio de lo incumplido, el ardid teórico estriba en endilgar al castrismo un adjetivo superfluo. No solo porque cultura es todo lo que no es naturaleza, sino porque Jorge Mañach aclaró ya, al largar su “Discurso en el homenaje ofrecido por obtener la cátedra de Historia de la Filosofía”, que “hacer cultura es entre nosotros, como siempre, un modo de hacer política; hacer política es también, hoy más que nunca, un modo de hacer cultura” (Acción, diciembre 25 de 1940).

Mitología gallega

El castrismo cultural, no político, desfila por la pasarela de los estudios culturales como algo extraño a la nación cubana y oculta así la mala entraña nacional que dio pie a la cristalización de la revolución de Fidel Castro en régimen totalitario. Sus rasgos están bien definidos: monopolio de las armas y de los medios masivos de comunicación, dirección centralizada de la economía y represión política, partido único e ideología oficial (Cf.: Friedrich, Carl y Zbigniew Brzezinski, Dictadura totalitaria y autocracia, 1956). Para que el Estado totalitario castrista y su pareja sistémica: la economía, colonicen por más de medio siglo a la nación cubana, el nudo castrismo no puede menos que tener agarre y arrastre en ella.

Para capear el aguacero de hechos que acortan la distancia desde Galicia hasta La Habana, el castrismo intelectual abre el paraguas de la rara historia que nadie nunca supo: “En la década del 50 del siglo pasado, cuando este proceso de la nación cultural está a punto de cuajar, e incluso cuando ya la burguesía cubana se da cuenta de que es importante ser nacionalista, aparece con fuerza hegemónica el castrismo cultural: la versión menos cubana de la hispanidad gallega”. Aparte de que la burguesía cubana se dio cuenta mucho antes de la importancia de ser nacionalista —al menos desde la presidencia de José Miguel Gómez—, no puede tragarse que la “nación cultural” venía llegando y un guajiro descendiente de inmigrante gallego en Birán salió de repente a malograr el cuajo. Fidel Castro adquirió casi todas sus mañas culturales en la Universidad de La Habana (UH), entre ellas una pistola belga de 15 tiros. No en balde contó a Ignacio Ramonet (Biografía a dos voces, 2006) que, al día siguiente de caer aparatosamente en Santa Clara (octubre 20, 2004), “lo primero que quise ver fue si mi brazo tenía fuerza para manejar esa arma que yo siempre usé. Esa que está al lado de uno. Moví el peine, la cargué, le puse el seguro, se lo quité, le saqué el peine, le saqué la bala y dije: Tranquilo”.

Para colmo el castrismo cultural es otro avatar del destino manifiesto: la nación cubana habría malogrado su identidad porque Fidel Castro, aunque hubiera querido, no podía aprehender “la cubanidad como cultura”. En la Cuba de1926 la inmigración retarda “el proceso endógeno de cimentación cultural y pasma abruptamente el ajiaco del que mucho escribió el etnólogo cubano Fernando Ortiz”. Lo pasmoso es que Ortiz no abundara en este singular ex abrupto. Que Fidel Castro haya nacido en Birán tan gallego como niño trasno predestinado a can do Urco, tiene que ver mucho con Ortiz, pero no por el ajiaco, sino por “el credo del Guacamayo”, que Ortiz acuñó para designar la tesitura intelectual facilista.

Diez atajos a la nada

Nada más fácil de manipular que los rasgos culturales. Toda la cacharrería teórica del castrismo cultural se reduce a enlazar cierta fisonomía barata del castrismo con el accidente gallego y, por extensión, español. No hay que sudar mucho la camiseta para lucubrar tales enlaces. Fidel Castro dijo también a Ramonet que en Birán lo regañaban “por andar comiendo maíz tostado en el barracón de los haitianos”. La rima haitiana siguió tras mudarse, a los seis años, para casa de la maestra Eufrasia Feliú en Santiago de Cuba. Por este hilo se puede llegar al animismo y explicar por qué Ramiro Valdés soltó a Tad Szulc (junio 5, 1985): “Fidel es brujo, brujo, brujo”. Mucho más podría tramarse sobre Fidel Castro a partir de la relación del negro de ascendencia haitiana con la sierra, pero vayamos a los rasgos propuestos del castrismo cultural.

