Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Crónicas

El enigmático caso del Chino

La historia de Eduardo Heras León es como un adelanto del material autobiográfico que escritores y no escritores podrían tener guardado en sus gavetas esperando.

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Es sabido que con motivo de la reaparición en televisión de tres personalidades no gratas del pasado cultural socialista cubano, comenzó en La Habana en enero de este año un intercambio epistolar electrónico entre los creadores artísticos y literarios del país, residentes o no en la Isla. Un agitado episodio con final de Chambelona, que sus protagonistas han llamado "la guerra de los e-milios".

Pero en su momento, intentando calmarlos, la Casa de las Américas primero y después el Instituto Superior de Arte (ISA) les abrieron sus puertas a los alzados para que hicieran la catarsis que raudos aconsejaron los doctores de la alta medicina política.

En la terapia colectiva efectuada en el ISA, son de destacar, en lo teórico, las intervenciones de los insurgentes Arturo Arango, sobre la historia cultural del socialismo en Cuba, y la del doctor Mario Coyula, quien se ocupó del mal gusto, inapelables decisiones equivocadas y demás desventuras de la arquitectura cubana en igual período.

Y como pieza inolvidable —para algunos, tal vez exagerando, lo más conmovedor escrito en su género por un cubano desde los días de El Presidio Político, de José Martí—, el relato del fabuloso Chino Heras —como admirados y a veces incrédulos le llamamos sus amigos, aunque él, con su acostumbrada modestia, así como si le diera pena de ser quien es, apenado por tanto loor, insiste en ser llamado, sencillamente, Eduardo Heras León.

Qué susto, me diría después llorando una mujer que lo oyó contar la historia cuyos detalles había guardado el Chino en silencio por más de treinta años, y al evocarlo, aquella dama experta en situaciones terribles, unas vividas por ella y otras que presenciara en su familia, me mostraba un brazo con la piel erizada. Yo, que aunque algo de la historia del Chino y de otras parecidas conocía, también me ericé al leer el texto que enseguida empezó a circular por La Habana en un CD clandestino de alquiler.

Cuando alguien quiera hacer la película de la Revolución, me dije, ahí en esa historia del Chino Heras tiene ya resumido el guión. Será cuestión de agregarle algunos detalles, como hizo Titón con el cuento de Senel Paz que diera lugar a Fresa y Chocolate. Pero en lo fundamental, ahí está casi todo. Épica, dogmatismo, censura literaria, homofobia, días de estalinismo universitario, y todo ello a media luz.

A media luz, porque ese apresurado resumen del infierno deja ver más de lo que dice. Mucho más. El Chino no las menciona, pero ahí se leen las razones de algunos de sus amigos, Jesús Díaz entre otros, cuando de repente un día tendieron el Atlántico entre ellos y su Isla. A la par que misterioso como todo buen relato ha de ser a fin de que lo complete el lector, deja a la adivinación de éste las razones probables de quienes no obstante haberse podido ir después de sobrevivir al holocausto que les tocó se quedaron.

Pues estos últimos, al hablar de esos años siniestros —es curioso, muy curioso—, los dan como un error que tal vez por la influencia de malas compañías cometió la Revolución (la Revolución, no nadie en la Revolución), si acaso un señor Pavón o algo así, aunque si no me equivoco el tren que se llevó al Chino pasó años antes de que Pavón llegara a presidir el Consejo Nacional de Cultura, y lo mismo el tren de Antón, y el tren de Heberto y el de Norberto Fuentes. En fin, lo dan por un período felizmente superado en Cuba, algo que pasó una vez, hace ya mucho tiempo (aunque algunos deslenguados por ahí digan que para otros siguió sucediendo o que para otros está empezando ahora mismo).

Un botón de muestra

De ahí que al valorar a aquellos sobrevivientes, mi amiga los considere personas excepcionales, seres nacidos para perdonar, gentes con vocación para la santidad. El Chino Heras, para ella, ya nunca más será el Chino, ahora es San Eduardo y le encenderá velas. Tal vez no fue entre los de su gueto el que más sufrió, pero por ser el primero de ellos que se encuera en público y cuenta como si hablara de otro lo que le hicieron, es al que mejor puede aquilatársele su alma limpia, sin rencores, acrisolada por el sufrimiento.

Una amiga de mi amiga entiende, sin embargo, que pensar así no favorece ni al Chino ni favorece a sus compañeros del holocausto, ni tampoco al prestigio del Partido, y le llama la atención al respecto con su habitual enjundia de funcionaria experimentada. Pensar así, le dice, sería atribuirle a la piedad lo que en verdad ha sido firmeza de principios. Esto, en el caso de los sobrevivientes del holocausto que no se rajaron luego. Y en lo que al prestigio del Partido toca, sería dar por perversidad lo que después de todo fue prueba de calidad, procedimiento para separar el oro de la escoria; mira el Padilla ese adonde fue a dar, le dice.

En cualquiera de ambas acepciones, piedad o firmeza revolucionaria (no sé cómo enfocará eso el director que haga la película), la historia del Chino Heras está en la calle, quién sabe si como un pequeño adelanto, apenas un botón de muestra, dicen las Casandras que nunca faltan en estos cuentos, del material autobiográfico que escritores y no escritores podrían hoy en Cuba tener guardado en sus gavetas esperando.