1. La concepción burocrático-militar del Estado sería algo “típicamente hispánico (y) contrario a los orígenes cívicos del proyecto de nación”. Aquí se suplanta ya la nación real con otra mitológica, imaginada como proyecto tan cívico que jamás encarnó, por culpa de los mismos cubanos. Tal y como revela el Diario perdido (1992) de Carlos Manuel de Céspedes, la primera república en armas (1968-78) era ya tan burocrática (su Cámara de Representantes fue pródiga en trabas al Presidente y al Ejército) como militarista (se complotó con el general Calixto García para asegurar con bayonetas la deposición de Céspedes). Ni qué decir de la segunda (1895-98): desde la asamblea de Jimaguayú, donde no hubo referencias a José Martí, se frustró su proyecto de liberación nacional y emergió el gobierno leguleyo que tanto temía (Cf.: Armas, Ramón de, “La revolución pospuesta: destino de la revolución martiana de 1895”, Pensamiento Crítico 49-50, febrero-marzo 1971).

2. La visión rentista del Estado y de la sociedad se presume “ajena al núcleo cultural de Cuba”, como si los anteojos no hubieran sido manufacturados en la república poscolonial: hacia fuera con empréstitos extranjeros y hacia dentro con cambios de vergüenza por dinero (Cf.: “Carta abierta de Eduardo Chibás a Carlos Prío”, Bohemia, mayo 8 de 1949).

3. La estrechez en la visión del mundo tendría “que ver la educación jesuítica (y el) espacio rural infinito, poco poblado y sin confines claros”. Fidel Castro salió de Birán para Santiago a los seis años y en lo adelante sólo regresaría de vacaciones. La maldición del terruño pasa por alto el colegio salesiano (1934-39) para afincarse en los colegios jesuitas de Dolores (1939-42) y Belén (1942-45), que remacharían el castrismo cultural como “algo más primario y de algún modo peor que la intolerancia”, ya que ni siquiera concibe al otro. Queda entonces sin explicar cómo pudo arreglárselas Fidel Castro para establecer y preservar su dictadura, que presupone no solo concebir al otro —al menos como enemigo—, sino conocerlo muy bien para subyugarlo con las fuerzas clásicas del milagro (hacer su revolución frente a EEUU), el misterio (anticipar las acciones del contrario y hasta aprovecharlas) y la autoridad (no precisar ningún cargo para imponer su voluntad por cualquier razón y en contra la voluntad de los demás).

4. El antinacionalismo se definiría ejemplarmente con Fidel Castro como “el último español decimonónico de la Cuba cultural y política”. La prueba sería que niega a Martí “en dos puntos esenciales: el republicanismo cívico y el rechazo a los militares”. Este par fue negado también por muchos líderes cubanos —verbi gratia, Antonio Maceo—sin merecer aquella tacha. Fidel Castro último indica ya una serie, que no tendría por qué darse de 1899 en adelante, salvo que otros cubanos allanaran el camino. Así mismo se desliza que “un pulso mundial con EE UU en otras tierras del mundo (no tiene) antecedentes en el proyecto de Cuba como nación”, como si no mediara tan solo un pasito entre ese pugilato titánico y la noción romántica martiana de Cuba como ombligo, digo: “crucero del mundo” (Manifiesto de Montecristi, marzo 25 de 1895) y su independencia como medio para el fin sublime de “impedir a tiempo” el avance de EEUU en América Latina. Transpolar la guerrilla castro-guevarista al subcontinente era solo cuestión de tiempo y recursos.

5. La libertad aristocrática y su origen rural conectarían a “Hernán Cortés con el castrismo” para enseguida ubicarlo en “la hacienda en medio del espacio vacío, la imaginación destructiva, la productividad de los otros y la frontera difusa”. Nada de eso tiene que ver con Cayo Confites, donde Fidel Castro aprendió “cómo no se debe organizar algo (y) cómo escoger a la gente”. Ni con el delirio habanero post-Machado de grupos revolucionarios, que certifican el castrismo como “un líder en busca de un movimiento, un movimiento en busca del poder y un poder en busca de una ideología” (Cf.: Draper, Theodore, Castrismo, teoría y práctica, 1966).

La tentativa de dar gato de castrismo aristócrata y rural por liebre con pelaje cultural soslaya que Luis Ortega expuso ya “Las raíces del castrismo” (10 años de revolución cubana, 1970) como derivación en derechura del radicalismo político violento, que arraigó entre cubanos hacia 1931 con el ABC, al cual se afiliaron figuras de talla cultural como Mañach, Francisco Ichaso y Alejo Carpentier. Esa tendencia tuvo dos apóstoles: Fulgencio Batista (vivo e institucional) y Antonio Guiteras (muerto y clandestino). Castro admite que el parto de su revolución en el asalto al cuartel Moncada (julio 26, 1953) reciclaba la rebelión de los sargentos —todos los asaltantes iban uniformados como tales— en virtud del “antecedente muy único y nítido en la República de Cuba” (página 154) que había sentado Batista (septiembre 4, 1933). Por el Moncada andaba también el fantasma de Guiteras, quien planificó su alzamiento contra Machado con la toma del cuartel de San Luis (abril 29, 1933).

Castro trasplantó la dinámica de la pandilla urbana Unión Insurreccional Revolucionaria (UIR), comandada por Emilio Tro, a la guerrilla rural. Tro deliraba —sin despegar el dedo del gatillo— con que la justicia tarda, pero llega. Dejó así su impronta en Fidel Castro y el castrismo: nada de aristocracia, sino fidelidad pandillera al jefe máximo; nada de origen rural, salvo que Fidel Castro aprendió a tirar muy bien en los campos de Birán con la argucia de que las auras tiñosas se comían los sembrados.

6. La estética del poder asociada a la libertad aristocrática. Descartada esta última no cabe abordar la primera, que como foco delirante de los estudios culturales anda ya por interpretar por qué Fidel Castro convaleciente cambia de marca del atuendo deportivo, usa camisa de cuadros o se aparece en la escalinata de la UH con una estrellita en la gorra.

7. La cultura oral se endilga con la pregunta en pose retórica de “por qué no hay un texto fundamental escrito desde el castrismo cultural con toda su pretensión fundadora”. Así se corre la misma suerte de Chacumbele, porque tal ausencia sería cubanísima: unos de los vacíos de la nación es precisamente la falta de un texto sagrado (Cf.: Ichikawa, Emilio, Orestes Ferrara y la contemporaneidad, 2004).

8. El control por encantamiento para destruir al ciudadano. Se dice que con ¡Viva Fidel! Cuba regresa “al siglo XIX para destruir las estructuras de la política moderna y reproducir el esquema medieval de soberano y vasallo”. No hay que ir tan atrás ni tan lejos como a España: Machado y Batista gozaron del mismo encanto en la Cuba del siglo XX y animaron por igual semejante guataquería. Para eludir esta vergüenza nacional, la imaginación sociológica sobrepuja a Italo Calvino con la masa demediada: “Los fenómenos de masa en Cuba responden a los espacios de la cultura, no a la política: la mayoría escuchando la misma música, utilizando las mismas modas y reproduciendo el mismo lenguaje estandarizado”. Ocho millones y pico firman por el socialismo irrevocable de Fidel Castro y no aparecen cien mil a favor de la propiedad. Así desembocamos en un proyecto de nación tan cultural que ni siquiera tiene gente para llevarlo a cabo. El castrismo cultural asevera que el pueblo se reduce a plebe por su identificación “con la figura emblemática del poder, la legitimación pública del lenguaje vulgar y la legitimación natural de que los de arriba deben comer mejor y distinto”. Así son muchísimos cubanos.

9. El tipo, el concepto y la concepción de la familia vendría también de la salación que empata la finca de Manacas (Birán) con la aldea gallega de Láncara. Se dice que el “modelo patriarcal y de mayorazgo (del hijo mayor) va contrario a la historia política de Cuba, según la cual son los padres los que siguen a los hijos adultos y no al revés”. Nada de esto encaja ni con Céspedes ni con Martí ni con muchos otros, incluso Fidel Castro. Tampoco es cierto que el castrismo cultural “recupera la pena de muerte como castigo civil, cuando esta había estado ausente del contrato republicano inicial como distinción humanística frente a las prácticas jurídicas de la España del imperio”. La pena capital no se refrendó —como otras muchas cosas— en la breve constitución de Guáimaro (1869), pero no hubo tal distinción: era perfectamente legal y se aplicaba hasta ilegalmente por los mambises. Céspedes se avergonzó (noviembre 27, 1873) de llamarse cubano por causa de que Jesús Rabí y otro jefe, con aprobación del Gobierno, mataron en Guisa cubanos “a machetazos sin forma de juicio”.

La cosa no cambiaría en la segunda vuelta de la república mambisa. Fermín Valdés Domínguez describe en su Diario de soldado (1972-74) cómo Maceo ordenó colgar de una guásima a una negra vendedora de dulces por delatar a los españoles el campamento mambí. Al partirse el gajo con el peso de la condenada, mandó a machetearla. En todo caso la pena de muerte se recuperó antes de nacer Fidel Castro. La constitución de posguerra (1901) dispuso “No podrá imponerse, en ningún caso, la pena de muerte por delitos de carácter político” (Artículo 14). Y por lo demás, el quid no radica en el papel. Si los independientes de color infringieron la ley por formar partido racial, su delito habría sido político y aun así terminaron masacrados (1912) a pesar de la clara letra constitucional. Para la década en que “la nación cultural está a punto de cuajar”, la pena de muerte extrajudicial campeaba por sus respetos.

10. La negación absoluta del hombre cívico pasaría por la educación jesuita, que inculca “el pesimismo cristiano sobre el hombre después de La Caída”. A esto se sumaría el carácter metafísico de la revolución cubana, que sería tan solo “concepto taumatúrgico en boca y en manos (de) Fidel Castro”. Tantas vueltas por “la vieja España catolizante” para volver al punto de que la revolución cubana es la revolución de Fidel Castro… ¡y no darse cuenta de que, por tanto, Fidel Castro hace con ella lo que le venga en ganas! Es falacia de petición de principio sostener que el castrismo “es, pese a su medio siglo, bien extraño a Cuba”, porque ningún país tiene derecho a descargar por tanto tiempo sus faltas en el gobernante. Y bajarse de paso con que “asociar el destino de la nación con un individuo” no se había producidonunca antes” se aleja demasiado de una nación que viene girando hace más de un siglo en torno a Martí.

Malestar de la cultura

El castrismo cultural cree que opera “en términos de identidades profundas” por abordar la sequía “de ritmos musicales” en Cuba, la impotencia de “la Esparta tropical (frente a) una mentalidad gozadora” y que un matancero del siglo XIX sería “el primer travesti” en este hemisferio. Todo para presentar al castrismo como “forzada invención histórica del último medio siglo”, que no tiene de donde agarrarse culturalmente para su legitimación.

No es lícito tildar primero de premoderno al castrismo y coger después por los pelos el “velo de ignorancia” de John Rawls y el “diálogo” de Jurgüen (sic) Habermas para urdir la solución del problema de legitimación con arreglo a “la planta cultural cubana” y con ánimo “de desplazar el poder y la legitimidad hacia abajo”. En la modernidad solo tienen fuerza legitimante las premisas y reglas comunicativas que señalan si el pacto social se acordó entre personas libres e iguales o es mero consenso forzado o contingente. Nada ver que con “plantas culturales” que prescriban determinada identidad común y certifiquen contenidos, sino con las condiciones formales de la justificación del orden político. Tal es el sentido del “velo de ignorancia” de Rawls, que como idea regulativa se puede rastrear hasta el estado de naturaleza de Thomas Hobbes (Cf.: Jürgen Habermas, “Problemas de legitimación en el Estado moderno”, Merkur, XXX, enero de 1976).

Amén de que hasta Juan Jacobo Rousseau sabía que nunca hubo ni habrá jamás una verdadera democracia de abajo arriba, Habermas deja claro que el diálogo por sí mismo nada garantiza: “la libertad decae sin las iniciativas de una población acostumbrada a la libertad” (Cf.: Facticidad y validez, 1992). A falta de tradiciones de libertad, como consecuencia del orden político castrista, el castrismo cultural no puede generarlas con ningún proyecto de nación. Al menos los rasgos del totalitarismo indican por dónde deben ir los tiros: suprimir el régimen político de partido único, abrogar el delito de Propaganda Enemiga y así en sucesión. El castrismo cultural no tiene salidas prácticas. Desde su perspectiva lo único que revocaría el castrismo sans phrase sería viajar en el tiempo al otoño de 1899 e impedir que Ángel Castro Argiz aborde en La Coruña el vapor francés Mavane con destino a —como decía ese gallego maléfico— la “Isla de los Asombros”.


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